Una aventura de 1360

Una aventura de 1360
de José Zorrilla
poema de Recuerdos y Fantasías

En las frondosas campiñas
que con sus ondas serenas
fecunda el Guadalquivir
antes que en el mar se pierda,
sentada está una ciudad
que majestuosa ostenta
lo atrevido de sus torres,
lo antiguo de sus almenas.
El río su bella imagen
en su corriente refleja
pasando enorgullecido
por pasar tan junto a ella.
Y ella se mira en sus aguas
contemplando allí altanera
su antigüedad y poder
y su proverbial belleza.
Espesos muros la ciñen,
y frondosísimas huertas,
y apiñados olivares,
y fertilísimas vegas.
Radiante sol la ilumina,
y la bordan sus laderas
altos y copados árboles
y olorosas flores bellas.
Alegre gente la vive,
que las calurosas siestas
y las perfumadas noches
pasa al son de la vihuela,
ya en sus entoldados patios,
entre fuentes y macetas,
ya en sus floridos jardines
gozando sus auras frescas.
Ciudad de hermoso recuerdo,
ciudad bella entre las bellas,
de los moros es envidia,
de los cristianos soberbia.
Sevilla, en fin, y esto basta,
que todo el nombre lo encierra;
y hablando de la hermosura
todo es una cosa mesma.
En Sevilla, pues, y en una
noche azulada de aquéllas
en que la luna derrama
tranquila claridad trémula,
y en lo cóncavo del aire
resplandecen las estrellas,
y más allá con más brillo
los luceros reverberan;
en una de aquellas noches
en que todo se presenta
blanco, pacífico, hermoso,
y que la mente embelesa,
y los sentidos embriaga
y el corazón enajena;
noche de aventuras propia
en mil trescientos sesenta
(edad en que esto pasaba,
si mi memoria no yerra),
por la calle de la Sierpe,
media noche siendo apenas,
dos hombres en la ancha plaza
con prisa y silencio se entran.
Largas capas les envuelven,
no porque precisas sean,
sino porque bien les cubran
de las personas las señas.
Por el lado de la sombra,
punta a punta la atraviesan
de la calle de la Sierpe
hasta la calle de Génova,
y el bulto de sus espadas,
que bajo la capa llevan,
las plumas de sus birretes
y el rumor de sus espuelas,
por hidalgos les acusan,
por más que entrambos se empeñan
en pasar como personas
de común raza plebeya.
Al fin cuando ya contaban
tomar una callejuela
que al alcázar los llevase
sin pasar frente a la iglesia,
paróse el más alto de ellos,
diciendo: «¿Qué sombra es ésa
que tras el pilar se oculta,
Benavides? Yo dijera
que es un hombre». Y Benavides,
al que pregunta contesta
«Llegad, señor, sin cuidado,
que ya imagino quién sea,
y hará paso al conocerme,
que es hombre que me respeta,
porque me debe favores
e hicimos juntos la guerra».
Siguió andando Benavides;
siguió el otro, por respuesta
dándole sólo el silencio
que satisfacerle muestra,
y frente al hombre llegando
que junto al pilar espera,
mostrándose Benavides,
dejó franca la carrera.
«Dios te guarde, Andrés», le dijo
el que va, pasando cerca.
«Buenas noches» dijo el hombre,
saludando con llaneza:
y pasaron los hidalgos,
y siguió el otro en su espera.
Y, entre los dos que se van
por la oscura callejuela,
conversación en voz baja
se entabló de esta manera:
«¿Quién es ese hombre?
—Un soldado
que entró poco hace en la regla
de San Francisco, cansado
del servicio y de la guerra.
—¿Y por qué precisamente
en tal ocasión lo deja,
pudiendo darle fortunas
estos tiempos de revueltas?
—Dice que al rey don Alonso
sirvió de grado, y por fuerza
no quiere servir a nadie.
—Ya entiendo.
—Señor...
—Le lleva
la opinión del vulgo necio,
que mal de don Pedro piensa.
—Ya veis, señor, pues al claustro
se acoge, con su conciencia
se lo habrá mirado bien.
—Y a tales horas, ¿qué espera,
solo en mitad de la plaza,
sin el traje de su regia?
—Señor, es historia larga.
—Tal cual es quiero saberla.
—Son cosas qué—importan poco.
—A mí todo me interesa;
decid, pues.
—Pues escuchad.
Ya sabéis que representan
al Rey los monjes franciscos,
que habiendo en su casa mesma
un manantial necesario
para el buen servicio de ella,
el derecho a los vecinos
se les quite de que puedan
servirse de él en su daño,
porque sin agua les dejan.
Los vecinos, como tienen
aquella fuente más cerca,
para tomarla a su gusto
su viejo derecho alegan.
—Y tienen razón, y el Rey
se la da.
—Por esa muestra
de su Real benignidad,
de los vecinos se aumenta
la osadía, y de los monjes
el trabajo y la impaciencia.
De aquí nacen las hablillas,
las voces y las quimeras;
los vecinos a los monjes
tal vez obligar intentan
a que de noche y de día
les tengan franca la puerta.
Los monjes quieren cerrarla
como lo manda su regla,
y esto ocasiona denuestos
y escandalosas pendencias.
Los vecinos traen soldados,
gente de su parentela;
los frailes sacan domésticos
y deudos que los defiendan;
y como ven que su Rey
lo que le piden les niega,
los del pueblo cobran bríos,
y los frailes se exasperan.
Esto duró hasta que Andrés,
hombre a quien nada amedrenta,
hombre que usa de las armas
con asombrosa destreza,
con sus escrúpulos dando
de una sola vez en tierra,
asió su espada saliendo
de los suyos en defensa.
Burlábanse al principio,
mas él se ha dado tal priesa
en asentar cintarazos
con tal fortuna y destreza,
que del manantial los monjes
son dueños a la hora de ésta.
—¿Tan bizarro es ese Andrés?
—Tan bizarro y tan a prueba,
que él solo guarda la plaza
y ninguno se le acerca.
—El miedo de los villanos
es quien su valor pondera.
—De quien queráis informaos;
veréis que nadie lo niega.
Es hombre que, si le dicen
que una calle por apuesta,
guarde una noche, es seguro
que nadie pasa por ella.
—¿Y no hay justicia en Sevilla,
un hombre que le contenga?
—Ya veis, se acoge a sagrado,
y los bravos le respetan.»
Murmuró el que preguntaba
unas palabras inciertas,
que expiraron en murmullo
cual pronunciadas apenas.
Y como a un postigo oculto
que da al alcázar se llegan,
callaron ambos a dos,
llamando a espacio a la puerta.
Abrióles un pajecillo,
y entrando los dos por ella,
quedó el silencio en el aire
y en soledad la plazuela.


Está la siguiente noche
tocando en la misma flora,
y desde el cenit vertiendo
la luna luz melancólica.
Ni una ráfaga de viento
la soledad silenciosa
interrumpe, ni una nube
del cielo el azul entolda.
Toda Sevilla es silencio,
reposa Sevilla toda,
que duerme al son que la arrullan
del Guadalquivir las ondas.
Apenas de tarde en tarde
atraviesa una persona
las calles a largos pasos,
o en una reja se aposta.
Y los grandes edificios
que la extensa plaza forman,
sobre el suelo de la plaza
tienden su gigante sombra.
En un pilar apoyado
de una callejuela angosta,
por do un largo pasadizo
en la plaza desemboca,
hay un hombre que está en vela,
y a quien la noche medrosa
presta contornos fantásticos
y faz amenazadora.
Inmoble en la oscuridad,
no parecen que le importan
ni el relente de las noches
ni el ver que pasan las horas.
Si espera a alguien, nadie acude
a la cita misteriosa;
si aguarda algún hora fija,
su venida fue bien pronta.
Frente por frente al convento
de San Francisco se aposta,
cuya puerta se ve franca
como abandonada y sola.
¿Es que aquel hombre la guarda,
o es que en acecho la ronda?
Porque él la guarda o la acecha
con una intención incógnita.
En esto la plaza adentro,
por la calle de la Sierpe
un hombre desembocando,
a largos pasos se mete.
Un solo punto los ojos
en su derredor revuelve,
y viendo al hombre que aguarda,
vase a él rápidamente,
el sombrero hasta las cejas
y el embozo hasta los dientes.
Llegó al que esperaba, y plática
entablaron de esta suerte:
«—¡Andrés!
—¿Quién me llama?
—Un hombre.
—¿Me conoce?
—Sí
—¿Qué quiere?
—Que tenga para tu aljibe
un privilegio mi gente.
Me han dicho que tú tan sólo
a tu convento defiendes,
y que cejan los villanos
y la canalla te teme.
—Y te han dicho la verdad.
—Por eso precisamente
he venido aquí esta noche,
por si al cabo empacho tienes
en dejarme hacer de día
lo que de noche no entiende
ninguno en el barrio.
—Hidalgo,
si eso trae, errado viene;
todos han de tomar agua,
o nadie absolutamente.
—¿Conque contra el Rey te opones,
que lo contrario te advierte?
—Yo contra el Rey no me opongo,
mas cuido mis intereses;
y pues por ellos no cuidan,
siendo inútiles, sus leyes,
hombre a hombre, y fuerza a fuerza,
aquí has de encontrarme siempre.
Será injusticia y escándalo,
será cuanto se quisiere;
mas, a quien osados cargan,
necio es, si no se defiende.
—Hazlo, pues.
—Enhorabuena,
hidalgo, y tened presente
que habéis venido a buscarme.
—Menos hablar y defiéndete.»
Y esto diciendo uno y otro
a cuchilladas se meten
con tanto brío que chispas
de las espadas encienden.
El caballero le carga
tan fiera y bizarramente,
que el hacerle cara el otro,
hasta milagro parece.
Dan, vuelven, paran, reciben;
ni uno ceja ni otro cede;
Andrés con calma y acierto,
el otro como una sierpe:
mas es inútil, el monje
es tan diestro y es tan fuerte,
que aunque es el hidalgo un hombre
que como un tigre revuelve,
y cuyo brazo muy pocos
a resistirle se atreven,
de poco o nada le sirven
lo que sabe y lo que puede.
Al fin, el monje, mirando
que el intento con que viene
es tal, que mucho peligra
si no se concluye en breve,
lanzóle tal multitud
de tajos y de reveses,
que el otro cejó seis pasos,
diciendo: «¡Demonio, tente!»
Túvose Andrés, y el incógnito,
la mano franca tendiéndole,
dijo: «Lo que quieras pídeme,
que todo te lo mereces.
—Yo nada de vos espero.
¿Qué podéis vos ofrecerme?
—A todo por tu valor,
el rey don Pedro se ofrece.
—Señor —exclamó el buen monje
ante sus plantas rindiéndose—,
perdonad si estuve osado...
—Andrés, obraste valiente;
concédote lo que quieras,
para que de mí te acuerdes.
—Señor, de nuestra agua os pido
la propiedad solamente.
—Desde esta noche a los monjes
anuncia que la poseen.»
Y tomando el rey don Pedro
por el callejón de enfrente,
volvióse al convento el fraile,
agradecido y alegre.