Un viaje de novios: 02
Capítulo I
Que la boda no era de gentes del gran mundo, conocíase a tiro de ballesta, a la primer ojeada. No hay duda que los desposados podían alternar con la más selecta sociedad, al menos por su aspecto exterior; pero la mayoría del acompañamiento, el coro, pertenecía a la clase media, en el límite en que casi se funde con la masa popular. Había grupos curiosos y dignos de examen, ofreciendo el andén de la estación de León golpe de vista muy interesante para un pintor de género y costumbres.
Ni más ni menos que en los países de abanico cuyas mitológicas pinturas representan nupcias, se notaba allí que el séquito de la novia lo componían hembras, y sólo individuos del sexo fuerte formaban el del novio. Advertíase asimismo gran diferencia entre la condición social de uno y otro cortejo. La escolta de la novia, mucho más numerosa, parecía poblado hormiguero: viejas y mozas llevaban el sacramental traje de negra lana, que viene a ser como uniforme de ceremonia para la mujer de clase inferior, no exenta, sin embargo, de ribetes señoriles: que el pueblo conserva aun el privilegio de vestirse de alegres colores en las circunstancias regocijadas y festivas. Entre aquellas hormigas humanas habíalas de pocos años y buen palmito, risueñas unas y alborotadas con la boda, otras quejumbrosicas y encendidos los ojos de llorar, con la despedida. Media docena de maduras dueñas las autorizaban, sacando de entre el velo del manto la nariz, y girando a todas partes sus pupilas llenas de experiencia y malicia. Todo el racimo de amigas se apiñaba en torno de la nueva esposa, manifestando la pueril y ávida curiosidad que despierta en las multitudes el espectáculo de las situaciones supremas de la existencia. Se estaban comiendo a miradas a la que mil veces vieran, a la que ya de memoria sabían: a la novia, que con el traje de camino se les figuraba otra mujer, diversísima de la conocida hasta entonces. Contaría la heroína de la fiesta unos diez y ocho años: aparentaba menos, atendiendo al mohín infantil de su boca y al redondo contorno de sus mejillas, y más, consideradas las ya florecientes curvas de su talle, y la plenitud de robustez y vida de toda su persona. Nada de hombros altos y estrechos, nada de inverosímiles caderas como las que se ven en los grabados de figurines, que traen a la memoria la muñeca rellena de serrín y paja; sino una mujer conforme, no al tipo convencional de la moda de una época, pero al tipo eterno de la forma femenina, tal cual la quisieron natura y arte. Acaso esta superioridad física perjudicaba un tanto al efecto del caprichoso atavío de viaje de la niña: tal vez se requería un cuerpo más plano, líneas más duras en los brazos y cuello, para llevar con el conveniente desenfado el traje semimasculino, de paño marrón, y la toca de paja burda, en cuyo casco se posaba, abiertas las alas, sobre un nido de plumas, tornasolado colibrí. Notábase bien que eran nuevas para la novia tales extrañezas de ropaje, y que la ceñida y plegada falda, el casaquín que modelaba exactamente su busto le estorbaban, como suele estorbar a las doncellas en el primer baile la desnudez del escote: que hay en toda moda peregrina algo de impúdico para la mujer de modestas costumbres. Además, el molde era estrecho para encerrar la bella estatua, que amenazaba romperlo a cada instante, no precisamente con el volumen, sino más bien con la libertad y soltura de sus juveniles movimientos. No se desmentía en tan lucido ejemplar la raza del recio y fornido anciano, del padre que allí se estaba derecho, sin apartar de su hija los ojos. El viejo, alto, recto y firme, como un poste del telégrafo, y un jesuita bajo y de edad mediana, eran los únicos varones que descollaban entre el consabido hormiguero femenil.
Al novio le rodeaban hasta media docena de amigos: y si el séquito de la novia era el eslabón que une a clase media y pueblo, el del novio tocaba en esa frontera, en España tan indeterminada como vasta, que enlaza a la mesocracia con la gente de alto copete. Cierta gravedad oficial, la tez marchita y como ahumada por los reverberos, no sé qué inexplicable matiz de satisfacción optimista, la edad tirando a madura, signos eran que denotaban hombres llegados a la meta de las humanas aspiraciones en los países decadentes: el ingreso en las oficinas del Estado. Uno de ellos llevaba la voz, y los demás le manifestaban singular deferencia en sus ademanes. Animaba aquel grupo una jovialidad retozona, contenida por el empaque burocrático: hervía también allí la curiosidad, menos ingenua y descarada, pero más aguda y epigramática que en el hormiguero de las amigas. Había discretos cuchicheos, familiaridades de café indicadas por un movimiento o un codazo, risas instantáneamente reprimidas, aires de inteligencia, puntas de puros arrojadas al suelo con marcialidad, brazos que se unían como en confidencia tácita. La mancha clara del sobretodo gris del novio se destacaba entre las negras levitas, y su estatura aventajada dominaba también las de los circunstantes. Medio siglo menos un lustro, victoriosamente combatido por un sastre, y mucho aliño y cuidado de tocador; las espaldas queriendo arquearse un tanto sin permiso de su dueño; un rostro de palidez trasnochadora, sobre el cual se recortaban, con la crudeza de rayas de tinta, las guías del engomado bigote; cabellos cuya raridad se advertía aún bajo el ala tersa del hongo de fieltro ceniza; marchita y abolsada y floja la piel de las ojeras; terroso el párpado y plúmbea la pupila, pero aún gallarda la apostura y esmeradamente conservados los imponentes restos de lo que antaño fue un buen mozo, esto se veía en el desposado. Quizás ayudaba el mismo primor del traje a patentizar la madurez de los años: el luengo sobretodo ceñía demasiado el talle, no muy esbelto ya; el fieltro, ladeado gentilmente, pedía a gritos las mejillas y sienes de un mancebo. Pero así y todo, entre aquella colección de vulgares figuras de provincia, tenía la del novio no sé qué tufillo cortesano, cierto desenfado de hombre hecho a la vida ancha y fácil de los grandes centros, y la soltura de quien no conoce escrúpulos, ni se para en barras cuando el propio interés está en juego. Hasta se distinguía del grupo de sus amigos, por la reserva de buen género con que acogía las insinuaciones y bromas sotto voce, tan adecuadas al carácter mesocrático de la boda.
Anunciaba ya la máquina con algún silbido la próxima marcha; acelerábase en el andén el movimiento que la precede, y temblaba el suelo bajo la pesadumbre de los rodantes camiones, cargados de bultos de equipaje. Oyose por fin el grito sacramental de los empleados. Hasta entonces las gentes de la despedida habían conversado en voz queda, confidencialmente, por parejas: el cercano desenlace pareció reanimarlas, desencantarlas, mudando la escena en un segundo. Corrió la novia a su padre, abiertos los brazos, y el viejo y la niña se confundieron en un abrazo largo, verdadero, popular, abrazo en que crujían los huesos y el aliento se acortaba. Salían de las bocas, casi unidas, entrecruzadas y rápidas frases.
-Que escribas... cuidado me llamo... todos los días, ¿eh? No bebas agua fría cuando estés sudando... Tu marido lleva dinero... pedid más si se acaba.
-No se aflija usted, señor... Yo haré por volver pronto... Cuídese usted mucho, por Dios... atienda usted al asma... Vaya usted de tiempo en tiempo a ver al señor de Rada... Si tiene usted algo, un telegrama volando... ¿Palabra de honor?
Después vinieron los apretones, los besucones, los pucheros del acompañamiento femenino, y el último encargo, y el último deseo...
-Dios os haga dichosos... como patriarcas...
-San Rafael te acompañe, hija.
-¡Quién como tú, chica!, ¡a Francia en un vuelo!
-No te olvides de mi abrigo... ¿Van en el mundo las medias? ¿Confundirás los hilos?
-Mira que las tiras bordadas no sean de ojales, que de esas ya las hay por acá.
-Abre bien esos ojazos, míralo todito, ¡y después nos contarás cada cosa!...
-Padre Urtazu -dijo la desposada llegándose al que su negra faja declaraba por jesuita, y, asiéndole la mano, sobre la cual cayeron a un tiempo sus labios y dos lágrimas, claras como agua-, pida usted a Dios por mí...
Y acercándose más, añadió bajito:
-Que si papá tiene algo, me lo avise usted, usted ¿verdad? Yo le enviaré a usted las señas de todas partes donde nos detengamos... No me lo descuide usted; ¿irá usted de vez en cuando a ver cómo lo pasa? Se queda el pobre tan solito...
Alzó el jesuita la cabeza y fijó en la niña sus ojos levemente bizcos, como son los de las personas hechas a concentrar y sujetar la mirada. Y con la vaga sonrisa distraída de las gentes meditabundas, y en el propio tono confidencial:
-Vete en paz, y Dios Nuestro Señor te acompañe, que es buen acompañante -contestó-. Ya he rezado por ti el itinerario, para que volvamos tan sanos y satisfechos... Acuérdate de lo que te avisé, chiquilla; ahora ya somos, como quien dice, una señora casada y de respeto; y aunque nos parece que todo se va a volver florecicas y mieles en el nuevo estado, y nos largamos por esos mundos a echar canas al aire y divertirnos... ¡cuidadito, cuidadito!, puede que donde menos se piense salte la liebre, y tengamos rabietas, y pruebecitas y trabajos que no tuvimos de niños... No ser tonta entonces... ¿eh? Ya sabemos que Aquel que anda por allá arriba moviendo aquellas estrellas tan preciosas, es el único que nos entiende y nos consuela cuando a Él le parece... mira, en vez de tanto trapo como has metido en las maletas, mete paciencia, ¡chiquilla! mete paciencia. Es mejor aún que el árnica y los emplastos...; si a quien era tan grande le hizo falta para aguantar aquella cruz, tú que eres chiquitita...
Durara aún la homilía, acompañada de blandos golpecitos en los hombros, a no interrumpirla la trepidación del tren, brusca como la realidad. Produjose confusión momentánea. Se apresuró el novio a despedirse de todo el mundo con cierta llaneza cordial, donde ojos expertos podían advertir matices de afectación y superioridad protectora. Al suegro abrazó con un solo abrazo, y recostole en el hombro la mano, pulcramente calzada con guante de castor, color bronce.
-Escriba usted si se enferma la chica -suplicó con paternal angustia, preñado de lágrimas los ojos, el viejo.
-Pierda usted cuidado, señor Joaquín..., ¡no hay que afectarse, vamos!, cuenta con esa salud... Adiós, Mendoya, adiós, Santián... Gracias, gracias. Señor gobernador de la provincia, a mi vuelta, reclamo esas ofrecidas botellas de Pedro Jiménez... ¡No se haga usted el olvidadizo! Lucía, hay que subirse: el tren andará en seguida, y las señoras no pueden...
Y con ademán cortés y discreto ayudó a subir a la novia, empujándola levemente por el talle. Después saltó él, sin casi apoyarse en el estribo, arrojando antes el puro a medio fumar.
Ya oscilaba la férrea culebra cuando él penetró en el departamento, cerrando la portezuela tras de sí. El compasado balance fue acelerándose, y el tren completo cruzó ante las gentes de la despedida, dejándoles en los ojos confusos torbellino de líneas, de colores, de números, la visión rápida de las cabezas asomadas a todas las ventanillas. Algún tiempo se distinguió la cara de Lucía, sofocada y bañada en llanto, y su pañuelo que se agitaba, y oyose su voz diciendo: Adiós, papá..., padre Urtazu, adiós, adiós... Rosario... Carmen..., abur... Al fin se perdió todo en la distancia, la escamosa sierpe del tren revelose a lo lejos por una mancha obscura, luego por desmadejado penacho de turbio vapor, que presto se disipó también en el ambiente. Más allá del andén, extrañamente silencioso ya, resplandecía el cielo claro, de acerado azul; se extendían monótonas las interminables campiñas; los rieles señalaban como arrugas en la árida faz de la tierra. Un gran silencio pesaba sobre la estación. Quedáronse inmóviles los acompañantes, como sobrecogidos por el aturdimiento de la ausencia. Fueron los amigos del novio los primeros en moverse y hablar. Se despidieron del padre con rápidos apretones de mano y frases triviales de sociedad, un tanto descuidadas en la forma, como dirigidas de superior a inferior; tras de lo cual, el pelotón entero tomó el camino de la ciudad, reanudando la broma y algazara.
Por su parte, el séquito de la novia empezó a animarse también, y a vueltas de algún suspiro y de limpiarse los ojos con los pañuelos y aun con el dorso de la mano, fueron rebullendo los grupos de hormigas negras, con ánimo de abandonar el andén. La incontrastable fuerza de los hechos las empujaba a la vida real. Hasta el padre sacudió la cabeza, alzó con elocuente resignación los hombros, y rompió el primero a andar. A su lado iba el jesuita, que estiraba su corta estatura para hablarle, sin conseguir, a pesar de sus laudables esfuerzos, que el cerquillo de su corona pasase más allá de los atléticos hombros del viejo afligido.
-¡Vaya, señor Joaquín -decía el padre Urtazu-, que ahora sienta bien esa cara de Viernes santo! ¡No parece sino que a la chica se la llevan robada y que usted no es gustoso en el enlace! ¡Pues estamos buenos, hombre! ¿No ha sido usted mismo, desgraciado, quien resolvió este casorio? ¿A qué vienen los gimoteos?
-¡Y si en todo lo que uno hace estuviese seguro del acierto! -pronunció con ahogada voz el señor Joaquín, balanceando su cuello de toro.
-Eso se mira antes..., ¡pero teníamos tanta prisa..., tanta prisa, que no sé para qué sirven esos pelos blancos y esos añitos que llevamos acuestas! Lo mismito estábamos que los chicos de mi clase cuando les ofrezco contarles algo, que se les despierta la curiosidad... y no les cabe en el cuerpo la impaciencia. A fe de Alonso, que parecía usted la novia... digo, no; porque la novia, maldito el apuro que...
-¡Ay padre! ¿Si tendría usted razón? usted quería diferir la boda...
-No, poco a poco; cepitos quedos, amigo: yo quería no hacerla. Soy muy claro.
El señor Joaquín se puso más tétrico aún.
-¡Por vida de la Constitución! ¡Qué aprieto y qué compromiso es para un padre!...
-Tener hijas -concluyó el jesuita con su vaga sonrisa, adelantando el belfo labio, en mueca de benévolo desdén. Y añadió-: El peor aprieto es ser más terco que una mula, con perdón sea dicho, y creer que el pobre Padre Urtazu sólo entiende de sus piedras y de sus astros y de su microscopio, y es un bolonio, un simplón, para aconsejar en la vida...
-No me aflija usted más, Padre. Harto tendré con no ver a Lucía en qué sé yo qué tiempo. Sólo me faltaba que también salga mal la cosa, y que pase ella penas...
-Bueno, bueno. Déjese de eso ya: a lo hecho, pecho. Esto de matrimonios, sólo lo ata y lo desata el de arriba. ¿Y quién sabe si saldrá muy bien, a pesar de todos mis agüeros y mis necedades? Porque ¿quién soy yo sino un cegato, un miope? ¡Bah! Esto es como lo que pasa con el microscopio. Mira usted una gota de agua a simple vista ¡y parece tan clara!, vamos, que dan ganas de bebérsela. Pero aplique usted aquellos lentecicos y... ¡zas, zis!, ya se encuentra usted con los bicharracos y las bacterias que bailan dentro un rigodón... Pues el que anda por allá, encimita de las nubes, también ve cosas que a los bobos de por acá nos parecen tan sencillas... y para él tienen su quid... ¡Bah, bah!, él se encargará de arreglarnos las cosas... nosotros, ni que nos empeñemos.
-Lleva usted razón... Dios sobre todo -aprobó el señor Joaquín, arrancando doliente suspiro de la vasta cavidad de su pecho. Esta noche, con el mal rato, la condenada asma va a darme qué hacer... Encuentro ya la respiración muy corta. Dormiré, si duermo, casi incorporado.
-Llame, llame a ese mala cabeza de Rada... tiene mucho acierto -murmuró el jesuita considerando compadecido, a la luz oblicua del sol de otoño, la inyectada tez y los ojos edematosos del viejo.
Mientras el acompañamiento desfilaba, con lentitud de duelo, por las calles mal empedradas de León, el tren corría, corría, dejando atrás las interminables alamedas de chopos que parecen un pentagrama donde fuesen las notas verde claro, sobre el crudo tono rojizo de las llanadas. Hecha Lucía un ovillo en la esquina del departamento, sollozaba sin amargura, con algún hipo, con vehemente llanto de niña inconsolable. Bien comprendía el novio que le tocaba decir algo, mostrarse afectuoso, compartir aquel primer dolor, ponerle término; mas hay en la vida situaciones especiales, casos en que no tropieza ni se embaraza la gente sencilla, y en que acaso el hombre de mundo y experiencia se convierte en doctrino. Preferible es en ocasiones un adarme de corazón a una arroba de habilidad; donde fracasan las huecas fórmulas, vence el sentimiento, con su espontánea elocuencia. A fuerza de quebrarse los cascos ideando manera de anudar el diálogo con su esposa, ocurriole al novio aprovechar una circunstancia insignificante.
-Lucía -le dijo en voz algo turbada- múdate de ventanilla, hija mía, córrete acá; ahí te da el sol de lleno, y es tan malsano...
Levantose Lucía con automática rigidez, pasó al lado opuesto del departamento, y dejándose caer de golpe, tornó a cubrir el semblante con el fino pañuelo, y se oyeron otra vez sus sollozos y el anhelar de su seno juvenil.
Levemente frunció el ceño el novio, que no en vano había corrido cuarenta y pico de años de la vida cercado de gentes de festivo humor y fácil trato y huyendo de las escenas de lagrimitas y de lástimas y disgustos que alteraban por extraño modo el equilibrio de sus nervios, desagradándole como desagrada a las gentes de mediano nivel intelectual el sublime horror de la tragedia. Al gesto con que manifestó su impaciencia, siguió un alzar de hombros que claramente quería decir: «Caiga el chubasco, que el aguase agota también, y tras de la lluvia viene el buen tiempo». Resuelto, pues, a aguardar que descargase la nube, dio comienzo a minucioso examen de sus enseres de camino, enterándose de si abrochaban bien las hebillas del correaje de la manta, y de si su bastón y paraguas iban en debida y conveniente forma liados con el quitasol de Lucía. Cerciorose asimismo de que una cartera de cuero de Rusia y plateados remates que pendiente de una correa llevaba terciada al costado, abría y cerraba fácilmente con la llavecica de acero, que volvió a guardar en el bolsillo del chaleco, con cuidado sumo. Después sacó de las hondas faltriqueras del sobretodo el Indicador de los Caminos de Hierro, y con el dedo índice, fue recorriendo las estaciones del itinerario de viaje.