Una buena lección

Una buena lección
de Arturo Reyes


El señor Pedro Pancorvo, más conocido por el Jechicero, era en el tiempo a que nos vamos a referir una a modo de gloriosísima institución en el barrio de Capuchinos, barrio donde hubo de nacer y donde -Dios mediante-, como él decía, había de cantarse las últimas carceleras.

Hombre un día de brillantísimo cartel, tanto en lo de jugarse las vísceras al daca y toma por menos de un estornudo, como en lo de no dejar incólume tórtola alguna de las muchísimas que cometieron la torpeza de ponérsele a tiro de escopeta en el distrito, campo de sus hazañas, había conseguido, al echar el ancla en el puerto tristísimo de la vejez, ser mirado y remirado por todos los que le conocían, que eran todos o casi todos los que por aquel entonces, sin distinción de sexos, valían y podían darse pisto en el barrio, como un a modo de venerable patriarca y árbitro supremo, al cual acudían en todas sus diferencias a consultarle sus litigios y en demanda de sus siempre acertadísimos consejos.

Y evitando separaciones matrimoniales o junteras más o menos consolidadas por los años; conjurando enganches entre los próceres de los de pelo en pecho; zurciendo rotos y recosiendo descosidos, vivía nuestro respetable anciano, cuando una mañana, en que repantigado en un viejo sillón de brazos, en la puerta de su casa, bañábase en sol, contemplando con melancólica complacencia cómo algunos rapaces encuerinos y churretosos, luciendo marcialmente vistosísimas gorras de papel y jinetes en cañas de escobas, simulaban una brillante carga de caballería.

-Que Dios bendiga a usté, señor Pedro -díjole, acercándosele, Antoñuelo el Tarambana.

-El venga contigo, Toño -le repuso el viejo, sonriendo, al recién llegado, mozo de gallarda apostura y rostro varonil y simpático.

-Y qué, ¿se, toma el sol, por lo que se ve? -díjole éste, al par que se echaba hacia la coronilla el amplio pavero.

-Como que es el sol el único que me da algo de la mucho que me alta.

-Asín me diera a mí lo que más falta me jace u me quitara algo de lo muchísimo que me sobra.

-¿Y qué es lo que a ti te falta y lo que a ti te sobra, si es que no es un secreto de confesión?

-¡Pus lo que me falta es pasensia y lo que me sobra es la vía, que va me pesa mas que pesa una pesambre!

-¿A ti, chavó? Pos si tú eres el ojito derecho de la güena suerte; si tú viniste al mundo de pie; si tú vives como las rosas en los rosales; si tú no tiées boca bastante pa darle gracias a Dios, que ta criao.

-No, agüelo, no; que más sabe el loco en su casa que el cuerdo en la ajena. Mire usté que aquí aonde usté me ve estoy pensando en jacer testamento y en nombrarle a usté arbacea testamentario.

-Pero ¿es que tú hoy estás sonámbulo, Tarambana?

-¡Lo que yo estoy es desesperaíto y achicharraíto y mu requetemalito!

-Pero ¿por mo de quién estás tú asín hoy sortando bilis por tos los poros de tu presona gitana?

-¿Que por mo de quién? ¡Pus por mo de quién ha de ser, sino por mo de la mía compañera, de la mía compañerita!

-¿Por mo de tu compañera? -exclamó el viejo, abriendo desmesuradamente los ojos, al par que se retrataba la más profunda sorpresa en su rugoso semblante.

-Sí, señor, por la misma que viste y calza; por mo de ella con toítos sus menesteres.

-Pero ¿cómo puée ser eso, si tu gachí es tan güena como bonita, y como bonita es más bonita que mi relicario de plata?

-¡Pos ahí verá usté, agüelito, eso pasa y no de matute, sino con toas las de la ley!

-Pero ven aca, criatura, y contéstame a to lo que yo te pregunte. Vamos a ver: ¿ha puesto alguna vez tu Lola los ojos de su cara en la cara de otro hombre?

-¿Ella? ¡Ca, vamos, agüelito!... Eso no... Ella no tiée ojos más que pa mirar a sus hijos y que pa mirarme a mí, manque yo no me lo merezca.

-Güeno, eso está bien, y eso yo ya lo sospechaba. Pero vamos a otra cosa: ¿tú crees que tu mujer sigue queriéndote como antes?

-Más entoavía. ¡Tan segura tuviera yo la gloria!

-Pos entonces, y, si eso es verdá, ahora mismo me jaces el favor de dirte al paraor de La Leona y de decirle de mi parte al posaero que te dé por cuenta mía un buen pienso y una friega de aguarrás en los corvejones.

-Lo que es, es que parece mentira que diga to el mundo, como dice, que tiée usté un foco eléctrico en la mollera. Pa usté con que una gachí estime a un hombre y no malbarate la vergüenza, ¡Santa Teresa de Jesús!, ¿no es verdá, señor Pancorvo?

-Hombre, te diré -repúsole éste, frunciendo un tantico más de lo de costumbre las pobladísímas cejas- Yo no digo que con esas dos candingas sea una mujer la Santa de la Paloma; lo que yo digo es que tu Dolores...

-Mi Dolores -dijo interrumpiéndole bruscamente Antoñuelo-, mi Dolores es como es. Es verdá que es güena, y es verda que es bonita, pero también es verdá que va a conseguir que yo dé un brinco, y que del brinco vaya a parar a tutearme con ¡el lucero matutino!

-Pero ¿me quieres jacer el favor de decirme cuáles son los defertos de la mujer que más te estima?

-¿Que cuáles son sus defertos? Vamos a ver, señor Pedro, le voy a enseñar a usté mi corazón; hágame usté el favor de contestarme a lo que yo le pregunte. Vamos a ver: ¿gano yo parneses pa medio vivir tan siquiera?

-Hombre, no diré yo que ganes pa quearte con los consumos; pero lo que es pa vivir, ¡ya lo creo que ganas tú parneses pa vivir como los propios ángeles!

-¿Y soy yo hombre que queme la pórvora que agencia en fuegos artificiales?

-No, señor, que no eres tú de los de esa familia.

-¿Y soy yo jugaor, soy borracho?

-No, que no lo eres.

-Pos bien, agüelito: yo gano pa vivir, yo no tiro dos columnarias ni las entierro en ningún sótano; yo no juego, yo no bebo, yo no llevo arpiste a ninguna pajarera más que a la mía; yo no me jago un terno más que cuando me amenazan con llevarme a la Jefatura por encuerino; yo fumo en pipa por no quemarme las yernas de los dedos; yo no me afeito mas que por Pentecosté; yo, en fin, ni me acatarro tan siquiera por no gastar en jarabes, y, con to esto que le digo, señor Pancorvo, el día que menos se piense, en cuantico se decidan a dar algo por ellas en las agencias, me queo sin pestañas, agüelito, si es que no pago los intereses.

-Pero ¿qué es lo que estas diciendo tú, chavó qué es lo que estas diciendo?

-Lo que usté oye; en mi casa se empeña hasta el jálito; en mi casa se mal come; en mi casa se mal vive; en mi casa se lucen las formas por no tener ellas con que taparlas; allí los dineros son agua y sal; allí no hay que preguntar por naíta; allí ya no quea por empeñar más que las cenefas de las paeres y algo de la solería; allí no se respeta más que la memoria de los difuntos.

-¡Pero Antoñuelo, por un divé, mira que ya tengo el pelo de punta!

-¡Y si fuera eso sólo! Pero es que hay mucho más en el capacho; es que además de to lo que le he dicho, me pasa que no pueo sosegar ni un minuto, porque es que esa mujer es más celosa que un tigre, y si me mudo la elástica, ¡cita al canto!; si llevo un caramelo en el bolsillo, ¡una toma que me han preparao!; si estornudo dos veces seguías, ¡ya se sabe!, es que me costipé al desnudarme en otro cubril; si al acostarme tardo dos minutos en coger el sueño, es porque estoy caviloso pensando en otra; si me duermo en seguía, es, porque ella ya no me jace caso; si gasto dos perras gordas, es porque las he empleao en jatear y en ponerle un piso a algún chanelo de la víspera; si estoy alegre, ¡malo!; si estoy triste, ¡peor!; y, en fin, señor Pedro, que tan agria me tiée ya la saliva mi mala estrella, que un beso le daría yo en ca una de sus articulaciones al que me prometiera mandarme en seguiíta en la tertulia caminito del Camposanto.

-¡Por vía de la Malena, y que no está tu negocio tan mollar como yo creía!

-¡Mollar! ¡Qué ha de estar mollar! Mi mal no tiée remedio, y el único camino que me quea es el del bumo, el de anochecer y no amanecer; el de tomar el portante y que no güerva nadie a oír el metal de mi voz en cien leguas a la reonda.

-Pero ¿tú serías capaz de alevantar el vuelo y de dirte de la verita de los tuyos, chavó? ¿Serías tú capaz de jacer eso?

-¡Yo soy capaz de to, con tal de que se me acabe este suplicio!

-Pero ¿es que tú ya no quieres a tu gachí?

-¡Ni esto! -exclamó resueltamente Antonio, mordiéndose la menor cantidad posible de uno de los dedos.

-Pero y tus chorreles. ¿Tampoco les tiées a ellos voluntá a esos probeticos?

-¡No, que a ésos les quiero yo más que a mi sangre! ¡Pos si no fuera por ellos!; si no fuera por ellos, ¿no estaría yo ya en Chile u en la Argentina?

-Güeno, hombre, güeno, vamos despacio: lo que resulta es que tú no puées aguantar a tu Lola, y que darías un alón por poer perderla de vista, sin asepararte de tus churumbeles. ¿No es el Evangelio lo que yo platico?

-El Evangelio, sí, señor, el Evangelio.

-Pos bien: no te apures, que pienso yo que to puée arreglarse, y ahora mismito, sin perder correo, me monto en mi par de brodequines y me voy a tu bugío, y milagrito será que dentro de na no esté yo aquí trayéndote en el pico la rama de oliva.

-Me parece a mí que no, que nanai, que va usté a golver con la cabeza debajo del ala.

-Eso de aquí a un rato lo hemos de ver, mozo güeno.

Y diciendo esto, incorporose lentamente, y momentos después alejábase calle arriba con paso reposado y aire meditabundo el señor Perico Pancorvo.


Mucho tardaba éste, y su ausencia tenía en terrible, tensión los nervios de Antoñuelo, que no podía estarse quieto, y ya se sentaba, ya se levantaba inquieto y febril, sin que consiguieran llamar su atención ni los rapaces que seguían simulando sus brillantes cargas de caballería, ni las populares notas de una guitarra que tañía diestramente en la puerta de su casa Joseíto el Almejero.

Parecíale a Antonio que habíase escurrido demasiado al hablar de su mujer, porque si bien era ésta manirrota y celosa en demasía, era, en cambio, limpia y trabajadora como una abeja, y además como un lucero de bonita. ¡Cara más graciosa y mas charrana no se veía en todo lo que el sol calienta! ¿Y qué le contestaría al señor Pedro? ¿Le repetiría éste todo cuanto él le, había dicho? Seguramente que sí, que se lo repetiría... ¿.Y qué? Mejor que mejor; de aquel modo se pondría término a aquel sin vivir; lo mejor era que cada uno echara por su lado, que se separaran para siempre... Separarse de aquella mujer separarse de ella.... no verla más.... ¡ea, cualquier día!... Separarse...; en cuantito se lo boqueara el señor Pancorvo tendría éste que tocar el pito de carretilla..., ¡pues no era mucho lo que le quería a él su Dolores!

Y pensando y hablando solo, hubiera permanecido Dios sabe hasta cuándo, a no haber llegado media llora más tarde el señor Pedro, el cual exclamó con voz risueña, después de haberse repantigado de nuevo en su viejo sillón de brazos y de haber dejado escapar un profundo suspiro de satisfacción.

-Aquí me tiées ya de vuelta y con la rama en el pico, ¡como que me pinto yo solo pa estas cosas y no hay quien me lleve el purso en cencia y en diplomacia!

-Pero ¿que ha sío lo que ha pasao? -preguntole mirándole lleno de vaga inquietud, el Tarambana.

-¡Qué iba a pasar! ¡Que me ha salío la cosa que ni bordá en cañamazo! Que to está arreglao tal y como tú querías.

-Pero ¿cómo?

Y al preguntar esto le temblaba la voz a Antoñuelo el Tarambana.

¡Pus cómo quieres tú que sea! -repúsole el viejo con voz reposada-. Como es. Pero empezaremos por el principio. Yo de aquí me fui más rerto que un tiro a tu casa, llegué a tu casa, me metí en tu casa y ya en ella, como es natural, me trompecé con tu gachí, por cierto que no me la encontré como tú decías, con las formas al aire.

-Pero ¿es que usté esperaba encontrársela como a Eva en el Paraíso?

-Hombre, tú me lo dijiste. Pero, en fin, vamos al grano; apenitas la saludé se me queó mirando con aquellos dos pícaros tan grandes y tan zalameros que Dios le puso en la cara, y me dijo, jaciéndose toa ella una sonrisa: «Me da a mí el corazón que yo sé a lo que usté viene.» «Ca, tú que has de sospechártelo tan siquiera», le dije yo, y ella me dice: «¡Vaya! Tengo yo la mar de pupila; usté viene porque le habrá dío a usté mi hombre con algún cuento.» «Es mu posible», le contesté yo, y entonces ella, tan fresca y tan reposa como si le estuviera dando la ropa a la lavandera, me dijo: «Mi hombre, agüelito, está más loco que una cabra y me tiée ya jartica der to de sufrirlo, y yo no sé qué es lo que se ha pensao ese gachó, que se cree que con tres pesetas que me da Se puée comer como en el Hotel de Roma y vestir como los litris y jacer de cuando en cuando un viaje a la luna. ¿Usté se entera?

-¿Eso le dijo a usté? -exclamó Antonio, clavándose los dientes en los labios y las uñas en la palma de la mano.

-Eso precisamente -repúsole el viejo, no advirtiendo la borrasca que empezaba a relampaguearle en los ojos al Tarambana-. Y yo -continuó con acento complacido al oírla decir lo que dijo, le dije que me alegraba oírla y que lo mejor era que ella se fuera con su madre, que tú le ayudarías en lo que pudieras y que tú te irías con la tuya llevándote a tus hijos pa que no le dieran a ella más tormento.

-¿Y qué fue lo que le contestó a usté mi Dolores?

-Pos, hombre, cuando le dije lo primero, u sea lo de asepararse de ti, me pensé yo que le iba a dar un patatús de la alegría. ¡Camará, que están ustés pagaos, que si tú no la puées ver a lo que es ella me parece, a mí que no te puée ver ni en pintura! Pero no le pasa igual con los gurripatos, porque en cuanto le boqueé lo de asepararse de ellos, en un tris estuvo que no me mentara la madre; pero allí de mi capote y de mi experencia, y tan bien y con tan güena suerte trabajé la partía, que concluyó por decirme que con tal de no verte más se resignaba a no ver a sus chorreles más que una vez en semana.

-¿Eso, eso dijo? -rugió Antoñuelo, incorporandose como si le hubiera mordido una víbora en las entrañas- ¡Y eso dijo! -repitió con voz en que vibraba ahogadamente el sollozo.

Y tan lívido se le hubo de poner el semblante, y con tal expresión de ira y de pena le brillaron los negrísimos ojos y tan henchida de lágrimas resonó en sus oídos la voz del Tarambana, quo el viejo, compadecido de él, díjole, poniéndole la mano sobre el hombro:

-Jéchale la galga a tu pena, guasón, que to lo que yo te he dicho es pura filfa, que yo no he estao en tu choza ni he platicao con tu jembra; que lo que yo he querío es que tú te enteres de que tú camelas a tu gachí tanto como yo quiero a mi vieja, y de que a la que es una güena compañerita hay que sufrirle sus defertos, porque si tu Lola te atormenta con sus celos es porque te quiere, y si tu Lola empeña es porque le jace falta, y si le jace falta es porque con lo que tú le das no tiée bastante, y si no tiée bastante será porque no sabe darle cien vueltas al ochavo, y si no se las sabe dar será porque es su condición, porque Dios la jizo de esa manera, como pudo jacerla jorobá, o tartamuda u con malitas inclinaciones.

Momentos después dirigíase Antoñuelo hacia su casa, con los ojos radiantes de júbilo y canturreando alegremente:


¡El primor de los primores
es la mía compañerita,
que tiée más, siendo güena,
de mala que de bonita!