Un voluntario realista/XV
XV
Llegó de noche a la ciudad y se apeó en casa de Mosén Crispí. Al día siguiente los pocos hombres de armas que guarnecían la ciudad le recibieron con simpatía, mostrándose dispuestos a obedecer al sedicioso, por cierta inclinación instintiva que tenían todos ellos a la anarquía.
-¿Qué órdenes tenéis? -les dijo.
-Nada más que vigilar a los pocos presos que están en el Ayuntamiento y alojar a las facciones de Aragón y Navarra que llegarán dentro de dos días.
-Pues es preciso hacer todo lo contrario -afirmó Pepet gozando extremadamente en la rebeldía-, es preciso soltar a los presos y no preparar alojamiento alguno a esa nueva canalla que ha de venir.
En la mañana del 30 de Setiembre fueron puestos en libertad los presos, siendo los primeros que vieron la luz del día D. Pedro Guimaraens y D. Jaime Servet. En cuanto al borracho de Mañas que tenía en Solsona una sombra de autoridad, harto beneficio le hacían en no ahorcarle. El vino acabaría con él.
Llenos de alarma y susto estaban los solsoneses al ver que nadie mandaba en la ciudad, porque Tilín no se dejaba ver en sitios públicos, ni cuidaba de nada, ni impedía que unos cuantos desalmados cometiesen desafueros y maldades. También las monjas se asustaron, y cuando Tilín fue a visitar a la madre abadesa en el locutorio, esta le echó un sermón por su mala conducta. El antiguo sacristán estuvo luego tres días sin repetir su visita, y rara vez se le veía en las calles de la ciudad.
Excusado es decir que Sor Teodora de Aransis que había sentido vivísimo contento por la ausencia del dragón, se asustó mucho cuando tuvo conocimiento de su llegada.
Puesto que esta ilustre señora nos ha de ocupar bastante en el curso de la historia presente, convendrá que como complemento de las amplias noticias que se han de dar, de su vida y de su carácter, mencionemos también lo que la rodeaban. De los objetos materiales que acompañan a la persona, sirviéndole como de marco, el que siempre ofrece más interés es la vivienda; y la vivienda de Sor Teodora es digna de preferente atención.
Desde aquel infausto día de Setiembre de 1810, cuyo recuerdo, a pesar del lento paso de los años, no se había borrado aún de la memoria de la madre Montserrat, la casa de San Salomó horriblemente profanada por los franceses, había recibido varias reparaciones; pero el ala occidental del claustro continuaba en el suelo. En la parte alta de dicha ala, formada por una fila de doce celdas, había una gran solución de continuidad debida a la desaparición de cuatro celdas, de modo que quedaban cinco unidas al cuerpo central del edificio y tres aisladas en el extremo de la crujía. En la solución de continuidad subsistía parte de las paredes, el techo era nulo, las puertas estaban tapiadas, la galería de unión estaba reparada y era perfectamente practicable. Disputas y cuestiones entre las monjas sobre los fondos del convento habían impedido reedificar la parte demolida, y tan sólo se habían hecho las obras de albañilería necesarias para que la destrucción no fuese a mayores. A las tres celdas que habían quedado solas al extremo del ala, dieron las madres un nombre muy propio; las llamaban la Isla, y en ellas moraban dos religiosas. La tercera celda, muy pequeña y casi inhabitable, servía de despensa a entrambas señoras. Una de las monjas que habitaban la Isla era Sor Teodora de Aransis. En la época de nuestra historia era la única, porque su compañera había muerto.
El monasterio constaba: de un cuerpo de edificio pegado a la iglesia, y de dos alas paralelas que partían en ángulo recto y en dirección de Sur a Norte. Separábalas el rectángulo del claustro. El centro y ala de Oriente hallábanse intactos. El ala de Occidente era la que tenía la solución de continuidad y la Isla. El claustro que resultaba de estas tres construcciones, estaba cerrado al Norte por el piso inferior que contenía el refectorio nuevo: en el superior hallábase abierto y un gran tejado servía de punto de unión impracticable a los extremos de las alas.
Diferentes veces dijo la madre abadesa a Sor Teodora de Aransis que mudase de habitación, para que no viviera sola en aquel apartado sitio; pero ella sin rechazar la idea, hizo propósito de permanecer allí durante el estío, por razón de la frescura que en aquella parte del convento se disfrutaba. La celda tenía su puerta hacia la galería del claustro, una pequeña reja al Poniente y otra grande al Norte, sobre la huerta, cuya frondosidad embelesaba el sentido en noches de verano. Desde aquellas rejas que distaban poco de la gran tapia del convento, se veían las murallas de la ciudad, sólo separadas de este por la tortuosa calle de los Codos, la puerta del Travesat y parte de la campiña y de las montañas.
Interiormente era la celda un lugar sosegado y delicioso por el dulce silencio que en él reinaba a causa de su alejamiento del centro del edificio. Perfecto orden reinaba allí, así como la pulcritud más refinada, no siendo la austeridad tan excesiva que convidase al ascetismo, ni tanta la pobreza que inspirase un vivo anhelo de ser santo. Por el contrario, Sor Teodora tenía en su morada varios objetos primorosos que había traído de su casa, entre los cuales descollaban algunos vasos y jarros de plata, una alacena de talla que habría honrado a cualquier museo y un tapiz, obra de sus hábiles manos, que hubiera caído maravillosamente en el gabinete de una dama del siglo. Dos o tres pinturas del mejor gusto, algunas imágenes de madera que no lo eran tanto, tres docenas de libros, muchísimas flores contrahechas que casi competían con las verdaderas, completaban el ajuar.
Como la regla mandaba que las monjas no tuvieran cama sino un solo colchón puesto sobre el suelo, el lecho de Sor Teodora, como el de todas las monjas de San Salomó y el de muchas monjas que hoy existen en Madrid y provincias, era un inmenso colchón de tres pies de alto. Véase aquí cómo interpretando la regla por la manera más ingeniosa y burlándola en realidad, convertían las monjas la mortificación en comodidad, y la pobreza en el refinamiento del bienestar.
Ciertamente convidaba a una vida regalada y tranquila, tal como pueden desearla los egoístas más empedernidos, aquel dulce retiro que tenía las ventajas del aislamiento, del silencio, de la calma unidas a las comodidades de una dorada medianía. Pocos habrá que no tengan la abnegación de ser pobres, austeros y recogidos en una cueva de tal naturaleza, donde no puede llamarse virtud el apartamiento del mundo. Había allí cierta elegancia unida al aseo más grato; había delicado olor de flores, que no sabemos si es parecido al que los beatos llaman olor de santidad.
Recogiose Sor Teodora en su apacible nido después de cerrar la puerta, no con llave ni cerrojo, porque las celdas de los conventos no tenían entonces aquellas seguridades, reputadas inútiles, sino simplemente con un picaporte que lo mismo podría abrirse por fuera que por dentro. Encendió su lámpara, tomó un libro y se puso a leer.
Después de leer tranquilamente por espacio de media hora, se puso de rodillas y rezó con fervor y recogimiento. Ya se llevaba las manos a la cabeza para quitarse las tocas, primera de las operaciones precursoras del acostarse, cuando sintió ruido en la puerta. Volviose sobresaltada por no ser costumbre que ninguna monja la visitara de noche, y vio con espanto... ¡Jesús Sacramentado!... parecía un sueño increíble, pero era realidad innegable...,vio a Tilín en persona, con su cuerpo uniformado, su cara morena, sus gruesos labios, sus ojos de fuego, su frente de bronce, sus cabellos duros. El sacristán guerrero mantúvose en la puerta con una especie de timidez feroz, como si ni aun su colosal osadía tuviese la fuerza suficiente para traspasar aquel umbral sagrado. Había atropellado la ley de Dios, abolido su propia conciencia y no obstante se detenía tembloroso ante el pudor y la hermosura, cuyo imponente prestigio llenaba de confusión al miserable.
Sor Teodora no pudo gritar: cayó desfallecida en una silla, cerró los ojos y sus brazos se estiraron trémulos como para apartar un objeto terrible.
-Señora -balbució Tilín dando un paso y cerrando la puerta tras sí- no hay que temer nada de este miserable... no vengo más que a pedir perdón, señora... este miserable...
Procurando dominarse la monja se levantó para salir y pedir socorro. Tilín la detuvo con mano de hierro, y precipitadamente le dijo:
-Si usted llama, vendrán y seré descubierto, y habrá escándalo; mientras que si se calma y me oye un instante, nada más que un instante, me marcharé pronto, la dejaré tranquila para siempre, señora, para siempre.
-No quiero -dijo Sor Teodora, intentando desasirse-. Voy a llamar.
-Por Dios y la Virgen María que a mí me han desamparado, señora, óigame usted. Si usted grita me marcho, y si me voy no sabrá una cosa que le interesa mucho.
-Nada tuyo puede interesarme -exclamó ella ardiendo en ira-. Malvado, te aborrezco.
-Eso al menos es algo -murmuró Tilín con sarcástico gozo-. Yo no vengo sino a pedir perdón y a ver por última vez, por última vez a quien me aborrece.
Se dejó caer de rodillas y besó el suelo.
-Antes de privarme para siempre de ver la luz de mi vida -exclamó con voz ahogada-, he querido besar estos ladrillos. Era un deseo ardiente; no quiero morirme sin satisfacerlo. ¡Besar estos ladrillos! Es lo único que puedo alcanzar. Con poco se contenta el malvado aborrecido.
Absorta y petrificada, la de Aransis permaneció en medio de la celda con los ojos fijos en Pepet y las manos cruzadas. Los elegantes pliegues de su hábito blanco daban a aquella imponente figura belleza y majestad.
-Aquí está el hombre más infeliz del mundo -dijo Tilín, tocando los ladrillos con su frente- aquí está el polvo más vil que Dios tiene en el mundo con forma de hombre. Vilipendiado, aborrecido de todo el mundo, sin gloria, sin honra, sin porvenir, sin ilusión alguna, este miserable no ve ya más que tinieblas y ruinas delante de sí... ruinas y tinieblas.
Miró después a la señora y le pareció más aplacada en su violento enojo.
-¿Y ni siquiera ha de merecer un ligero consuelo en su corazón? ¡Esto es horrible, señora! Los perros son más felices que yo. Soy criminal; pero ya que no puedo verme amado, quiero tener el único placer que me es lícito, el de verme perdonado.
-Sal de aquí al instante -dijo la madre con brío- y te perdono.
-Saldré, señora, saldré -replicó Tilín sin levantarse del suelo-. Mi vida es el infierno. Para comprender mi estado, no imagine usted las llamas y las calderas hirvientes de que hablan los predicadores; eso no basta, eso es frío y descolorido; imagine usted la falta absoluta de esperanzas y de ilusiones, la ruina completa de todo lo que edifica el espíritu... Ese es el infierno en que vivo yo. Mi único alivio será que usted me mire un rato sin ira, que me permita estar aquí y hable conmigo... y me diga, me diga: «Tilín...».
-¡Ni un instante! Malvado sacrílego... demasiadas pruebas te doy de mi bondad, pues que te escucho.
-Un momento pequeño señora; muy poco, muy poco tiempo...
-Nada.
-¡Estoy condenado!
-Condénate cien veces.
-¡Condenado por usted! ¡por usted! ¡por usted!
Y levantando la faz lívida hacia ella, añadió con voz ronca:
-Condenado por ti, monja, que pareces hechicera.
Y se cogió su propia cabeza por los cabellos, como cogería el verdugo la del recién degollado para mostrarla al pueblo.
-¡Condenado por ti! ¡por ti! -repitió ella- por tu execrable maldad y sacrilegio.
-Pues bien, señora, perdón, perdón, yo pido a usted perdón. Pero démelo sin ira, sin enfado, sin repugnancia, con aquella voz dulce y angelical con que me hablaba en mi niñez, con aquel mirar tiernísimo y aquel trato seductor que era mi encanto en tiempos mejores.
-Te perdono, márchate, y no vuelvas más aquí... Huye de mí, demonio del infierno.
La religiosa se cubrió el rostro con muestras de horror, y estremecimientos nerviosos sacudieron su cuerpo.
-¡Ni un momento siquiera! -murmuró Tilín apretándose el corazón.
Miró a la monja y la monja le miró a él. Grande fue la sorpresa de Sor Teodora al ver lágrimas en las atezadas mejillas de aquel hombre que tanto se parecía a un volcán por tener el centro de fuego y el exterior de piedra.
-Te perdono -dijo la madre con lástima, pero siempre con el mismo terror-. Vete, vete, te digo que te vayas. Infame bandido que has escalado los muros de la santa casa, huye de aquí, ¿no temes la maldición de Dios?
-¡Dios!... ¡Dios!... ¿Para qué hablar tanto de él? Mi Dios es otro. Si usted me permite estar un poco más, y contemplarla y referirle mis penas... mis penas que son grandes, atroces...
-No permito nada.
Tilín dio un suspiro y se levantó. Su semblante desconcertado y contraído parecía el semblante de un reo de muerte momentos antes de subir al patíbulo.
-¡Mal rayo! -exclamó con desesperación- ¡que el mundo sea así y no de otro modo! ¡Que existan estas paredes, y estos votos, y estas rejas horribles!
Con fiereza revolvió los ojos por la estancia.
-Adiós, señora -dijo en tono y con ademanes de loco.
Sor Teodora le señaló la puerta.
Acercose Tilín a la monja, retrocedió ella. Acercándose él más y bajando la voz le dijo:
-Antes de llegar los dos al otro mundo, nos veremos. Adiós.
Cuando él salió de la celda, Sor Teodora dio algunos pasos para observar por dónde iba; pero faltáronle las fuerzas consumidas en aquel cuarto de hora de angustias infinitas, y sintiéndose acometida de un desmayo se dejó caer de hinojos, apoyó la frente en la silla y perdió por un instante el conocimiento y el uso de sus claros sentidos.