Un tribunal literario/V
De la novela, inocente causa de tan reñida controversia y desbarajuste final, ¿qué he de decir, sino que salió cual engendrada en aciaga noche de escándalo? Como quise adoptar las ideas de cada uno, por parecerme todas excelentes, mi obra resultó análoga a esas capas tan llenas de remiendos y pegotes, que no se puede saber cuál es el color y la tela primitivos. Después de la introducción que he leído, adopté el pensamiento del pajarito y le puse de intermediario entre los dos amantes. Luego, pareciéndome de perlas el incidente de la chimenea, hice que Alejo se mudara a la casa de enfrente, y que una noche se deslizara muy callandito por el interior del ennegrecido tubo, apareciéndose a la dama cuando ésta se percataba menos. Lo del negro no me fue posible introducirlo; pero sí el magnífico desenlace del tío en Indias, ideado por el fénix de los críticos, aunque no pude suponerlo oidor, sino tabernero, diferencia que importa poco para el caso. Así la novela, como hija de distintos progenitores, venía a ser la cosa más pintoresca, variada y original del mundo, y bien podía decir su autor: «yo, el menor padre de todos...». Imprimila, porque ningún editor la quería tomar, aunque yo, llevando mi modestia hasta lo sublime, la daba por ochenta reales al contado y otros ochenta, pagaderos a plazos de dos duros en dos años.
La puse a la venta en las principales librerías, y en un lustro que ha corrido llevo despachada la friolera de tras ejemplares, con más los que me tomaron al fiado, y que espero cobrar si la cosecha es buena en el próximo otoño. Un librero de Sevilla me ha prometido comprarme un ejemplar, si le hago la rebaja de dos reales; y este pedido, con otras proposiciones que me dirigen de lejanas tierras, me hace esperar que venderé hasta diez en todo lo que queda de año. No puedo quejarme, en verdad, porque yo sé que si las cosas estuvieran mejor y sobrase dinero en el país, no había de quedar un ejemplar para muestra.
De todos modos, me consuela la singular protección que me dispensa, ahora como antes, el duque de Cantarranas, mi ilustre Mecenas; quien ha podido conseguir de un amigo suyo, dueño de una tienda de ultramarinos, que me compre media edición al peso, y a veinticinco reales la arroba. Si merced a la solicitud del prócer ilustre, consigo realizar este negocio, me servirá de estímulo para proseguir por el fatigoso camino de las letras, que si tiene toda clase de espinas y zarzales en su largo trayecto, también nos conduce, como sin querer, a la holgura, a la satisfacción y a la gloria.
Madrid, Septiembre de 1872.