Un viaje aciago
Siempre he creído que la fatalidad es el guía de mis pasos: los sucesos de mi vida me lo han probado, al menos, de una manera cierta. Todo lo que toco queda marcado de un sello extraño; sin conciencia de ello, mi labio vierte palabras proféticas; y los seres que a mí se acercan son arrebatados por un espíritu misterioso que los eleva a las nubes, o los hunde en los abismos: jamás los deja en las condiciones normales de la existencia. ¿Debo aplaudir o deplorar esta facultad sobrenatural unida a mi destino?
Así hablaba yo un día a la bella C., mientras, sentada a su lado en un diván, tejía para ella una corona de rosas.
-La lucha es la vida -respondió la graciosa chica, sacudiendo con donaire su rizada cabellera-; la lucha es la vida; y yo espero con ansia esa mística influencia que venga a desterrar la monotonía insoportable de la mía. Agitarse, ya sea en la dicha o en el dolor: dudar, temer, desear ¡eso es vivir!
¡Querida niña! ¡Plegue a Dios derramar siempre sobre tus bellas horas esa dichosa monotonía; y aleje de ti, en su misericordia, las tempestades que invocas!
Nada tan riente, en apariencia, como la perspectiva de esta incursión al través de los nevados picos, para el viajero que, recostado en los mullidos cojines de un vagón, cruza en alas del vapor la larga etapa que separa Arica de Tacna. Míralas elevarse en esplendentes grupos sobre un cielo de azul purísimo, dibujando en sus profundas hondonadas, verdes mirajes que seducen los ojos y atraen el alma con la sed engañosa de lo desconocido.
-¡Un caballo! ¡Un caballo! -exclama, como Ricardo, al apearse bajo los floridos granados de la estación-. Pero, si el gran paladín sabía a qué atenerse al ofrecer su reino por un corcel, yo ignoraba del todo los percances que sobre el lomo de ese noble animal, esperan al peregrino en aquellas magníficas alturas.
Apenas si el fraternal hogar de Modesto y, las caricias de su preciosa compañera, pudieron detenerme en ese nido de flores que se asienta entre las arenas del mar y las rocas del Tacora. En la tarde del tercero, abrigada la cabeza con un castor plomizo, embozada en mi albornoz, y estrechando en mis manos las de Modesto y Merced, esperaba yo impaciente el momento de partir, que retardaba cuanto podía la insoportable calma del arriero.
Modesto, que era profesor en un colegio, se desesperaba de no poder acompañarme, como el uso lo exigía, al salir de la ciudad, a causa de las clases que lo reclamaban a esa hora.
Yo reía de su angustia y del ceremonioso cortejo cuya falta lamentaba; y el arriero seguía en sus aprestos con la misma cachaza. Y yo le mostraba el sol próximo al horizonte y él lo miraba como quien mira llover.
-¡Modesto! ¡Modesto! -gritó de repente una voz que venía de afuera; y fuertes aldabazos resonaron en la puerta falsa, que se abría sobre la Alameda.
-¡Es el loquísimo Carlos! -dijo Merced-. Muchacho, corre a abrirle, que va a romper el postigo.
La puerta se abrió y dio paso a un joven de estatura mediana y simpática fisonomía, bajo cuya serenidad retozaba a grandes brincos una marcada travesura. Nada, sin embargo, había de notable en sus facciones, sino es dos ojos negros, atrevidos hasta la impertinencia; pero que atraían, no obstante, con su mirada franca y benévola.
Saludó con gentil desembarazo, y oí que decía a Modesto en voz baja:
-¡Chico!, un tallo de pensamientos a la aguada, sobre este soneto que desde Lima me pide R. B.
Y dio a Modesto un álbum de laca adornado con arabescos de oro.
-Caballero, ¿me dará usted permiso para leer ese soneto? -dije yo apoderándome del álbum sin esperar el permiso.
-¡Ay, señora! después de Echeverría nadie debería decir galanterías a esa bella florecita... Pero ella lo ha querido... ¡ay!
-¡Cuidado! señor mío -repliqué yo riendo-, que soy amiga de B. y si se me antoja hacerle saber cómo en estas latitudes existe un mortal que suspira por su mujer y se atreve a hacerle versos, lo vería usted llegar en tres saltos y... ¡desafío, y muerte al canto!
-Helay niña, ya estamos listos -dijo el arriero presentándome ensillado un caballejo negro, de revuelto y erizado pelaje.
Estreché en un solo abrazo a Modesto y Merced, saludé a su amigo, puse el pie en la mano del arriero, monté y partí.
Había ya atravesado en toda su longitud la romántica alameda que divide la ciudad, y llegaba delante de la quinta de Hangas, cuando un jinete, corriendo en mi alcance a carrera tendida, vino a ponerse a mi lado.
Era el bardo del soneto, enviado por Modesto para hacerme compañía. Montaba un potro tordo, que llamó mi atención por su extremada belleza, y lo manejaba con garbo sin igual.
En la necesidad de aceptar la compañía de un desconocido, con quien nada podía hablar que me fuese personal, propúseme estudiar a este muchacho cuyas miradas triscaban a vueltas de una helada gravedad.
No necesité emplear astucia alguna para descubrir en él un fanfarrón de escepticismo que, bajo la apariencia de un libertino, encerraba una alma tierna, candorosa y buena.
Notando que se volvía con frecuencia para mirar hacia atrás, adiviné el deseo de ver llegar al arriero, para entregarle mi custodia y regresar a Tacna. En consecuencia, fingí la resolución de pasar la noche en el caserío pintoresco de Calana; y para mejor persuadírselo, eché pie a tierra en la primera puerta, dile las gracias y lo despedí. Mas, apenas el primer recodo del camino hubo ocultado a mi gracioso acompañante, subí sobre una piedra, recobré el estribo y me puse en marcha de nuevo.
Era una hermosa tarde de primavera, serena y tibia. El sol iba a ponerse, y yo corría a todo el galope de mi cabalgadura bajo las verdes arboledas que sombrean el camino de Pachia, pintoresca etapa donde termina la llanura.
Entregada al pensamiento del viaje que emprendía, de sus variados incidentes y su anhelado término; olvidada de que transitaba por senderos que me eran desconocidos, caminaba, engolfándome con delicia en las olas de sombra que invadían el valle.
El último fulgor del día coloreaba con un dorado rojizo las nubes amontonadas sobre las sombras del Tacora. Un rumor lejano de cantos, mugidos y gorjeos, se mezclaba a la calma solemne que reinaba entorno. Las hojas de los sauces rozaban al paso mis mejillas como la caricia de una mano amiga: el suave perfume de las retamas embalsamaba el aire, despertando en mi alma dulces y dolorosos recuerdos. Yo lo aspiraba con amor, suspirando: ¡Lima! Y la mágica ciudad se alzaba en mi mente con su cabellera de gas y su diadema de palacios; y el silencio se poblaba de armonías; y la prestigiosa luz de la luna aumentaba la ilusión febril del pensamiento.
Un asperge de gotas frías salpicó de repente mi rostro. Entregado a sí propio, mi caballo atravesaba un río con el mismo desparpajo que si desensillado y sin jinete paciera en un gramadal.
Miré en torno mío y me encontré sola en el ancho camino que sube de Pachia a las alturas de Palca. Había corrido, olvidando a mi arriero que se quedó rezagado en las chicherías del Alto de Lima.
Detúveme a esperarlo; pero, por más que me volvía y aguzaba el oído, nada vi, ni percibí ruido alguno en toda la vasta extensión del camino que de allí se descubría: nada, sino el solemne silencio del desierto. Sin embargo, ningún recelo vino a inquietarme. Estaba la noche tan luminosa, el aire tan suave, y la naturaleza abandonada a tan dulce reposo, que todo linaje de temor habría sido ridículo.
Seguí, pues, mi marcha, sola en la tierra, pero acompañada de una hermosa luna y de millares de estrellas, que parecían escoltarme y correr conmigo.
Bien pronto dejé atrás la polvorosa llanura de Pachia con sus verdes oasis y azules lontananzas.
Las imponentes moles del Tacora se alzaban ante mí; y el pobre caballito negro, a pesar suyo, y dando lastimeros relinchos, tuvo que internarse conmigo en los tortuosos rodeos del aéreo camino trazado por las herraduras de las arrias en la rápida vertiente de las montañas.
A mis pies se abría como un abismo la profunda quebrada de Palca, valle salvaje y pintoresco, surcado de torrentes, donde crecen el molle y la salvia, cuyo acre perfume subía hasta mí en los vapores de la noche.
De vez en cuando, el chillido de una ave nocturna, volando sobre mi cabeza, me arrancaba al mundo de pensamientos que poblaban mi mente, y volvía a encontrarme sola en medio de la noche, suspendida entre el cielo y la tierra, en aquellos senderos abiertos sobre el nido de las águilas, al borde de los precipicios.
Así acabó la noche. Habíala pasado escalando los flancos de las montañas, y al amanecer me encontraba a una altura donde reinaba un frío penetrante, y la nieve cubría de blancos festones la copa de los tolares.
Mi caballo, jadeante, cayendo, despeado y jadeante, se detenía a cada instante dando fuertes resoplidos. Yo conocía ese síntoma precursor del terrible soroche. Desmonté inmediatamente, y tomando el frasco de álcali que traía para preservarme yo misma de aquel horrible accidente, lo hice aspirar a la pobre bestia, que pareció aliviarse.
Entretanto, el día adelantaba, y el sol de la cordillera desplomaba sus rayos de fuego sobre la blanca nieve que tapizaba el suelo.
En la esperanza de ver llegar el arriero, senteme a la sombra de un peñasco en el declive de una hondonada profunda, en cuyo fondo blanqueaba la espuma de un torrente.
Pocos sitios he visto como aquel, tan agrestes y de tan sombría magnificencia. Sobre mi cabeza se aglomeraban en gigantescos grupos las masas de los Andes; y al frente, extendidos en vertiginoso descenso, el valle de Tacna y el doble azul del cielo y del Océano. Bandadas de cóndores completaban el paisaje, cerniéndose en el espacio en círculos de mal agüero para la salud de mi pobre caballejo, que a pesar de su cansancio, se encabritaba espantado por la sombra formidable de sus alas.
Habían pasado algunas horas; pero, aun cuando de allí se descubría el camino en una extensión de más de dos leguas, nada divisó, nada veía sino era torbellinos de polvo arremolinados por el viento, y que, desviándose, iban a hundirse en los precipicios.
Era mediodía; y yo con mi caballo, que nos habíamos desayunado con un trozo de pan, teníamos una sed que se aumentaba con la vista lejana del agua que bullía entre las rocas, allá en el fondo de la hondonada.
Compadecida del pobre animal, busqué un paraje para bajar al torrente, y lo encontré, aunque en extremo fangoso. Eché adelante el caballo, que se estremecía, asustado de aquel peligroso descenso; pero atraído por las emanaciones del agua, bajaba describiendo zedas en las paredes del despeñadero, y al fin, rodeando, y muchas veces rodando, llegó conmigo al fondo del barranco.
Allí, una escena inesperada cautivó mi atención y me hizo olvidar la sed que me aquejaba.
Cuatro hombres armados de lampas y barretas se ocupaban en cavar una chulpa (la huaca del Sud). Aquel monumento de forma piramidal se alzaba al abrigo de tres peñascos, enteramente oculto por el lodo del camino; y fue quizá su misteriosa posición lo que despertó la codicia de esos hombres, que se sorprendieron desagradablemente a mi repentina aparición, y me miraron de reojo. Pero yo les mostré una curiosidad tan franca, desinteresada, y por decirlo así científica, que sus recelos se desvanecieron y me dieron permiso para quedarme a ver el éxito de aquella excavación.
Desbaratadas las paredes de la chulpa, los trabajadores se dieron a cavar el suelo en torno.
Al levantar la primera capa de tierra, la lampa tropezó contra un cuerpo duro. Era una laja colocada en el centro. Quitada esta, quedó visible la entrada de un subterráneo y una escalera de piedras toscas que se hundía en las tinieblas.
Los buscadores de riquezas no habían previsto aquel caso y carecían de luz. Felizmente yo tenía un cerillo en el saquito que llevaba terciado en bandolera. Partímoslo, y encendidas aquellas antorchas improvisadas, descendimos al subterráneo. Allí nos esperaba un extraño espectáculo.
En una especie de rotonda abovedada en forma de horno, hallábanse acomodadas cinco momias; cuatro en grupo, la quinta aislada.
El grupo representaba un hombre, una mujer y dos niños. Cada uno de los adultos tenía sobre sus rodillas un niño, y aquellos cuatro rostros desecados por los siglos estaban vueltos hacia la figura solitaria; y sus apagados, ojos fijos en ella con una avidez que había sobrevivido a la muerte y al tiempo.
En esta momia se descubrían particularidades notables. Su piel blanca, y su barba y cabellos rubios acusaban la raza europea; y entre los restos pulverizados del vestido que le cubría, se veía, cruzado sobre su pecho, un tahalí de soldado.
Mientras los trabajadores, ebrios de codicia, proseguían sus investigaciones, yo, ayudada de la débil luz del cerillo, examinaba las facciones, y sobre todo, la extraña actitud de esta momia. Sentada sobre los talones, y no en cuclillas como todas las momias peruanas, estaba sujeta a un trozo de roca por una faja que, en estrecho lazo, le rodeaba el cuello en mil vueltas; y sus manos, ahuecadas y juntas, ligadas también por un cabo de la misma faja.
Indudablemente, aquel resto humano, fue un soldado español inmolado en holocausto a la venganza de los indios.
De repente noté con asombro que aquellas pupilas terrosas brillaban con una luz amarillenta. Acerqué más la llama del cerillo, y vi multiplicarse el mismo resplandor en la boca, las manos y los oídos de la momia.
Todo lo comprendí entonces. Una escena lúgubre se desarrolló en mi mente, y vi animarse el siniestro grupo, y sus miradas extintas, y la secular sonrisa impresa en sus labios secos, estaban diciendo todavía: «¿Queréis oro? ¡Toma oro!». Y el hombre de sangre fue relleno del funesto metal que vino a conquistar a precio de tantos crímenes.
Mis compañeros, chasqueados en sus investigaciones bajo el pavimento del subterráneo, recibieron un gran alegrón cuando les mostré el oro que encerraba la momia blanca. Pero en vano procuré hacerles comprender su valor científico: rieron de mí, y seducidos por unos cuantos puñados de oro, destruyeron esa interesante página de la historia.
A mí me permitieron llevar un idolito preciosamente trabajado en arcilla negra, y en el que yo reconocí uno de esos oráculos que los indios consultaban en sus templos.
Encantada con esta adquisición, recogí mi caballo y seguí a aquellos hombres que, agradecidos a mi hallazgo, me volvieron al camino por una senda menos áspera que la que traje para bajar al agua; partieron conmigo un lunch compuesto de papas, ají molido, queso y aguardiente, y se alejaron muy contentos, cantando en coro un yaraví.
Sin embargo, quien más había ganado en los tesoros contenidos en la chulpa era yo, sin duda. ¿No poseía aquel lindo idolito que podía revelarme el porvenir; el porvenir, que nos obstinamos siempre en revestir con los rosados colores de la dicha? Los indios Urus, que habitan los totorales flotantes del Titicaca, me habían enseñado la manera de consultar esos oráculos, que ellos guardan escondidos con grande veneración, pero me faltaba el agua, requisito necesario para oír su voz. Guárdelo, a mi vez, cuidadosamente en mi seno, y seguí mi marcha, muy inquieta ya por la tardanza del arriero.
El día declinaba, arreciaba el frío, y las cañadas comenzaban a llenarse de sombra.
De pronto una ráfaga de viento se llevó mi sombrero, que vi revolotear en el aire sin poder recobrarlo. Pero en el momento que desaparecía, una mano lo arrebató al abismo.
El ruido que mi caballo hacía en el piso rocalloso del camino me había impedido sentir los pasos de otro que marchaba detrás. Montábalo un joven bello y apuesto, que al darme el sombrero me saludó con amable cortesanía, y se informó del motivo de mi soledad en aquellos desiertos parajes. Cuando lo hubo sabido, se indignó contra el arriero, y me aseguró que no se apartaría de mí hasta que éste llegase. En vano le supliqué no me afligiera retardando por causa mía la rapidez de su viaje: nada quiso oír, y fuerza me fue aceptar a pesar mío.
Sujetó el brioso andar de su caballo al paso tardo del mío, cansado y flaco, y se abandonó a un millar de preguntas, que habrían sido indiscretas, si no fueran todas en mi propio interés. Todo lo indago, menos mi nombre: circunstancia que aumentó mi estimación por aquel protector desconocido.
Cuando se hubo informado de cuanto me concernía, entró espontáneamente en la relación de lo que le era personal. Me habló de Valparaíso, su residencia; de las gentes de Lima que allí había conocido, y finalmente de su viaje a Cochabamba, donde lo llevaba un objeto de supremo interés para él.
Subrayo estas palabras para expresar de algún modo el sentimiento íntimo, religioso con que fueron pronunciadas, y que me hicieron adivinar un amor profundo en aquel noble y hermoso corazón.
Bajamos a un paraje donde el camino cortaba el cauce de un manantial de límpida corriente. Mi compañero adivinando mi sed, desmontó para ofrecerme un vaso de agua.
Recordé entonces el oráculo de la chulpa; y como ya había hablado de ello al joven, al darle las gracias, le pregunté, riendo, si quería preguntarle algo sobre Cochabamba.
Imposible me sería pintar la expresión de gozo con que acogió mi oferta. Acercose a mí y esperó con mudo recogimiento a que yo llenara las formalidades del rito.
Era el idolito una vasija pequeña que representaba un guerrero indio con el carcaj a la espalda y apoyado en su arco. Los bordes del receptáculo estaban ocultos entre la toca de plumas que cubrían su cabeza, y el pedestal encerraba una especie de tambor donde sonaba la voz desde que la vasija se llenaba de agua.
Vertí, pues, el resto de mi vaso dentro del idolito, y lo puse en las manos del joven, que lo aplicó al oído y cerró los ojos.
A poco lo vi palidecer.
Preguntele que había oído.
-Un llanto mezclado de ayes profundos -me respondió, y me devolvió el ídolo. Yo lo apliqué al oído a mi vez; y escuché distintamente, pronunciada y repetida con un acento semejante al latido de un péndulo, esta palabra siniestra:
-¡Tiembla!
Mi compañero se repuso luego, y rió de su emoción. Era joven, y el sol de su dicha alumbraba su alma; pero yo, que había vivido y sufrido mucho, era ya supersticiosa, y volví los ojos hacia atrás con inquietud, como el ave que siente zumbar la tempestad donde dejara su nido.
Había cerrado la noche y la nieve caía a copos cuando llegamos al tambo de Tacora.
El primer objeto que se nos presentó al entrar en el patio fue un cadáver tendido en tierra entre cuatro cirios. Era el del administrador del establecimiento, muerto pocas horas antes del tifus, horrible fiebre que estaba diezmando las poblaciones. Su pobre viuda, sentada a la cabecera del difunto, lloraba la doble pérdida de su marido y del bienestar de sus hijos, que, sin asilo ni sustento, iban a ser arrojados con ella de aquella casa donde habían vivido felices. Dios no lo permitió. Apenas mi joven protector hubo sabido qué desgracia amenazaba aquella pobre madre, corrió a ella, y apartándola de ese lúgubre sitio, le dio, con una suma de dinero para el entierro, una carta dirigida al propietario del tambo, amigo suyo, garantizándole en la dirección del establecimiento.
Sin embargo, no obstante aquella hermosa acción, que debió derramar la alegría en su alma, el bello joven estuvo triste y sombrío aquella noche. ¡Ah! ¡como dice el vulgo: «ningún corazón engaña a su dueño»!...
Por fin, a las doce del siguiente día, cuando casi de rodillas suplicaba a mi compañero que prosiguiera su viaje, el bueno del arriero se me apareció con sus bestias y él mismo, asorochados, maltrechos y en la más triste figura.
Sin embargo; yo vi el cielo abierto con su presencia, pues me consumía de aflicción el perjuicio que estaba ocasionando a aquel excelente joven, de cuya impaciencia por partir pude juzgar muy luego; pues apenas me hubo recomendado al arriero, y cambiado conmigo su tarjeta, saltó sobre el caballo, y partió como una exhalación.
Supe entonces el nombre de aquel sujeto generoso; y mi labio lo envió a Dios en una ferviente plegaria, «¿Por qué no lo escuchaste, Señor?».
Pocos momentos después yo también continuaba mi marcha, seguida del arriero, que atacado del soroche había caído en un extraño amilanamiento, y lloraba como un niño. Sin embargo, como era necesario arrancarlo al sueño, mortal para los que padecen aquel accidente, híceme sorda a su llanto y le anuncié la resolución de trasnochar, a fin de ganar el tiempo perdido. Casi se muere al escucharla pero como la conciencia le decía que la culpa era suya, forzoso le fue obedecer.
A las nueve de la noche bajamos a la cuenca profunda del Mauri, río caudaloso encerrado entre los flancos de dos montañas, cuyas aguas, congeladas hasta la mitad de su corriente, se rompían rugiendo bajo los pies de nuestros caballos, con grande espanto del arriero, que en el curso de su rudo oficio, jamás había hecho, decía él, un viaje tan estrafalario.
El cauce del Mauri es la línea divisoria entre el Perú y Bolivia.
En la playa opuesta, encontramos tendidos los cadáveres de tres indios pertenecientes a una hacienda de las cercanías, que atacados del tifus y en el delirio de aquella horrible fiebre, se habían arrojado al agua, de donde salieron moribundos a expirar en la arena.
No de allí a mucho comenzamos a encontrar largas hileras de hombres marchando silenciosos en dirección a los vecinos pueblos. Eran indios de las punas que llevaban sus muertos al cementerio. Por todas partes, a mi paso, hallábamos los caseríos desiertos, los campos yermos, las sementeras abandonadas. La muerte se cernía sobre aquellas alturas derramando en torno el exterminio.
Como para indemnizar mis ojos de tan lúgubres cuadros, la aurora me guardaba un esplente (sic) espectáculo.
El día comenzaba a teñir de rosa las últimas cimas de Tacora, que hacía tiempo había dejado atrás; las estrellas habían desaparecido, y la luna palidecía, recostada como una viajera cansada en las profundidades del espacio. Los cerros, que desde el Mauri comenzaban a alejarse, apartándose bruscamente en la abra de Santiago, dejaron descubiertas la pampa de ese nombre, y la majestuosa cordillera de oriente, con sus tres magníficos nevados. Illimani, Illampu y Sorata, altares sublimes del Dios Vivo, a cuya vista el alma se recoge y ora.
Mi primera impresión se tradujo en llanto: llanto al que, por una extraña intuición, se mezclaron los nombres de mis hijas:
-¡Mercedes! ¡Edelmira! ¡Clorinda! -exclamé, ante esas tres maravillas de la creación.
En ese momento, una niebla sombría, surcada de relámpagos, se abatió de repente como una larga faja sobre el Illampu y el Illimani; al mismo tiempo que de un cúmulo de nubes amontonadas sobre la cumbre del Sorata, se desprendía un vaporoso fragmento que tomó luego, en contornos vagos, la forma de un ángel; y elevándose lentamente, se desvaneció en el azul profundo del cielo.
A esa vista mi corazón se estremeció, y la terrible amenaza del misterioso penate de la chulpa resonó en mi alma.
Mientras yo caminaba absorta en mis pensamientos, el arriero, en la esperanza de matar el soroche, se había bebido toda la porción de espíritu de vino que llevábamos; y de bruces sobre el cuello de la mula, se dejaba llevar, en una completa embriaguez. En vano lo llamé por su nombre y aun por otros a que su estado lo hacía acreedor: aquella alma vagaba en los espacios del infinito.
¿Qué hacer? Fuerza me fue arrear a ese hombre con sus bestias, y sujetar mi impaciencia al grado de su cansancio.
Había anochecido y nevaba, cuando llegué al pueblo triste y ruinoso de M. No había allí tambo, ni especie alguna de posada; y a pesar mío tuve que pedir hospitalidad en la casa parroquial. El cura me recibió con benévolo apresuramiento, y puso a mi disposición los pocos recursos con que podía contar en aquel miserable lugar.
Era un clérigo joven, profundamente instruido, animoso y de buena voluntad, que soportaba con plácida resignación los rudos trabajos de su cargo, mucho más penosos en aquella época, en que la epidemia asolaba su curato; cuando era necesario recorrer largas distancias al través de las heladas punas, desafiando la nieve y los vendavales para llevar a los moribundos los socorros del médico y del sacerdote.
En el momento que yo llegué a su casa, regresaba el mismo de una choza aislada en los lejanos campos donde había ido a auxiliar a una familia atacada del tifus, que pereció toda a sus ojos, salvándose únicamente un niño de tres años.
El cura lo recogió; trájolo piadosamente en sus brazos, y lo acostó en su propia cama, con la solicitud de una madre.
Cuando el niño se hubo dormido, el cura me pidió permiso para dejarme, pues la campana le llamaba al rosario.
Seguilo a la iglesia donde las gentes del pueblo estaban ya reunidas.
Notábase en la nave numerosos espacios vacíos. Eran los que dejaran los infelices barridos por la peste.
El cura, en vez de subir al púlpito, se postró humildemente al pie del altar, mezclado con sus feligreses, y recitó con voz grave pero llena de unción ese conjunto de tiernas plegarias que constituye el rosario de María.
Después del rosario les dirigió una corta plática. Reprocholes las rencillas, las enemistades, los odios entre criaturas de un día, a los ojos de Dios, y en presencia de su cólera visible en el azote de la peste; los exhortó al perdón, a la unión, al amor, a la caridad, a la penitencia; y concluyó dándoles su bendición.
De vuelta a la casa, el cura que había enviado todos sus criados a cuidar de los enfermos, encendió lo que él llamaba su cocina improvisada: un grande anafe de rom; frió dos papas; añadió a este potaje dos tazas de leche de oveja, azucarada, y sirviéndolas sobre una gran mesa cubierta a medias por un pequeño mantel, se puso a cenar conmigo, muy contento de tener con quien hablar del mundo de los vivientes en aquel lugar de destierro.
Nada hay tan triste como la existencia de un cura de puna. Colocado entre una naturaleza muerta y un pueblo salvaje, sus ojos y su espíritu no encuentran dónde posarse, si no es en el recuerdo.
Sin embargo, la palabra de aquel hombre sabía colorearlo todo; y las siembras de las papas, la cosecha de la quinua, el corte de la cebada y el esquileo de los rebaños, incidentes triviales, tomaban en sus labios la gracia y el poderoso interés del idilio.
Dos días después, al cerrar la noche, divisé de lo alto de la cuesta, extendida a orillas del Chuquiago, aquella Paz a la que yo había jurado jamás volver, como si algo pudiera resistir a la poderosa ola del destino.
Y volví a pisar aquellas calles tortuosas, pobladas con los recuerdos del pasado; recuerdos tristes, pero dorados por el sol lejano de la juventud; y encontré los afectos de la amistad y de la familia, que envolvieron mis días en su calurosa atmósfera.
Pero ¡ay! mis ojos iban a buscar siempre un punto en el horizonte.
«Mi nido está en un jazmín: ¿quién me lo traerá?».
Al llegar a la Paz, habíame salido al encuentro un hermoso lebrel blanco, que se arrojó a mí, hízome mil caricias, y desde ese momento no se apartó de mi lado.
Pocos días después, una noche que fatigada de un largo paseo me había acostado temprano, el lebrel que dormía a mis pies, se despertó aullando.
En el mismo instante la puerta se abrió con recato y un hombre se precipitó en el cuarto.
De pronto creí que era un ladrón; pero luego reconocí en él a mi aturdido acompañante de Tacna, al poeta del soneto.
-¡He matado a un hombre! -me dijo, al oído, porque yo no estaba sola: una joven parienta me acompañaba.
-Y viene usted a buscar un asilo en Bolivia. Sea usted bien venido. Aquí nada tiene usted que temer.
-Al contrario, lo temo todo de la policía, que me persigue y me espera a la puerta de esta casa, donde no se atreve a penetrar.
-Por Dios, explíquese usted.
Supe entonces que el joven poeta, llegado aquella tarde al oscurecer, encontró en la casa donde iba a alojarse una reunión festiva compuesta de jóvenes de ambos sexos, que celebraban un cumpleaños.
Una de las muchachas más lindas de La Paz, la morena Rosa C. llamó la atención del joven tacneño, que se dio desde luego a cortejarla con su característica impetuosidad. Por desgracia, encontrábase allí el novio de la niña. Federico S., joven altivo y quisquilloso en demasía. Ofendido por los obsequios, que su amada parecía admitir con agrado; y no siéndole permitido enfadarse en una reunión de buen tono, recurrió al arma del ridículo para vengarse de su rival. Acercose al piano, y acompañándose con un estrepitoso ritornello, cantó de pie el himno de Ingavi.
Quien recuerde el 18 de noviembre de 1841, comprenderá la indignación que ese canto encerraba para Carlos.
Federico S. no había cantado dos estrofas, cuando sintió una mano que se posaba en su hombro.
-¿Sabía usted al cantar, que aquí se encuentra un peruano?
-¡Bah! y ¿por qué si no estoy cantando?
-¡Insolente! ¿llamas a los peruanos cobardes? Aquí hay uno que te hará ver lo contrario. ¡Ven!
El ruido de la fiesta cubrió este diálogo, que pasó desapercibido para todos excepto para Rosa. La pobre joven se arrepintió amargamente de su coquetería; y olvidada de sí misma ante el peligro que por culpa suya corría su novio, siguió a aquellos hombres, corriendo cuanto pudo; pero ellos marchaban a buen paso y muy luego los perdió de vista entre las tinieblas.
Dio entonces aviso a la policía en el deseo de evitar una desgracia. ¡Vana esperanza! el destino había fallado, y uno de esos dos jóvenes debía morir.
Llegados a un sitio solitario, ambos rivales se hicieron fuego.
La bala de S. rozó la cien de Carlos, llevándose un bucle de sus cabellos; la de este atravesó el cuerpo a su enemigo y lo arrojó al suelo sin sentido.
Cuando Carlos huyendo bajaba la cuesta de San Pedro, que separa este pueblo de la ciudad, una partida de policía que lo buscaba lo rodeó y le intimó arresto; pero él se escapó de entre sus manos y se refugió en casa. No había tiempo que perder: levanteme, curé su herida, y mientras Rosaura, la joven que me acompañaba, lo vestía de mujer y se lo llevaba por una puerta excusada, corrí yo en auxilio de su enemigo, que encontré incorporado, y procurando levantarse, asiéndose a los espinos que crecían en aquel sitio. Trájelo a casa, donde los médicos reconocieron su herida, que encontraron mortal.
Contentáronse con ordenar algunos lenitivos, y se retiraron, dejándome sola con el moribundo, que pasó la noche en dolorosa agonía.
Sin embargo, solo las crispaciones de sus manos, retorciéndose entre las mías indicaban su horrible sufrimiento: el valiente joven lo soportaba sin exhalar una queja.
En uno de esos momentos, volvió hacía mí una mirada suplicante, y me hizo un encargo. Había ofendido a su madre, que se hallaba ausente, y me rogó que postrándome a sus pies, en nombre suyo, le pidiese perdón.
Mi promesa le dio una grande tranquilidad; y al amanecer expiró en mis brazos.
¡Qué reflexiones tan tristes hice yo aquella noche, mirando agonizar a ese hombre, que en la flor de la vida, bello, y la mente llena de ilusiones, iba a hundirse en el sepulcro! ¡Ay! ¡cerca estaba el día en que, con el corazón destrozado, vería pasar esos mismos pensamientos en el duelo de mi alma!
En tanto que yo velaba al desgraciado Federico en su agonía, Carlos, disfrazado y conducido por Rosaura, se ocultaba en casa de un cónsul, donde debía esperar una ocasión favorable para huir de la Paz, cuyas avenidas todas estaban guardadas por los amigos de S., que hallando lenta la acción de la justicia, querían hacerla por su mano; y vigilaban las garitas y las casas de los agentes extranjeros. Así era que, solo guardando un rigoroso encierro podía el pobre fugitivo sustraerse a las investigaciones de sus enemigos. Pero no era la prudencia de Carlos. Dos días después estaba perdidamente enamorado de la hija de su huésped; y dejando su escondite, la seguía por toda la casa.
Todavía no hacía una semana que estaba allí, cuando un día, viendo a la joven asomada a una ventana, tuvo un arrebato de celos; y queriendo saber a quién miraba, fue a ponerse a su lado. Media hora después la casa fue rodeada de gendarmes, y Carlos aprehendido, cargado de grillos y encerrado en un calabozo.
Al saber estas tristes nuevas temblé por su vida; y viendo al pobre joven forastero y solo, a merced de enemigos poderosos, propuse salvarlo, empleando para ello, no la lucha, sino el arma del débil: la astucia.
El único medio de arrebatarlo a una muerte cierta era la fuga; y a ello dirigí mis esfuerzos. Pero en vano recorrí secretamente los edificios vecinos a la cárcel: en cada uno se hallaba apostado un espía.
Fue por fin necesario tentar un peligro, la compra del carcelero: sondarlo en el terreno de la codicia y del temor. Todo inútil: las promesas y las amenazas de mis agentes estrelláronse en su incorruptible honradez.
Y los días pasaban, y los amigos del malogrado S. vagaban en torno a la cárcel con una frecuencia siniestra.
Apurado todo recurso, eché mano, por último, a un expediente supremo, ante el cual había retrocedido hasta entonces.
Había un nombre que era y es todavía un mágico talismán para un pueblo boliviano; nombre que levantaba o apaciguaba las tempestades populares, según la voluntad de que lo invocaba; nombre que fue un fanatismo, y que es y será un culto: Belzu.
Asime pues del prestigio de ese nombre, me envolví en su omnipotencia, y desde ese momento cedió todo a mi voluntad.
Llamé al carcelero, y llevándolo intencionalmente a un salón donde estaba el retrato de ese caudillo, le intimé en su nombre la evasión del joven preso, necesaria, le dije, a sus planes políticos como agente suyo en Bolivia.
El carcelero dobló una rodilla ante aquella imagen y juró cumplir mis órdenes, aunque le costara la vida.
A las doce de aquella noche, el preso y el carcelero se me presentaron, prontos a partir.
Viendo a Carlos montando el caballo de un amigo suyo, le pregunté dónde estaba aquel bello tordo que tanto me había agradado.
-¡Ay! -dijo él, con su melancólica chanza- de los seres que esa tarde estuvieron a las órdenes de usted, el uno murió una hora después, el otro, como Caín, anda fugitivo.
Estrechó mi mano, y partió a carrera perdiendose entre las sombras.
Y yo quedé dando gracias a Dios por la libertad del pobre muchacho; pero murmurando, con el corazón oprimido: «El uno murió; el otro tuvo la horrible desgracia de matar a su hermano, y anda fugitivo. ¡Fatalidad! ¡Fatalidad!».
La luz del día desvaneció aquellos lúgubres pensamientos. Pero ¡ah! esa jornada no debía, acabar, sin que esa fatalidad, que me aterraba, volviese a mostrarme su enemiga faz.
En un periódico de Cochabamba leí el siguiente artículo necrológico:
«El bello y noble Alfredo W., que llegado hace poco entre nosotros conquistó tantas simpatías, ha perecido, víctima de un suicidio. ¡Los motivos que lo han llevado a este acto de desesperación merecen una mención particular!
Apasionado de una mujer, amado y llamado por ella en socorro de su padre, arruinado por una quiebra, y preso por deudas, el generoso joven corrió a dar a su amada su fortuna y su nombre; pero encontró una decepción donde creyó hallar la felicidad. El corazón que venía a buscar lleno de fe, había cambiado de dueño: otro poseía su amor. Alfredo no quiso pedir el olvido al tiempo: pidió a la muerte su reposo eterno. ¡Que duerma en paz!».
El héroe de esa trágica leyenda, aquel desgraciado Alfredo W., era el generoso protector que había amparado mi soledad en los desfiladeros del Tacora. ¡Fatalidad! Fatalidad!
Un aullido lúgubre respondió a esta siniestra palabra que yo pronunciaba entre lágrimas. Era mi lebrel que había venido a colocar su cabeza sobre mis rodillas, y me miraba con ojos extraviados. A poco lo vi vacilar y caer.
El pobre animal estaba envenenado, y expiró entre horribles convulsiones, fijando en mí su cariñosa mirada...
En breve, yo misma, casi moribunda, y el corazón destrozado, me alejaba de aquella ciudad donde había presenciado tantos horrores.
En el pueblo de M. encontré la casa parroquial desierta. El cura, y el huérfano adoptado por él, habían sido arrebatados por la horrible epidemia.
Al desandar mi camino, encontraba marcada con ruinas la huella de mis pasos. ¡Fatalidad! ¡Fatalidad!
Y al llegar a Lima, en fin, la bella C. vino a mi encuentro vestida de luto triste y llorosa.
Ella también había sufrido la fatal influencia. Aquel a quien dio su amor había muerto cuando venía a unirse a ella, sin que le fuera dado ni aun el consuelo de llorar sobre su tumba. Pereció en el mar, y su cuerpo yacía en el fondo del abismo.
¡Querida niña! ¡plegue a Dios derramar sobre tu perdida felicidad la paz del olvido!