El general don Antonio Valero, jefe de Estado Mayor de los patriotas que en 1825 asediaban el Callao, valía por su inteligencia, denuedo, actividad y previsión casi tanto como un ejército.

Pertenecía a esa brillante pléyade de generales jóvenes que realizaron en la guerra de independencia hazañas dignas de ser cantadas por Píndaro y Homero.

En la época del sitio del Callao, Valero acababa de cumplir treinta y tres años y era el perfecto tipo del galán caballeresco. Sus compañeros del ejército de Colombia, siguiendo el ejemplo de Bolívar, eran prosaicos y libertinos en asunto de amoríos. Valero, como Sucre, era un soldado espiritual, de finísimos modales, culto de palabras, respetuoso con la mujer. Él entraba en el cuartel; pero el cuartel no entró en él.

En un salón, Valero eclipsaba a todos sus compañeros de campamento por la elegancia y aseo de su uniforme, gallardía de su persona y exquisita amabilidad de su trato.

En el campo de batalla, Valero, como todos los bravos de la patria vieja, era un león desencadenado. No hacía más, pero no hacía menos que cualquiera de sus camaradas. Militó en España, y fue uno de los defensores de Zaragoza; y más tarde en Méjico, Colombia y el Perú combatió en favor de la independencia americana.

Valero había sido favorecido por la naturaleza con una cualidad, rarísima hoy mismo, y que a principios del siglo se consideraba como sobrenatural, maravillosa, diabólica; cualidad de cuya existencia sólo la gente muy ilustrada en el Perú tenía alguna noticia más o menos vaga.

El general Valero era... ventrílocuo.

Son infinitas las anécdotas de ventrilocuismo que sobre él cuenta la tradición, y la fácil pluma del general colombiano Luis Capella Toledo ha escrito una historia de amor, en que Valero hizo noble uso de esa habilidad o disposición orgánica para obligar a una joven a que no se apartase del camino del deber.

A un militar de los tiempos que fueron oí referir que en un banquete se propuso Valero mortificar al general Santa-Cruz, pues al trinchar un camarón, éste le dijo con voz lastimera:

-¡Por amor de Dios, mi general! No me coma usted, que soy padre de familia y tengo a quien hacer falta.

Santa-Cruz dejó caer el trinchante, maravillado de oír hablar a un camarón.

Puede asegurarse que hasta entonces no tenía Santa-Cruz la menor idea del fenómeno.

Gracias a esta individual y extraña cualidad, salvó el general Valero de ser fusilado por Rodil.

Refiramos el lance.

El castellano del Real Felipe tuvo aviso de que oficiales patriotas, aprovechando de la tiniebla nocturna, se aventuraban a penetrar en el Callao, sin duda para concertarse con algunos descontentos y conspiradores. Rodil aumentó patrullas de ronda, y efectivamente consiguió apresar en diversas noches un oficial y dos soldados. Demás está añadir que los envió a pudrir tierra.

Era una madrugada, y el general Valero, emprendiendo el regreso a su campamento de Bellavista, después de haber pasado un par de horas en conferencia con uno de los capitanes del castillo de San Rafael, iba a penetrar en una callejuela cuando sintió, por el extremo de ella, el acompasado andar de una patrulla. El audaz patriota estaba irremisiblemente perdido si seguía avanzando, y retroceder le era también imposible. Entonces, ocultando el cuerpo tras el umbral de una puerta, apeló a su habilidad de ventrílocuo.

Cada soldado oyó sobre su cabeza, y como si saliera del cañón de su fusil, este grito:


-¡Viva la patria! ¡Mueran los godos!

Los de la ronda, que eran ocho hombres, arrojaron al suelo esos fusiles en los que se había metido el demonio, fusiles insurgentes que habían tenido la audacia de prorrumpir en voces subversivas, y echaron a correr poseídos de terror.

Media hora después, el general Valero llegaba a su campamento, riéndose aún de la peligrosa aventura, a la vez que dando gracias a Dios por haberlo hecho ventrílocuo.

Desavenencias entre Salom y Valero obligaron a éste a separarse del asedio pocos meses antes de la capitulación de Rodil.