Un voluntario realista/III
III
Pepet se curó por completo. Pasaron años y el muchacho crecía, y en el convento se desarrollaba placentera y sosegada la vida de las monjas. Con los años fue desplegando Armengol tan buenas aptitudes para aquel edificante servicio, que al fin quedose solo y despidieron como inútil a su maestro fray Tinieblas, de Nuestra Señora del Claustro.
Fiel a sus deberes, respetuoso con las madres, puntual en las ocasiones, riguroso con los fieles, fanático por la religión, Pepet era un modelo de sacristanes. Su carácter adusto y reconcentrado, su trato más bien taciturno que amable, la aspereza de sus palabras no eran realmente defectos en aquel difícil puesto. Su formalidad era objeto de grandes alabanzas, y había olvidado los ruidosos juegos de su infancia. Jamás se le vio en tabernas ni en sitios malos, ni gastó palabras en disputas, ni dinero en francachelas, ni el tiempo en cosas frívolas, ajenas al cuidado y custodia de su querida iglesia. De esta manera llegó a los diez y ocho años, siendo su salud perfecta, su vida triste y metódica, su castidad absoluta.
Era Pepet de cuerpo más bien pequeño que mediano, de enjutas carnes, complexión acerada y movimientos fáciles. Su rostro no tenía gracia alguna, a no ser la fijeza y vivacidad de la mirada, la cual, dotada de gran potencia, distinguía los objetos más lejanos con tanta seguridad que antes parecía adivinarlos que verlos. Sus cejas eran corridas y juntas, formando un ceño poco apacible y que a veces infundía miedo. Tenía la tez terrosa, los labios gruesos, buenos dientes, la barba rayada por una cicatriz que ganó en río Negro, la frente ancha y rodeada de cabellos negros y duros como crines. Su cuerpo de una agilidad pasmosa no conocía dificultades para subir, encaramarse, deslizarse, saltar, escabullirse, doblarse y hacer los más estupendos equilibrios, como no sin susto podían observar todos los años las señoras monjas cuando se armaba monumento.
A los diez y ocho años ganó Armengol el nombre que puso en olvido el que le dieran en el bautismo. Fue este culminante suceso del modo siguiente. Ya se sabe que desde aquella feroz acometida que dieron los franceses de Napoleón al convento en 1810, perdió este muchas cosas preciosísimas que en diversos órdenes atesoraba: en este número de joyas perdidas y jamás recobradas estaban las campanas. No tenía, pues, San Salomó en tiempo de Pepet Armengol más que un menguado esquilón que servía para dar los toques canónicos, llamar a misa y echar de tiempo en tiempo algún repiqueteo que era objeto de punzantes bromas en todo Solsona. «Ya suena el almirez de las madres», decían, o bien: «Hoy tienen fiesta las monjas cascabeleras». Un día que pasaba Pepet por la plaza, una mujer le dijo: «Adiós, señor Tilín».
Y desde aquel día cuando el joven iba solo y meditabundo como de costumbre por la calle de la Sombra, los chicos, escondiéndose detrás de una esquina y asomando la carilla burlona, gritaban: ¡Tilín, Tilín!, y apretaban a correr en seguida para librar sus nalgas de la venganza del ofendido.
No se sabe cuál es la misteriosa ley que divulga los nombres postizos y los fija y los esculpe y les da una perpetuidad que en vano pretenden las sentencias más graves de los filósofos. No se sabe cómo fue; pero ello es cierto que desde entonces Pepet Armengol no tuvo otro nombre que Tilín, y Tilín se llamó toda su vida.
No se sabe tampoco cómo penetran en los conventos las noticias, las novedades y aun las hablillas y picardihuelas del mundo; pero es lo cierto que penetran, sí, en aquellos santuarios de recogimiento y ascetismo, porque para la atmósfera moral como para la física no se conocen puertas. Una tarde detuvo a Pepet en el claustro la madre Teodora de Aransis, a quien él tributaba desde su enfermedad culto ardentísimo de gratitud y admiración. Sonriendo le dijo la buena religiosa:
-Tilín, dame un poco de cera para pegar unas flores. ¿Qué haces, Tilín?... ¿No oyes lo que te digo?... Anda pronto, Tilín.
Desde este momento Pepet se resignó con su nuevo bautismo.
El capellán de San Salomó, hombre instruido y amigo de las letras, había puesto particular cariño a su acólito y quiso enderezarle por el camino de la iglesia docente. La tentativa no tuvo resultado y Pepet mostrose tan rebelde al latín, que Mosén Crispí de Tortellá diputó a su protegido como el más torpe y zafio de los hombres. No obstante Tilín cobró grandísima afición a los libros del capellán, y se pasaba largas horas en la excelente biblioteca de este leyendo obras de historia, que eran las que sobre todo lo escrito le enamoraban. Reprendíale Mosén Crispí por su antipatía a los poetas y a los teólogos; pero Tilín, firme en sus gustos como todo aquel que los tiene de veras y desconoce el capricho, estrechaba más y más su exaltado consorcio con Plutarco, Solís, Tito Livio, Masdeu, Mariana y todos aquellos que hablaran mucho de guerras, trapisondas, matanzas, heroicidades, asaltos y acometidas.
Durante aquel tiempo hízose su carácter más sombrío y taciturno y empezó a padecer tan lamentables distracciones que las madres le dieron quejas acerca de ciertos detalles en el servicio de la iglesia. Durante tres, cuatro o quizás cinco años (pues no hay gran exactitud en las fechas anteriores a la presente historia) prosiguieron las horas taciturnas de Tilín, así como los quejumbrosos murmurios de la madre abadesa y los fruncimientos de cejas de Sor Teodora de Aransis a causa del mal servicio. Esta solía amonestarle suavemente en tono de madre a hijo, aunque la diferencia de edad entre ambos no pasaba de diez años que debía cargarse en la cuenta de la siempre hermosísima monja; y un día que estalló coyuntura para decirle cosas que ha tiempo meditaba, le habló en la huerta de esta manera:
-Tilín, tu conducta no es la de un buen sacristán; no es tampoco la de un hombre agradecido. La madre abadesa ha dicho que si sigues descuidándote en el servicio de la iglesia se verá precisada a ponerte en la calle.
Tilín se estremeció y con muestras de espanto repuso:
-¡Me echará la señora!
-No lo sé... quizás no. Yo espero que te portarás bien.
-¡Portarme bien! -exclamó Tilín con sarcasmo- ¿y qué llaman portarme bien?
-Hacer todas las cosas al derecho y no equivocarse en la misa, y tener bien limpio todo el metal, y no dejar la mitad de las luces sin encender, y hacer todo como lo hacía el buen Tilín de otros tiempos, que era como un oro, cuidadoso y puntual.
-El otro Tilín... -murmuró Pepet como si estuviera lelo-. ¡Ay! aquel era un niño y yo soy un hombre.
-¡Un hombre! ¡Ah! ¿por qué no completas la idea? ¿Por qué no dices «un ambicioso»?
-Señora -afirmó Tilín con súbita energía que asustó a la hermosa monja-. Yo sacristán es lo mismo que el demonio con casulla... Se acabó, se acabó...
-¡Ah, tunante! -replicó Teodora de Aransis con emoción-. ¿De ese modo tratas a las pobres monjitas que te han criado? ¡Qué ingratitud!...
-Señora, yo no sé lo que digo -manifestó Pepet pasando la mano por su ancha frente, semejante a una convexa placa de bronce rodeada de crines-. Hace tiempo que me siento como loco, tonto, maniático o no sé qué... Yo no puedo olvidar lo que debo a las buenas madres... yo no quiero dejar esta casa; pero yo quiero... yo deseo probar que Tilín sirve para algo más que para sacristán de monjas.
-Tilín, tú eres un ambicioso, un alucinado, un pecador que está sediento, sí, con la abrasadora sed del mundo -dijo la madre tomando tanto interés en aquel tema que sus mejillas se tiñeron de ligero rosicler-. Tú estás dominado por Satanás que te quiere arrastrar al mundo, al pecado. Tu alma se pierde, Tilín; que se pierde tu alma... Cuidado, detente; cuidadito, hijo mío... Por ser ambicioso como tú, un hermano mío a quien quise y quiero con toda mi alma, ha sido muy desgraciado. Abandonó la casa de mis padres, metiose en las bullangas del mundo y hoy le tienes emigrado, pervertido por el jacobinismo. Es al mismo tiempo el amparo y el tormento de mi anciana madre.
Cruzó las manos como si suplicara y parecía que de sus enrojecidos ojos iban a salir lágrimas.
-¿Qué deseas tú, qué quieres? -añadió-. ¿Cuál es tu ambición? ¿Quieres ser rico?
-No.
-¿Quieres ser poderoso?
-No.
-Si no estuvieras en esta santa casa ¿qué posición, qué oficio elegirías tú?
Tilín irguió su cabeza, y echando lumbre por los ojos exclamó prontamente:
-El de soldado, el de guerrero.
-¡Ah! -exclamó burlonamente Sor Teodora de Aransis, arrancando unas hojas de sándalo y oliéndolas-. ¿Con que lo que te gusta es matar gente?... ¡Bonito oficio! ¡Oh! se puede ser guerrero y santo al mismo tiempo. Ahí tienes a San Fernando, a San Jorge, a San Luis. En el mismo cielo hay milicias angélicas de que es capitán el gloriosísimo San Miguel.
La expresión profundamente desconsolada del rostro de Pepet indicaba que no era su deseo figurar en las milicias del cielo, sino en las de la tierra.
-Yo soy un desgraciado que delira despierto -murmuró con desaliento-. Si usted me promete no reírse, yo le contaré todo lo que pienso y siento, cosas que ciertamente la maravillarán, haciéndole sentir por mí... no sé si diga interés o lástima.
-Quizás las dos cosas. Ya te escucho.
La monja se sentó en un banco de piedra. Pepet en una carretilla de transportar tierra.