Una chanza de inocentes


Una chanza de inocentes

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Ha pocos días que cayó bajo mis ojos un artículo del escritor boliviano D. C. Balsa, en que a propósito de los chascos a que el 28 de diciembre está expuesto el prójimo que no tiene el calendario en la punta de la uña, refiere la broma que tres lindas chuquisaqueñas le dieron nada menos que al Libertador Bolívar. Sabido es que en ese día conmemora la cristiandad la bárbara degollina de los inocentes, cuyo número, según San Juan, subió a la enorme cifra de ciento cuarenta y cuatro mil parvulitos, todos en condición de paladeo y destete.

El jueves de compadres y el 28 de diciembre son días en los que es lícito pegar un petardo, cuya grosería se disimula por medio de una décima o de un romancillo.

En el día de Inocentes no sólo se impone contribución al bolsillo, sino que suelen sacarle a un hombre los colores a la cara haciéndole tragar confites de acíbar, beber té salado o mascar buñuelos de algodón. Y aguante usted la rechifla y sonríase al oír en una boca como un azucarillo estas palabras:

«Sea constante y corriente
y quede ejecutoriado,
sin correrse más traslado,
que es usted un... inocente».

«Mal de muchos consuelo de bobos», dice el refrán, y yo digo que los pequeños no debemos rasgar sangre al ser víctimas de chanzas pesadas, cuando los prohombres han tenido que soportarlas, bien que refunfuñando y mordiéndose los labios. Y si no, oigan ustedes lo que cuenta Balsa y que yo referiré como Dios me ayude.

Días llevaba ya de permanencia en Chuquisaca D. Simón Bolívar, cuando en la mañana del 28 de diciembre de 1825 y en momentos de sentarse a la mesa llegó hasta él un indiecito conduciendo una sopera de plata, y le dijo:

-Mis señoritas Calvimontes le envían a su merced este chupe de leche para el almuerzo.

Las señoritas Calvimontes pertenecían a una de las más ricas y aristocráticas familias del país.

Bolívar que, como es notorio, se pirraba por las hijas de Eva, feas o bonitas, pues sobre este punto era de anchas tragaderas, sonriose ligeramente y contestó:

-Di a tus patronas que estimo su cariño.

Y volviéndose hacia su ayudante, añadió:

-Coronel, déle a este muchacho un par de pesos.

El indiecito se retiró con cara de pascuas; mientras el Libertador y sus comensales daban principio al almuerzo.

Llegó el momento de embestir al chupe de leche, y destapada la sopera viose que el contenido de ella era de imposible masticación. La sopera encerraba una guirnalda de filigrana de plata, adornada con flores de oro. D. Simón dijo entonces:

-Estas Calvimontes son tan lindas como traviesas. Iré luego a visitarlas. Me llenan el ojo más que la guirnalda.

Pero en el fondo de la sopera había una tarjeta, y Bolívar empezó a leerla para sí. A medida que adelantaba en la lectura, la fisonomía del Libertador se alteraba, y al terminar estrujó entre sus manos la vitela, lanzando su favorita exclamación:

-¡La pim... pinela!

Bolívar se levantó de la mesa con marcado mal humor, y se dispuso, no para hacer una visita a las hechiceras Calvimontes, sino para abandonar la ciudad.

Al retirarse de Chuquisaca mandó devolver la guirnalda a las obsequiosas jóvenes. Véase la tarjeta que exaltó la bilis de D. Simón:


EPITAFIO

 Aquí yace la inocencia
 en un letargo profundo:
 no se la busque en el mundo
 porque perdió la existencia.
 Pasajero, tu presencia
 puede causarle rubor:
 no perturbes el sopor
 de sus generosos manes;
 auséntate, no profanes
 este túmulo de honor.


Los dos últimos versos, sobre todo, dice Balsa, se lo atragantaron a Bolívar y no los pudo pasar. «A buen entendedor, con media palabra basta». El Libertador vio en la décima algo que no era chanza de inocentes angelitos.