Un virrey casamentero

Tradiciones peruanas - Octava serie
Un virrey casamentero​
 de Ricardo Palma


Su Excelencia don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey de estos reinos del Perú por Su Majestad don Felipe II, fue tesonero en el empeño de realizar lo que se llamó matrimonios de real orden. Decía don Andrés que hombre célibe es de suyo levantisco, y que nada enfrena tanto como el matrimonio la turbulencia de la sangre. Un soltero que vive con la capa al hombro y sin grillos para el corazón, está a toda hora dispuesto para aventuras y motines. Si Dios no quiso que el hombre estuviera solo sobre la tierra, menos debía quererlo ni tolerarlo el rey, que es su representante. A casar gente, se ha dicho.

Fue una tarde el virrey a visitar al oidor Santillán, y recibiolo en el salón de la casa su sobrina doña Beatriz, hembra de muy buen ver. Era doña Beatriz una viudita que se aproximaba a los treinta, recatada y hacendosa, sin hijos ni cojijos, codiciable de rostro y de cuerpo y con bienes que le aseguraban una renta de mil pesos al mes. No era, créanmelo ustedes, mal bocado para un goloso.

Al virrey le fue muy simpática la joven; pero como él no estaba ya para trotes ni trajines con Venus, se conformó con relamerse los labios y murmurar: «¡quién pudiera!»

De su conversación con doña Beatriz sacó su excelencia en limpio que el cenojil y las tocas de la viudez la traían fastidiada y que no haría ascos a nuevo casamiento. Propúsose, pues, el marqués casarla de su mano y apadrinar la boda, si bien faltaba todavía lo principal, que era el novio, y pasose aquella noche cavilando. Él no quería para su futura ahijada un hombre de poco más o menos, sino el mozo más gallardo que hubiera en Lima en disponibilidad para marido. Y después de pasar en mientes revista a los solteros, fijose en don Diego López de Zúñiga, joven que frisaba en la edad de Cristo, que es la de lujo y empuje en el varón, y muy gentil de persona.

Pertenecía el don Diego a hidalga familia de Castilla y había comprobado lo inquieto de su carácter con la activa parte que tomara en las pasadas rebeldías. Sangre revolucionaria retozaba en su cuerpo, y siempre se le veía entre los descontentos que soñaban con armar de nuevo la gorda.

-Es lástima -se dijo el virrey- que tan gallardo mancebo vaya a rematar en la horca. Quiera que no quiera, a ojos cegarritas, lo caso y lo salvo.

Y mandó llamar a López de Zúñiga y le dijo:

-Vuesa merced, señor don Diego, mire lo que hace y déjese de locuras; que si lo que ha menester es posición y dinero, yo me ocupo de cambiar su suerte de mala en venturosa.

Don Diego, después de agradecer la prueba de personal afecto que el virrey le daba, manifestó que realmente había estado siempre quejoso del gobierno, porque éste no premiara sus servicios a la altura de sus merecimientos; pues apenas se le había dado un repartimiento que le producía mil duros al año, cuando otros, que valían menos que él, habían sido favorecidos con bocados suculentos.

El virrey oyó con benevolencia sus quejas, y le contestó: «No le falta del todo razón a vuesa merced; pero en mi mano no está hacerle servicio a costa del Estado, que ya lo de los repartimientos es reina agotada. Vuélvase vuesa merced mañana, que nos entenderemos, y no sólo será rico, sino envidiado».

Y esa noche volvió el virrey a visitar a doña Beatriz y la participó que había tomado a su cargo casarla con el hombre más buen mozo do Lima y que esperaba de ella obediencia al propósito. Animose la joven a preguntar quién era el galán del romance, y cuando supo que se trataba de don Diego López de Zúñiga, diole de júbilo un brinco el corazón y premió con un abrazo al viejo zurcidor de matrimonios. La viudita se diría para las entretelas de su alma, como la doctora de Ávila cuando bajo santa obediencia la impuso su superiora que no ayunase:


     ¿Obediencia y torreznos,
       madre abadesa?
 ¡Ay, qué gangas, qué gangas
       para Teresa!


Con eso quedó más obligado el marqués a realizar la boda, y cuando al día siguiente, puntual a la cita, se presentó el de Zúñiga, su excelencia lo recibió diciéndole: «Venga acá, hombre feliz, que va a saltar de gozo cuando sepa la dicha que le aguarda. ¿Conoce vuesa merced a doña Beatriz de Santillán?»

-Hermosísima dama por mi fe -contestó el interpelado.

-Y rica, y sin hijos, y sin suegra -añadió el marqués.- ¿Le parece a vuesa merced saco de alacranes?

-No, señor; que tengo a doña Beatriz por un pino de oro.

-Pláceme oírselo. ¿Quiérela vuesa merced por esposa?

Pregunta tan a quemarropa hecha dejó por un instante en suspenso al mancebo.

-No, señor virrey -contestó al cabo con resolución.

Aquí fue su excelencia el asombrado, y creyendo haber oído mal, balbuceó:

-¡Cómo..., cómo... ¿Cómo es eso?

-Que no quiero casarme con doña Beatriz: está dicho.

-Pues se casará o se lo llevará el diablo conmigo, don bellaco -insistió irritado don Andrés.

-Pues si es preciso, señor virrey, iré a la horca...; pero no me casaré.

-Y a la horca irá... ¡Carámbanos! ¡Habrase visto burro de Lindaraja, que se iba al aserrín y no a la paja!

El virrey no volvía en sí de su asombro. Se levantó y dio a pasos precipitados un paseo por la habitación. Al fin, un poco más sereno, se detuvo delante del joven y le preguntó:

-¿Tiene vuesa merced algo que alegar contra la honestidad y virtud de doña Beatriz?

-Líbreme el cielo -se apresuró a contestar don Diego- de empañar en lo menor su honra, y créame vuecencia que si alguien osase tildarla, daga traigo para cortarle la lengua. No me caso porque soy pobre y ella es rica y no codicio mujer que me mantenga.

Y de este ultimátum, por más que argumentó el virrey, no consiguió que apease el de Zúñiga. Tenía la altivez y dignidad características del castellano antiguo. Esos hombres eran incotizables en la bolsa del mundo.

El virrey, que era todo un cascarrabias (y tanto que murió de una rabieta), puso término a la conferencia ordenando la prisión de don Diego. No se conformaba su excelencia con que habiéndose metido a casamentero le desdeñasen la novia.

¿Y ahorcó a don Diego como se lo había ofrecido? No, precisamente; pero con pretexto de que era hombre peligroso en el Perú, lo envió desterrado a España.

En cuanto a doña Beatriz, parece que las calabazas de don Diego la hicieron mella en el alma; porque desdeñando otros partidos que la propuso el virrey casamentero, emprendió, a la muerte de su tío el oidor, viaje al Cuzco, donde se metió monja en Santa Clara, que fue el primer monasterio que hubo en el Perú, como que su fundación se hizo en 1560, años antes del de la Encarnación en Lima.