VII

Al día siguiente Pixola, después de encomiar la acción de Tilín, dijo al señor capellán:

-Me parece que tenemos un hombre. Cuando las madres me lo recomendaron, yo le destiné mentalmente a ranchero, pero me parece que ese caballero del esquilón va a picar un poco alto. Le voy a dar el mando de una compañía. Ahí tiene usted un sacristán que valdrá más que cien obispos.

Las hordas de Pixola eran un conjunto heterogéneo de voluntarios realistas uniformados y procedentes de los cuerpos que se formaran el 24, de soldados desertores, de payeses que se armaban con lo que podían, y de trabucaires o contrabandistas de la Cerdaña y de los valles de Arán y de Andorra. En el improvisado ejército las jerarquías militares iban saliendo de los acontecimientos, de las hazañas individuales y también de las intrigas, que son fruto natural de toda colectividad donde hierven las pequeñas pasiones al lado de las grandes. Así es que el prestigio adquirido en un buen golpe de mano, y la recomendación de personas a quienes se tenía en mucho, bastaron a elevar a Tilín a una categoría semejante a la de teniente. El carnicero le llamó aparte, y agarrándole por un botón de la pechera, como era su costumbre siempre que hablaba con un amigo, hablole así:

-Mira, Tilín, yo voy ahora hacia Balaguer y la Conca de Tremp a recoger las tropas que se están organizando. Tú te vas hacia Pinós, donde hay mucha gente que no ha querido afiliarse. Allí se necesita una mano pesada. Te llevarás cincuenta hombres con el encargo de que has de reclutar doscientos. En ese país hay muchos caballos, no perdones ninguno... Oye otra cosa -añadió reteniéndole por el botón-. También hay mucho dinero, es preciso que recaudes todo lo que puedas. Hombres, dinero, caballos... Abre bien las orejas: hombres, dinero, caballos. Espero que nuestro monago sabrá ayudar esta misa de sangre. Después nos reuniremos en Cardona para ir todos sobre Manresa donde nos espera el general en jefe, Jep dels Estanys... ¡Ah! se me olvidaba otra cosa; si encuentras tropas del gobierno te retiras a la montaña y las dejas pasar.

Con estas instrucciones y sus cincuenta hombres partió Tilín el 8 de Julio en dirección a Clariana y al río Cardoner. Asombró a todos la atinada organización que supo dar a su pequeña hueste, principiando por establecer en ella la más rigurosa disciplina. El segundo día de expedición, dos individuos de malísima estofa que habían sido contratados por Pixola en la raya de Andorra no mostraron gran celo por cumplir una orden que el gran Tilín les diera. Reprendioles este con severidad, pero sin malas palabras ni grosería, y lo mismo fue oír la voz del jefe, rompieron ellos a reír diciéndole que harto hacían en dejarse mandar por un sacristán de monjas y que no se les hurgara mucho porque también ellos sabían repicar campanas. El denodado teniente les mandó fusilar; hubo un momento de vacilación; pero los delincuentes perecieron; y a los disparos que les cortaran la vida siguió ese silencio congojoso de la disciplina que es como el de la muerte. Tenía Tilín un núcleo de diez o doce hombres feroces que le obedecían ciegamente y sobre esta sólida base fundó el orden y la cohesión admirables de su pequeño ejército.

Siempre sereno, atento a su deber, previsor, demostrando gran conocimiento del terreno y un tacto singular para dirigir la marcha, aquel prodigioso monaguillo se parecía a un gran general.

Antes de llegar a Cardona se internaron en la montaña buscando la sierra de Pinós. En todos los caseríos Tilín reclamaba los hombres útiles, y si algunos se le unían de buen grado, otros buscaban refugio en las montañas; pero él supo encontrar en su caletre trazas muy ingeniosas para que la mayor parte no se le escapase. El primer pueblo donde puso en práctica su plan fue San Salvador de Torruella. Hizo que se le presentaran el alcalde y los dos o tres vecinos más acomodados del pueblo; pidioles los mozos útiles desde 20 a 45 años, con más todo caballo, mula o animal cuadrúpedo que sirviese para trasportes de guerra, y por añadidura una suma que concienzudamente fijó en treinta mil reales. Alborotáronse los prohombres, a pesar de su férvido y jamás sospechoso realismo, jurando y perjurando que ni aun vendiéndose al moro todos los vecinos juntarían los treinta mil. En cuanto a mozos todos los del pueblo estaban ya en la evangélica facción, y de cuadrúpedos no había que hablar, porque allí el trabajo de los animales lo hacían los hombres.

Hallábanse durante estas conferencias en un mesón que hay a la entrada del pueblo. Tilín, económico de palabras como todo el que es pródigo en acciones, mandó al alcalde que bajase al patio.

-¡Perdón! -gritó el pobre hombre cayendo de rodillas.

Tilín dio una orden terrible, como quien da un consejo, y el alcalde fue fusilado. Igual suerte habrían sufrido los otros caciques si al punto no acudieran los vecinos con todo el dinero que tenían y seis caballos, presentándose además catorce hombres que antes de la cruel sentencia y suplicio del alcalde andaban escondidos en pajares y desvanes.

En Prades tuvo mejor acogida. El alcalde salió vara en mano a recibirle y denunció la existencia en el pueblo de dos sargentos indefinidos y de cuatro liberales que a todas horas hablaban mal de Sus Majestades y de la Religión. Sin atender a estas menudencias, Tilín pidió lo de siempre, dinero, armas, hombres, caballos. Hablósele de un rico que tenía cinco hijos útiles, muchos ahorros, dos pares de mulas, seis escopetas de caza y un pedazo de cañón de los que se cogieron a los franceses en el Bruch. Tilín mandó visitar la casa del rico y pudo allegar la mitad de aquellos tesoros, despreciando el medio cañón que era de un valor puramente arqueológico. Los frailes salieron a recibirle en comunidad y poco faltó para que salieran también con palio; le abrazaron, obsequiándole con gran mesa; pero él se mostró sobrio y discreto. Por la tarde y delante de la misma puerta del convento arcabuceó a dos reclutas que se le habían querido escapar. En Quadrells fueron cinco las víctimas; pero ya los mozos recogidos ascendían a ochenta, siendo menos de la mitad los recogidos por fuerza: los demás se filiaban voluntariamente por entusiasmo o por vagancia o por miedo. El dinero recaudado se elevaba a diez mil duros y las armas formaban un arsenal respetable aunque heterogéneo. En caballos y mulas habían juntado lo bastante para organizar un pequeño escuadrón.

En Torá hubo conatos sediciosos porque algunos descontentos quisieron separarse de la cuadrilla incitados por un voluntario de Berga que era al modo de alférez. Tilín cortó la conspiración mandando arcabucear a siete, y a un bendito y chismoso lego de San Francisco que le acompañaba con hábito y sable hízole obsequio de cincuenta palos por no haber dado cuenta de la trama que conocía desde sus principios. Respetado y temido, Tilín avanzaba en su empresa y fue terror de los pueblos y brazo potente de la insurrección en aquella agreste comarca, donde reclutaba zorros para hacer de ellos leones.

Al salir de Torá sus espías le dijeron que una fuerza del ejército bajaba por la carretera de Manresa. Se la había visto el día anterior en Fals y parece que seguiría en dirección a Castelfullit. Al punto ambicionó ardientemente el monago sorprender aquella fuerza, cualquiera que fuese su importancia, y concebir un plan y dar las primeras órdenes para su inmediata ejecución fue todo uno. Hermosísima noche le favorecía. Avanzó con buenos guías delante de sus tropas para hacerse cargo del terreno y pagó a peso de oro el espionaje, en lo cual le favorecía la adhesión del país a una causa propagada al calor del fanatismo religioso; apostó sus tropas convenientemente después de obligarlas a una marcha titánica en seis horas por sierras y vericuetos; repartió palos a los morosos, fusiló a los díscolos, recompensó a los valientes, avanzó, acechó, olfateó, inquirió el rastro del enemigo con ese instinto felicísimo del guerrillero que es la desesperación de la estrategia, y antes de que amaneciera el día 20 de Julio cayó como una lluvia de verano sobre las tropas del coronel Roda (división de Carratalá), que recorrían la carretera de Cataluña para intimidar a los pueblos y desarmar a los voluntarios. Tres batallones y cuarenta caballos componían aquella fuerza que fue materialmente destrozada y hecha trizas por un sacristán ávido de los laureles de Viriato. Había dado orden a sus guerrilleros de que no perdonaran a nadie. El estrago fue inmenso, la lucha breve y sangrienta, el gozo de Tilín delirante. Dispersose la mitad de los soldados por la vertiente de Montserrat; muchos perecieron batiéndose con ardor; cincuenta quedaron prisioneros con treinta y dos caballos y gran número de armas.

Era aquélla la primera victoria formal del águila que había tenido por nido una sacristía y por plumaje una sotana. Pero él miró su triunfo como hombre acostumbrado a saborearlos y se apresuró a tomar las medidas necesarias para hacerlo más fructífero. Sin dar descanso a su gente recorrió los pueblos de la carretera hasta cerca de Cervera. Calaf, Vilamajor, Montfalcó, Rabasa le vieron dentro de sus muros y de grado o a regañadientes diéronle cuanto se le antojó pedir. Los mozos ingresaban con gusto, porque ya los frailes habían hecho su papel y tenían soliviantado al país; no así el dinero, para cuya percepción necesitaba Tilín emplear argumentos un poco fuertes y hablar con los fusiles de sus bárbaros soldados. Ovaciones y plácemes tuvo el héroe, y allí eran de ver cómo le ensalzaban los frailes y le mandaban golosinas las monjas, y le predecían todos magnífico porvenir y fama no menos grande que la de los más esclarecidos guerreros de la cristiandad.

No quiso llegar a Cervera, y retrocediendo volvió a internarse en Pinós para de allí pasar a la cuenca del Cardoner y marchar a Cardona donde esperaba recibir nuevas órdenes de Pixola. Había recogido doscientos hombres, más de quince mil duros, muchas armas y ochenta caballos. Por el camino instruía y armaba su nueva gente, aumentaba y organizaba un escuadrón. Satisfecho de tantos y tan rápidos triunfos y comprendiendo por estos y por la magnitud de su suerte que merecía ser coronel, pensó darse a sí mismo este grado; mas la modestia habló en su alma, y contentose con ser comandante por el momento. Lo hizo extendiendo un oficio en que textualmente decía: «En atención a mis eminentes servicios a la causa de la Religión y del Trono absoluto, vengo en nombrarme comandante de los ejércitos de la Fe».

Revolviendo en su titánica mente estos y otros altos pensamientos, decía para sí:

-¡Rabo y uñas de Lucifer! Si Pixola no me reconoce el grado... le fusilaré.