Una aventura amorosa del padre Chuecas


Una aventura amorosa del padre Chuecas editar

I

Sí, señor ¿Y por qué no he de contar aventuras de un fraile que si pecó, murió arrepentido y como bueno? Vamos a ver, ¿por qué?

Vaya. ¡Pues no faltaba más! Coronista soy, y allá donde pesco una agudeza, a plaza la saco; que en mi derecho estoy y no cobro alcabala para ejercerlo.

Dejo para otros ingenios la tarea de escribir la biografía del padre Chuecas, que, ni abundo en datos ni en voluntad por ahora. Sin embargo, consignaré lo poco que sobre su vida he alcanzado a sacar en limpio de los apuntamientos que existen en el archivo de los padres seráficos.

Fray Mateo Chuecas y Espinosa nació en Lima el 20 de septiembre de 1788, y vistió el hábito de novicio el 8 de julio de 1802. A los diez y ocho años de edad era tenido por uno de los primeros latinistas de Lima, y manejaba el hexámetro y el pentámetro con el mismo desenfado que el mejor de los poetas clásicos del Lacio.

Desgraciadamente, desde los claustros del noviciado, empezó a revelar, con la frecuencia de sus escapatorias escalando muros, tendencia al libertinaje.

Apenas ordenado de subdiácono, hizo tales locuras que el provincial, por vía de castigo, tuvo que enviarlo a las misiones de la montaña, donde en una ocasión salvó milagrosamente de ser destrozado por un tigre y en otra de ahogarse en el Amazonas.

Regresó a su convento algo reformado en costumbres, recibió la orden del sacerdocio, y durante el primer año desempeñó el cargo de maestro do novicios; pero cansose pronto de la vida austera y se lanzó a dar escándalo por mayor.

La sociedad que él prefería era la de los militares, lo que prueba que su paternidad había equivocado la vocación.

Del padre Chuecas podía decirse lo que el tirano Lope de Aguirre, refiriéndose a los frailes del Perú en 1560, consigna en la célebre carta que dirigió al rey Felipe II: La vida de los frailes es tan áspera, que cada uno tiene por cilicio y penitencia una docena de mozas.

Jugador impertérrito y libertino como un Tenorio, encontrábase rara vez en su convento y con frecuencia en los garitos y lupanares. Manejaba la daga y el puñal con la destreza y agilidad de un maestro de armas; y cuando en una jarana se armaba pendencia y él estaba en copas, no escapaban de puñalada recia y corte limpio ni las cuerdas de la guitarra.

Gran parte del año la pasaba el padre Chuecas recluso por mandato de sus superiores en la Recolección de los descalzos. Entonces consagrábase al estudio y robustecía su reputación de profundo teólogo y no eximio humanista. Él, que por su talento e ilustración era digno de merecer las consideraciones sociales y de aspirar a los primeros cargos en su comunidad, prefirió conquistarse renombre de libertino; pues tan luego como era puesto en libertad, volvía con nuevos bríos a las antiguas mañas. La moral era para Chuecas otra tela de Penélope; pues si avanzaba algo en el buen camino durante los meses de encierro, lo desandaba al poner la planta en los barrios alegres de la ciudad.

El que esto escribe conoció al padre Chuecas (ya bastante duro de cocer, pues frisaba en los sesenta) allá por los años de 1860. El franciscano no era ya ni sombra de lo que la fama vocinglera contaba de él. Casi ciego, apenas si salía de su celda; y gustaba conversar sobre literatura clásica, en la que era sólidamente conocedor. Evitaba hablar de los versos que hablar escrito, y hurgado un día por nuestra entonces juvenil cháchara, nos dijo: «Las musas, y las mozas fueron mi diablo y mi flaco: hoy las abomino y hago la cruz: basta de escándalo». El padre Chuecas estaba en la época del arrepentimiento y de la penitencia: había condenado a la hoguera sus versos latinos y castellanos. Debímosle el obsequio de un libro, ingenioso por la abundancia de retruécanos, titulado Vida de San Benito escrita en seguidillas. Recordamos que el poeta autor del libro se apellidaba Benegassi Luján, y que las seguidillas, que excedían de trescientas, nos parecieron muy graciosas y muy bien ejecutadas.

Fue el padre Chuecas quien nos contó que para, catequizar a un curaca salvaje, lo llevaron a una capilla en momentos de celebrase misa, y concluida ésta le preguntaron que le había parecido la misa.

-Tiene de todo su poquito -contestó el curaca-. Su poquito de comer, su poquito de beber y su poquito de dormir.

Las producciones del padre Chuecas se han perdido, y apenas si algunas de sus chispeantes letrillas se conservan en listines de toros, en la memoria del pueblo o en el archivo de tal cual aficionado a antiguallas. Ocho o diez de sus composiciones religiosas existen manuscritas en poder de un franciscano.

En nuestro archivo particular conservamos autógrafa la siguiente glosa, bellísima bajo varios conceptos:

    «En esta vida prestada,
 que es de la ciencia la llave,
 quien sabe salvarse, sabe,
 y el que no, no sabe nada.
    ¿Qué se hicieron de Sansón
 las fuerzas que en sí mantuvo,
 y la belleza que tuvo
 aquel soberbio Absalón?
 ¿La ciencia de Salomón
 no es de todos alabada?
 ¿Dónde está depositada?
 ¿Qué se hizo? ¡Ya no parece!
 Luego nada permanece
 en esta vida prestada.
    De Aristóteles la ciencia.
 del gran Platón el saber,
 ¿qué es lo que han venido a ser?
 ¡Pura apariencia! ¡Apariencia!
 Sólo en Dios hay suficiencia;
 sólo Dios todo lo sabe;
 nadie en el mundo se alabe
 ignorante de su fin.
 Así lo dice Agustín,
 que es de la ciencia la llave.
    Todos los sabios quisieron
 ser grandes en el saber;
 que lo fueron, no hay que hacer,
 según ellos se creyeron.
 Quizás muchos se perdieron
 por no ir en segura nave,
 camino inseguro y grave
 si en Dios no fundan su ciencia,
 pues me dice la experiencia
 quien sabe salvarse, sabe.
    Si no se apoya el saber
 en la tranquila conciencia,
 de nada sirve la ciencia
 condenada a perecer.
 Sólo el que sabe obtener,
 por una vida arreglada
 un asiento en la morada
 de la celestial Sión,
 sabe más que Salomón,
 y el que no, no sabe nada».

El autor de un bonito y espiritual artículo, que con el título Bohemia literaria apareció en un almanaque para 1878, dice: «¡Aquí está el padre Chuecas! Y un murmullo de contento y admiración recorría el círculo de color honesto que formaba una jarana. Y tenían razón. Nadie como el padre Chuecas sabía improvisar esos sencillos y elocuentes cantares, que son el lenguaje con que expresa el pueblo su pasión amorosa. Sus canciones animaban en el acto la tambarria, y repetidas a golpe de caja, arpa y guitarra por los concurrentes, pasaban a todos los arrabales de Lima. Tenía algunos puntos de contacto con el célebre cura que pinta Espronceda en su Diablo-Mundo, y sus consejos, que no escaseaba a los poetas populares, tenían gran analogía con los que daba el padre de la Salada al imberbe Adán».

El padre Chuecas, si la memoria no nos engaña, vivió hasta 1868, poco más o menos. Su muerte fue tan penitente como licenciosa había sido su juventud.

Todavía existe en el convento de los descalzos un fresco, de pobre pincel, representando a Cristo sentado en un banquillo y apoyado el codo sobre una mesa. Debajo se lee esta redondilla del padre Chuecas:

    «El verme así no te asombre,
 porque es mi amor tan sin par,
 que aquí me he puesto a pensar
 si hay más que hacer por el hombre».


Pasemos a la tradición, ya que a grandes rasgos queda dibujado el protagonista.


II

Por los tiempos en que el padre Chuecas andaba tras la flor del berro y parodiando en lo conquistador a Hernán Cortés, vivía en la calle de Malambo una mocita, de medio pelo y todavía en estado de merecer. De ella podía decirse:

     «Mal hizo en tenerte sola
 la gran perra de su madre;
 preciosuras como tú
 se deben tener a pares».


Llamábase la chica Nieves Frías, y no me digan que invento nombre y apellido, pues hay mucha gente que conoció a la individua, y a su testimonio apelo. Su paternidad el franciscano bailaba el Agua de nieve por adueñarse del corazón de la muchacha, y en vía de cantar victoria estaba, cuando se le atravesó en la empresa un argentino, traficante en mulas, hombre burdo, pero muy provisto de monedas.

Llegó el cumpleaños de Nieves Frías, que era bonita como una pascua de flores, y como era consiguiente hubo bodorrio en la casa y zamacueca borrascosa.

Habíanse ya trasegado a los estómagos muchas botellas del buscapleitos, cuando antojósele a la vieja, que viejas son pedigüeñas, pedir que brindase el padre Chuecas.

-Eso es, que diga algo fray Mateo -exclamaron en coro las muchachas, que gustan siempre de oír palabritas de almíbar.

-¡Acurrucutú manteca! añadió haciendo piruetas un mocito de la hebra-. Y que brinde con pie forzado.

-¡Sí!¡Sí! ¡Que brinde! ¡Que le den el pie! -gritaron hombres y mujeres.

El padre Chuecas, sin hacerse de rogar, se sirvió una copa y pidió el pie forzado. La madre de la niña, que por aquello de dádivas quebrantan peñas, favorecía las pretensiones del ricachón argentino, dijo:

-Padre, tome este pie: Córdoba del Tucumán.

El franciscano se paró delante de la Dulcinea y dijo con clara entonación:

 «Brindo, preciosa doncella,
 porque en tus pómulos rojos,
 jamás contemplen mis ojos
 de las lágrimas la huella.
 Brindo, en fin, porque tu estrella
 que atrae como el imán
 a tanto y tanto galán
 que se embelesa en tu cara,
 nunca brille alegre para
 Córdoba del Tucumán».

Un aplauso estrepitoso acogió la bien repiqueteada décima, y el satirizado pretendiente, aunque tragando saliva, tuvo que sonreír y dar un ¡bravo! al improvisador. Llegole turno de brindar, y quiso también echarla de poeta o payador gaucho con esta redondilla o quisicosa sin rima ni medida, pero de muy explícito concepto:

 «Brindo por el bien que adoro,
 y para que sepan todos
 que el amor se hizo para los hombres,
 y para los frailes se hizo el coro».

Ello no era verso, ni con mucho, pero era una banderilla de fuego sobre el cerviguillo de Chuecas. Éste no aguantó la púa y corcoveó en el acto:

    «Cordobés infelice que al Parnaso,
 por numen chabacano conducido,
 pretendiste ascender... ¡detente, huaso!
 no profanes sus cumbres atrevido,
 advierte que la lira no es el lazo;
 pues, quizá temerario has presumido
 que son las Musas, a las que haces guerra,
 las mulas que amansabas en tu tierra»,

Una carcajada general y un ¡viva el padre! contestaron a la valiente octava. El argentino perdió los estribos de la sangre fría, y desenfundando el alfiler o limpiadientes, se fue sobre el fraile, quien esperaba la embestida daga en mano. Armose la marimorena: chillaron las mujeres y arremolináronse los hombres. Por fortuna la policía acudió a tiempo para impedir que los adversarios se abriesen ojales en el pellejo y los condujo a chirona.

El padre Chuecas pasó seis meses de destierro en Huaraz. A su regreso supo que la paloma había emprendido vuelo a Córdoba de Tucumán.