El cencerro de cristal
Un trozo moderno​
 de Ricardo Güiraldes


Un acorde en menor, encogido y lastimero, para resumir todos los dolores humanos e inertes.

Sauces, magdalenas, lluvias, nubes desflecadas, payasos tétricos, contorsionistas de este valle de lágrimas. Todo lo que cae, lo que declina, lo que concluye.

Dolores humanos e inertes resumidos por un acorde en menor, encogido, como un caballo destripado, por asta vencedora y que se amontona sobre su dolor, al fin y al cabo suyo. Acorde en menor, amontonado sobre dolores humanos e inertes, como un peludo sobre su vientre vulnerable.

Y tras el acorde que prepara al oidor, con una instintiva contracción de nervios, se insinúa la melodía motivo, sola, sin armonizaciones; imponiéndose, desnuda de atavíos, para significar su dominio, fundamentalmente tétrico.

Dos notas contradictorias, demasiado cercanas, incesto de sonido, inquietante disonancia que no se resuelve en vasto acorde mayor ansiado, ritman el tema.

Es la mordedura del dolor y el dolor no se explaya en franquezas descansadoras.

Esto es suficiente para entrar en el alma del cuento musical intitulado TRISTÁN. Un escuálido «Tristán» poseedor de hermosísima neurastenia morfinomaniática.

Estamos en el subsuelo de una sensibilidad que se debate hacia la luz imposible. La lucha es larga, los violines estiran la melodía, en contraposiciones de sonidos gatunos, y una zarabanda de dolores, encabritados, se retuercen en torno al tema fundamentalmente tétrico, exacerbando la ya inquietante disonancia de las hermanas incestuosas.

¿Qué fantasmagoría, hipnótica, desvariará en los ojos lácteos del morfinómano Tristán?

Pero un violoncelo llora los anhelos pasionales de Isolda y la histeria musical se aplaca, sensiblemente, sin abandonar la fundamental tristeza del tema tétrico.

Una flauta suspira mezquinamente, el aliento brutal de los cobres barre el triperío quejumbroso y amplía el tema con exigencias imperiosas. Se adivina un abrazo, un abrazo torturante, un delirio febril que reemplaza al amor, demasiado conocido, sensación vieja.

Los cobres tiritan, resuellan exhaustos, desfallecen, vuelven a tomar, de soslayo, el nuevo motivo que parecen no poder encarar de frente, embisten los violines, los sonidos se retuercen, en trenzas complicadas, se rompen pulverizados en disparates obsesores, el público se agita en un malestar sudoroso, el director de orquesta se desparrama en contorsiones epilépticas. La música culmina, hasta que exasperadas también de tanto dolor, las cuerdas se rompen y los cobres estallan, como una vulgar gruesa de cohetes.

(Algo así tiene Musset).


Buenos Aires, 1915.