Un viaje de novios: 09

Un viaje de novios
de Emilia Pardo Bazán
Capítulo VIII

Capítulo VIII

Pocos días en Bayona bastaron para que Miranda se aliviase notablemente de la dolorosa luxación, y a que Pilar Gonzalvo y Lucía se conociesen y tratasen con cierta confianza. Pilar hacía rumbo, como Miranda, a Vichy; sólo que mientras Miranda quería que las aguas enseñasen a su hígado a elaborar el azúcar en justas y debidas proporciones para no dañar a la economía, la madrileñita iba a las saludables termas en demanda de partículas férreas que coloreasen su sangre y devolviesen el brillo a sus apagados ojos. Hambrienta como toda persona débil, como todo organismo pobre, de excitaciones, novedades y acontecimientos, divirtiole en extremo la relación nueva de Lucía, y las raras peripecias de su viaje, y el registro de sus galas de novia, que visitó sin perdonar una, examinando los encajes de cada chambra, los volantes de cada traje, las iniciales de cada pañuelo. Además, la simplicidad franca de la leonesa le brindaba campo virgen e inculto donde plantar todas las flores exóticas de la moda, todas las plantas ponzoñosas de la maledicencia elegante. Tenía Pilar, de edad entonces de veintitrés años, la malicia precoz que distingue a las señoritas que, con un pie en la aristocracia por sus relaciones y otro en la clase media por sus antecedentes, conocen todos los lados de la sociedad, y así averiguan quién da citas a los duques, como quién se cartea con la vecina del tercero. Pilar Gonzalvo era tolerada en las casas distinguidas de Madrid; ser tolerado es un matiz del trato social, y otro matiz ser admitido, como su hermano lo era: más allá del tolerar y del admitir queda aún otro matiz supremo, el festejar; pocos gozan del privilegio de que los festejen, reservado a las eminencias, que no se prodigan y se dejan ver únicamente de año en año, a los banqueros y magnates opulentos, que dan bailes, fiestas y misas del gallo con cena después, a las hermosuras durante un breve y deslumbrador período de plena florescencia, a los políticos que están en puerta como los naipes. Personas hay admitidas, que un día, de repente, se hallan festejadas por cualquier motivo, por un peinado nuevo, por un caballo que ganó en las carreras, por un escándalo que las gentes susurran bajito y piensan leer en el rostro del feliz mortal. De estos éxitos efímeros Perico Gonzalvo tuvo muchos: su hermana, ninguno, a despecho de reiterados esfuerzos para obtenerlos. Ni logró siquiera subir de tolerada a admitida. El mundo es ancho para los hombres, pero angosto, angosto para las mujeres. Siempre sintió Pilar la valla invisible que se elevaba entre ella y aquellas hijas de grandes de España, cuyos hermanos tan familiar e íntimamente frisaban con Perico. De aquí nació un rencor sordo, unido a no poca admiración y envidia, y se engendró la lenta irritación nerviosa que dio al traste con la salud de la madrileña. El paroxismo de un deseo no saciado, las ansias de la vanidad mal satisfecha, alteraron su temperamento, ya no muy sano y equilibrado antes. Tenía, como su hermano, tez de linfática blancura, encubriendo el afeite las muchas pecas: los ojos no grandes, pero garzos y expresivos, y rubio el cabello, que peinaba con arte. A la sazón, sus orejas parecían de cera, sus labios apenas cortaban, con una línea de rosa apagado, la amarillez de la barbilla, sus venas azuladas se señalaban bajo la piel, y sus encías, blanquecinas y flácidas, daban color de marfil antiguo a los ralos dientes. La primavera se había presentado para ella bajo malísimos auspicios; los conciertos de Cuaresma y los últimos bailes de Pascua, de los cuales no quiso perder uno, le costaron palpitaciones todas las noches, cansancio inexplicable en las piernas, perversiones extrañas del apetito: derivaba la anemia hacia la neurosis, y Pilar masticaba, a hurtadillas, raspaduras del pedestal de las estatuitas de barro que adornaban sus rinconeras y tocador. Sentía dolores intolerables en el epigastrio; pero por no romper el hilo de sus fiestas, calló como una muerta. Al cabo, hacia el estío, se resolvió a quejarse, pensando acertadamente que la enfermedad era pretexto oportuno para un veraneo conforme a los cánones del buen tono. Vivía Pilar con su padre y con una tía paterna; ni uno ni otro se resolvieron acompañarla; el padre, magistrado jubilado, por no dejar la Bolsa, donde a la chita callando realizaba sus jugaditas modestas y felices; la tía, viuda y muy dada a la devoción, por horror de los jolgorios que sin duda le preparaba su sobrina como método curativo. Recayó, pues, la comisión en Perico Gonzalvo, que, cargando con su hermana, hubo de llevársela al Sardinero, contando con que no faltarían amigas que allí le relevasen en su oficio de rodrigón. Así fue: sobraban en la playa familias conocidas que se encargaron de zarandear a Pilar, y de llevarla de zeca en meca. Mas desgraciadamente para Perico, los baños de mar, que al pronto aliviaron a su hermana, concluyeron, cuando abusó de ellos y quiso nadar y meterse en dibujos, por abrir brecha en su débil organismo, y comenzó a cansarse otra vez, a despertar bañada en sudor, a sentir desgano, al par que comía vorazmente raros manjares. Lo que más la asustó fue ver que se le caía el pelo a madejas. Al peinarse, se enfurecía, y llamaba a gritos a Perico, pidiéndole un remedio para no quedarse calva. Un día el médico que la visitaba llamó aparte a su hermano, y le dijo:

-Es preciso que tenga usted tino con su hermanita. Que no tome más baños.

-¿Pero está de cuidado, de cuidado? -interrogó el mozo abriendo cuanto podía sus ojos chicos.

-Podrá estarlo muy en breve.

-¡Diablo, diablo, diablo! ¿usted cree que tiene una tisis, una tisis? -(tiziz pronunciaba Perico.)

-No digo tanto: opino que aún no se halla interesado el pulmón, pero en el momento menos pensado la sangre se agolpa allí, la congestión sobreviene, y... a cada instante se dan casos de ese género. Hay en ella un terrible empobrecimiento de la sangre: está con el pulso de un pollo: hay además una sobreexcitación nerviosa que se acentúa periódicamente, y una honda perturbación gástrica... Si valiese mi parecer, aprovecharían ustedes el otoño para tomar unas aguas...

-¿Panticosa, Panticosa?

-En este caso tengo, por preferibles los manantiales ferruginosos de Vichy... La anemia es el primer enemigo que hay que combatir, y la indicación gástrica está también atendida en esas aguas... En segundo término, Aguas-Buenas o Puertollano... pero no se descuide usted: en esta quincena ha perdido terreno, y la alopecia y el sudar son síntomas muy característicos...

Y como Perico se retirase cabizbajo, añadió el doctor:

-Sobre todo pocas excitaciones... nada de bailar, ni de nadar... reposo moral... ni música, ni novelas... Las aldeanas que padecen el mal de su hermana de usted se curan con agua, donde echan un manojo de clavos, o escoria de fragua... La civilización hace artificioso todo: si quiere sanar, que no trasnoche, que no ande en funciones... el corsé flojo, los tacones anchos...

-Sí, sí, pide peras al olmo, al olmo -ceceaba Perico por lo bajo-. Cualquier día se pone mi señora hermana un alfiler menos, un alfiler menos, aunque se la lleve pateta.

Cuando Pilar supo la decisión del Esculapio, colgárse del cuello de Perico, en un arranque de amor fraternal no manifestado hasta entonces. Hizo mil monerías felinas, se volvió dulce, obediente, prudentísima en todo, prometiendo cuanto se le exigía y más aún.

-Periquín, reprecioso, anda, mono, ¿verdad que me llevas? Anda, di que sí, bobo, anda. ¡Si vales tú más que todas las cosas! Anda, ¿qué Puertollano ni qué...? Vamos a Francia, ¡qué gusto, señor! ¡parece mentira! ¡Qué dirán cuando lo sepan Visitación y las de Lomillos! No, ya ves tú, cuando el médico lo dice, hay que hacerlo... ¿Qué te voy a estorbar siempre cosida a ti? Hombre, yo encontraré amigas: ¿no ha de estar allí nadie conocido? Yo me ingeniaré, verás. Voy a hacerme un traje de tela cruda, que hasta allí... Bueno, bueno, hombre, no te pongas hecho una sierpe... Si ya sé que tengo que guardar método, y acostarme temprano... a las ocho con las gallinitas: ¿qué más pides? ¡Ay, qué rico hermano me dio Dios! ¡Así todas se me mueren por él!

-¿Si pensarás, si pensarás tú que me la das con tus lagoterías? Anda, déjame en paz... te llevo porque es preciso, preciso, si no ¿quién te aguanta en invierno? Pero a ver cómo somos formales, formales... o te quemo esos moños malditos... al fin nunca vas sino hecha una cursi, una cursi...

Devoró la injuria Pilar, como devoraría en tales circunstancias otra más fuerte aún, y sólo pensó en el elegante viaje que con tanto lucimiento coronaba sus expediciones veraniegas. Gonzalvo padre, que amén de la jubilación no carecía de bienes, aflojó los cordones de la bolsa, no sin recomendar la parsimonia y economía a su hija: en los asuntos de Perico no se metía nunca, pasábale una pensión mensual, y hacía como si no viese que Perico, recibiendo como uno, gastaba como diez, la daba de príncipe y jamás pedía aumento de sueldo.

Con esto, los dos hermanos salieron en triunfo del Sardinero para Francia y detuviéronse en Bayona, en el hotel de San Esteban, donde tuvimos la honra de conocerles. Vio el cielo abierto Perico cuando supo que Miranda y su mujer seguían a Vichy, y comprendió que Lucía era la persona más a propósito para relevarle en acompañar a Pilar, y aún para hacer de enfermera en caso de necesidad. Desde luego fomentó el trato de las dos, y concertaron salir reunidos para Vichy.

Las noticias dadas por su hermano acerca de Lucía y Miranda lograron aguzar singularmente la hambrienta curiosidad de la anémica, y su olfato fino percibía no sé qué emanaciones novelescas en los sucesos acaecidos al matrimonio. El hermano y la hermana habían conferenciado largamente acerca del asunto, a medias palabras, atreviéndose a veces a lanzar una expresión más viva y cruda, riéndose entrambos. Era uno de los goces mayores de Lucía las conversaciones que a veces pasaba con Perico cuando él se dignaba tratarla, no como a una chiquilla, sino como a mujer hecha, y le comunicaba detalles, anécdotas y sucesos de lo que por lo regular no llegan a oídos de las doncellitas educadas con cierta severidad y recato. Perico y su hermana, no muy tiernos y afectuosos entre sí, se entendían a maravilla en el terreno de las picardigüelas, y a veces la hermana completaba la frase picante, detenida en labios del hermano por unas miajas de la reserva que inspira la mujer aún al hombre menos capaz de tenerla. Experimentaba Pilar malsana fruición en recorrer aspectos del cosmorama de la vida, donde nunca fijaban sus ojos las hijas de los grandes de España por ella tan envidiadas, y que, por entonces, viviendo en la claustral atmósfera de sus palacios, vigiladas siempre por la institutriz rígida, llevan en la frente, a los veinticinco años, el sello de su altiva inocencia.

-Pues yo -decía Perico a Pilar- subí al cuarto de Artegui, porque la verdad, la verdad, me dio curiosidad cuando me dijeron que tenía una chica muy guapa, muy guapa, consigo.

-Claro que era para dar curiosidad a la mismísima estatua de Mendizábal, hombre... Ese Artegui, a quien nunca se le conoció un mal trapicheo...

-No, si es un raro, un raro. Riquísimo, y hace vida de fraile. Si yo tuviese sus onzas, sus onzas... ¡ole con ole!

-Pero di, ¿y te parece a ti, que no hay gato encerrado en lo de Artegui y Lucía?

-¡Pch! no -silbó Perico, que a diferencia de su hermana, no era maldiciente, sino cuando se irritaba contra alguno-. Ese Artegui tiene sangre de horchata, de horchata, y estoy segurísimo de que ni esto, ni esto le ha dicho. (Y chasqueó la uña del pulgar contra uno de sus paletos,)

-La verdad es que ella es una cursi destemplada... Pero vamos a cuentas, Periquín: ¿no me dijiste tú que se quedó muy triste, y toda turulata, cuando él se fue y entró Miranda después?

-Pero ponte en el caso, ponte en el caso... Miranda parecía la estampa de la herejía...

-No, no quisiera verme en el caso -exclamó Pilar riendo a carcajadas.

-Luego el muy papanatas, hizo lo que todos los gallos, lo que todos los gallos que están de mal humor... -siguió Perico riendo a su vez-. Si había de ponerse agradable, de decirle algo a la pobre chica... le soltó una filípica como para ella sola, para ella sola, porque no se había vuelto a Miranda de Ebro, de Ebro, a cuidarle la pata desencolada... También sólo a él se le ocurre desmayarse por una torcedura, y no telegrafiar a su mujer avisándola... Y le preguntó con un aire trágico, trágico: «¿dónde anda tu solícito acompañante?» Estaba el hombre celestial.

-¿Ves? Pues tiene celos el marido. Lo decía yo... Si tú eres un inocentón.

-¡Hija, hija, hija! ¡Cualquiera me la pega a mí, a mí, en esas cuestiones! Te digo, te digo, que no tenían nada Artegui y Lucía, y Lucía...

Ahora mismo apuesto cuatro onzas, cuatro onzas...

-Pues yo -recalcó Pilar con su insistencia de enfermo lúcido-, aseguro que lo que es ella... ella... a él no le he visto, que si le viese, sabría... Pero ella... cada suspiro le oí... y esos no son por Miranda. Está a veces tan pensativa.. aunque otras se alegra y ríe, y es una chiquilla...

-¡Bah, bah, bah! no digo yo que a ella, allá en sus adentros, sus adentros... pero tú no entiendes de esto... yo te afirmo que lo que es tener, no han tenido nada, nada... si sabré yo...

-Y yo también... -afirmó cínicamente Pilar-. Bueno, los dos acertamos... no hubo nada... pero está... ¿cómo dicen de las palomas en el tiro? Tocada en el ala.

-¡Bah! ¡Bah! -silbó de nuevo Perico, indicando su desdén hacia todo sentimentalismo, ensueño o análoga nimiedad amorosa-. Eso no vale nada, nada... como no le esperen a Miranda peores ratos... tiene bemoles, bemoles, eso de torcerse una pata, y esperarse dos días a que la enderecen, enderecen... dejando a su novia andar por esos mundos... Es divino, divino. Lo que le carga a él, es que se sepa, que se sepa... yo le doy cada solo...

-No, mira, no le enfades... Ya sabes que nos vinieron como llovidos del cielo...

-No te ocupes, hija, no te ocupes... Si lo cierto es que Miranda no vive, no vive sin mí, porque se aburre, se aburre, y sólo yo le quito el esplín, el esplín, el esplín, hablándole de sus conquistas... Y está hecho una plasta... Falta le hace beberse medio Vichy... meterse ahora en floreos, a su edad, a su edad...

No era aburrimiento lo que tenía Miranda: era su mal del hígado, furiosamente exacerbado con el despecho de la ridícula aventura que cortó el viaje de novios. Sus sienes verdeaban, sus ojeras se teñían de matices amoratados, la bilis se infiltraba bajo la piel, y así como una casa nueva hace parecer más vetustas las que están a su lado, así la lozana juventud de Lucía acentuaba el deterioro del marido. Verificábase en Lucía la encantadora transición de niña a mujer; sus movimientos, más lentos y reposados, tenían mayor gracia; al paso que en él, la madurez se trocaba en vejez, más bien que por los años, por la ruina de la organización. Mostrábase Lucía con él tanto más afectuosa, cuanto más le veía roído por los achaques, y cuanto más notaba en su rostro las huellas del padecimiento cruel. No la arredraban ciertos despegos, ciertas durezas inexplicables de Miranda; servíale piadosa y filialmente, hablábale con dulzura, hacíale ella misma los remedios y le vendaba el pie lastimado, con la devoción con que vestiría a una santa imagen. Era feliz y hasta se conmovía, cuando él hallaba bien colocado el apósito. Al fin Miranda pudo andar sin riesgo. Las lujaciones duran poco, aunque en la edad de Miranda sean más tenaces. Diéronle de alta, y todos se dispusieron a tomar la ruta de Vichy. La estación adelantaba: estaban casi a mediados de Septiembre, y esperar más era exponerse a las persistentes lluvias de aquel clima. Por encargo de Miranda el ama del hotel escribió a la villa termal, encargando hospedaje. Con verbosidad enteramente francesa convenció a Miranda y a Perico de que debían alojarse en un chalet, por evitar a las damas la enojosa promiscuidad de la mesa redonda de hotel, y para que se encontrasen como en su propia casa. Repartido entre las dos familias, no sería exorbitante el coste y las ventajas muchas. Conviniéronse en ello, y Miranda hubo de pedir la cuenta del gasto hecho en el hotel, que le trajeron escrita en casi indescifrables garrapatos. Cuando logró entenderlos llamó al ama.

-Aquí -dijo apoyando el dedo sobre las patas de mosca- hay un error; se equivoca usted en contra suya. A la señora le pone usted los mismos días de estancia que a mí, y en realidad tiene dos más.

-Dos más... contestó el ama reflexionando.

-Sí, señora; ¿no llegó dos días antes?

-¡Ah! tiene el señor razón... pero es que Monsieur Artegui, los dejó pagados.

Lucía, que a la sazón doblaba algunas prendas de ropa para colocarlas en su baúl, volvió repentinamente la cabeza, como ave al reclamo. Sus mejillas estaban encendidas.

-¡Pagados! -repitió Miranda, en cuya pupila mortecina y térrea se encendió breve chispa-. ¡Pagados! ¿Y con qué derecho, señora? Quisiera saberlo.

-Señor, eso no me concierne... (ce n'est pas mon affaire) -exclamó la fondista, acudiendo, para mejor explicarse, a su idioma natal-. Yo recibo viajeros, ¿no es eso? Viene una dama con un caballero, ¿no es eso? Me paga la estancia de esa dama al marcharse, y yo no le pregunto si tiene o no derecho para pagar, ¿no es eso? Él paga, y basta (voilá tout).

-Pues -pronunció Miranda, alzando la voz- lo de la señora lo pago yo, y nada más; y usted me hará merced de girar una letra a... ese señor, devolviéndole lo cobrado.

-El señor será bastante amable de dispensarme... -protestó la fondista, despedazando sin compasión, en su aturdimiento, la sintaxis castellana-. Yo me rehúso a lo que el señor propone, yo soy verdaderamente desolada, pero esto, no se hace, esto no se hizo jamás en nuestras casas... Sería una falta, una grave falta, Monsieur Artegui tendría razón de quejarse... Yo demando bien perdón al señor...

-Váyase usted al demonio -contestó en castizo castellano Miranda, volviendo las espaldas a su interlocutora, y olvidando, como solía, sus postizas finuras de salón ante la herida de su amor propio.

Lucía aun vendó aquella noche el pie, casi sano ya, de Miranda. Hízolo con el tino y delicadeza que acostumbraba; pero al apoyar en su rodilla la planta de su marido para mejor poder colocar la compresa y ceñir las tiras de goma elástica a la articulación, no sonreía como las demás veces. Silenciosa llenó el caritativo deber, y al levantarse del suelo, exhaló leve suspiro, como el que desahoga, cumplida alguna tarea de que cuerpo y espíritu por igual recibieron cansancio.