Un viaje terrible/VIII
Annie, tomada de mi brazo, no se apartaba un solo instante de mí. Los rizos de su cabellera negra enmarcaban un rostro pálido y de grandes ojos, dilatados por el espanto. Yo no sabía a qué palabras apelar para consolarla.
El pastor Rosemberg instaló servicio religioso en el comedor. Annie, a pesar de su gran amor hacia mí, acabó por adherirse al grupo en el cual la señora escocesa, el conde de la Espina, Mariana y la señorita Herder rezaban devotamente a todos los santos. Ab-el-Korda, no soltaba un momento su Corán. A las nueve de la noche supimos que el señor X, agregado comercial a la embajada del Japón, se había colgado por el cuello de una soga.
En el comedor el conde de la Espina y la señora escocesa leían, alternándose, versículos del libro de Job. A las cuatro de la mañana me refugié en el camarote del médico que, convenientemente bebido, explicaba con lengua estropajosa al pintor Tubito y al traficante de alcaloides: -Cuando el buque llegue al centro del remolino, el eje de vacío lo absorberá como una ventosa hacia el fondo. Nosotros nos deslizaremos a una velocidad fantástica a lo largo de un cono de agua que irá oscureciéndose hasta que el tremendo choque nos despedace en el fondo del abismo.
Yo, recordando mi física de bachillerato, repuse:
—En cuanto lleguemos al centro del remolino, tropezaremos con una corriente de aire vertical en dirección opuesta a la que sigamos, de manera que a causa de la atmósfera desalojada, es muy probable que lleguemos al fondo semiasfixiados.
¡Qué curiosos los fenómenos psíquicos que sobrevienen en los momentos de terror! Yo, que un día antes pensaba ligar mi destino al de la voluptuosa Annie, no me acordaba de ella ahora. Cuando pasaba por el comedor y la veía leyendo en la Biblia el libro de Joñas, entre la pecosa escocesa y el ladrón internacional, pensaba que el aspecto que ofrecía en compañía de esa gente era francamente ridículo. Y, sin embargo, yo no podía evitar tampoco la presión del miedo que por momentos me hacía desplomar anonadado en la primera litera que encontraba. El hijo del emir de Damasco no apartaba la vista un instante del libro santo.
En tierra, a la misma hora, los periódicos comentaban nuestra situación en los términos más dramáticos. La agencia "Argus" describía a doscientos quince periódicos del mundo la situación de los tripulantes de los otros buques (del nuestro no podían tener informes porque nuestra instalación de telegrafía sin hilos estaba averiada) en estas palabras:
"Las tripulaciones de los buques arrastrados por el torbellino han abandonado sus tareas y vagan enloquecidas. Doscientas mujeres y quinientos hombres de diferentes edades se encuentran en los actuales momentos apoyados en las pasarelas de las naves, mirando con ojos dilatados por el espanto los concéntricos círculos de agua plateada que los aproxima cada vez más al centro del hueco del torbellino. En todos los buques han dejado de trabajar los motores, vista la inutilidad de sustraerse a este nuevo tipo de megasismo. Es evidente que se ha producido una catástrofe suboceánica de incalculables proyecciones. El eje del remolino se encuentra en una hoya de las más profundas del Pacífico, 11.500 metros. Es probable que la costra submarina se haya desplomado sobre una excavación plutónica de capacidad incalculable por ahora. El astrónomo Delanot asocia este fenómeno al de las manchas solares en actividad, aunque él, como todos los directores de observatorios, está asombrado de que los sismógrafos no hayan registrado ningún movimiento sísmico cuyo epicentro corresponda al paraje de que nos ocupamos".
Llegó la noche y el espanto de la tripulación aumentó. Varios infelices consideraban a mi primo Luciano como responsable de cuanta desgracia ocurría a bordo. Cuando menos lo esperábamos, el zapatero redimido del tirapié, el apache regenerado, el guardaagujas y varios otros malsines se dirigieron al camarote del desdichado, lo tomaron por las piernas y poco menos que arrastrándolo por el suelo lo arrojaron al océano. En estas circunstancias ocurrió algo que puede calificarse de extraordinario.
Mi primo en vez de hundirse en las aguas o de flotar horizontalmente quedó verticalmente empotrado en el océano, como uno de esos muñecos de celuloide que tienen por base un casquete de plomo. Tan extraña capacidad de sobrenadar les pareció a esos malsines la evidentísima prueba de que Luciano era un brujo y de consiguiente el único responsable de todas las desgracias que nos acaecían. No había tal. Luciano no era un brujo sino un desgraciado que había cometido la imprudencia de endosarse un chaleco salvavidas debajo de su holgada bata.
Cuando vi sobrenadar a mi primo pensé que esta prueba dulcificaría el ánimo de esos borrachos, pero ocurrió precisamente lo contrario, y es que los salvajes, después de cerciorarse de que Luciano estaba vivo, llamándole para ello a grandes voces y después de contestarles él, cogieron cuanto podía utilizarse como proyectil y comenzaron a lapidarlo. Un gancho de hierro se incrustó en la cabeza de mi primo como si ésta estuviera compuesta de la tierna sustancia de un queso de bola y un lingote de plomo dio fin a la vida del desgraciado.
Así acabó mi noble pariente Luciano. Era un hombre singular, aficionado a meterles miedo en el cuerpo a sus prójimos y él mismo miedoso como una liebre. Tenía una singular predisposición para encontrarse en todos los parajes donde ocurre algo que es prudente evitar. Siempre le gustó hacerse el fantasma. Recuerdo que cuando pequeño se envolvió en una sábana y ocultándose en un recodo del jardín, en la noche, bruscamente salió al encuentro de una asustadiza tía, la cual, a consecuencia de la impresión, quedó definitivamente estúpida.
Quisiera poder expresarme acerca de Luciano en términos más encomiásticos, pero estoy seguro de que desde ultratumba él se irritaría si yo hiciera un elogio convencional de sus deméritos. En diversas oportunidades le advertí, y conmigo otros que le conocían mejor que yo, que fuera más circunspecto, pero la vanidad lo perdió. Particularidad curiosa; una quiromante le dijo que moriría en una rueda, y siempre creyó que sería bajo una rueda de automóvil y no la rueda de agua en la que pereció. Por eso huía de las calles de las ciudades, prefiriendo habitar en los pueblos tranquilos y solitarios, pero está escrito que nadie puede soslayar su destino. Si yo hubiese podido salvarle lo habría hecho, pero no me atreví a intervenir, temeroso de que también me asesinaran. El Capitán, desde su timonera, vio consumarse este crimen sin intervenir, inmóvil como un sonámbulo. A las doce de la noche llegaba ya a nosotros, desde el horizonte, el rugido tremendo que producía el agua al ser engullida por la caverna submarina. En cada puente el pasaje formaba corrillos de sombras que gesticulaban espantadas. Arriba, en el espacio, las estrellas lucían como siempre; abajo, el remolino, compacto en su masa acuosa, rotaba como el seguro volante de un motor recientemente puesto en marcha.
Salió la luna y era un espectáculo sorprendente esta llanura de agua convertida en una tersa rueda de plata, cuya pulida superficie refractaba la claridad lunar como un reflector parabólico. En ciertas partes de la nave nos veíamos los rostros inundados de grandes haces de luces y sombras, como si estuviéramos situados en un continente lunar.
A las tres de la madrugada nuestro Capitán, que entonces supe que se llamaba Henry Topman, entró en su camarote y se descerrajó un pistoletazo en la sien.