Un tribunal literario/I
«Me gustaría enteramente sentimental, que llegase al alma, que hiciera llorar... Yo cuando leo y no lloro, me parece que no he leído. ¿Qué quiere usted? yo soy así, -me dijo el duque de Cantarranas, haciendo con los gestos frente, boca y narices uno de aquellos nerviosos que le distinguen de los demás duques y de todos los mortales.
-Yo le aseguro a usted que será sentimental, será de esas que dan convulsiones y síncopes; hará llorar a todo el género humano, querido señor duque, -le contesté abriendo el manuscrito por la primera página.
-Eso es lo que hace falta, amigo mío: sentimiento, sentimiento. En este siglo materialista, conviene al arte despertar los nobles afectos. Es preciso hacer llorar a las muchedumbres, cuyo corazón esta endurecido por la pasión política, cuya mente está extraviada por las ideas de vanidad que les han imbuido los socialistas. Si no pone usted ahí mucho lloro, mucho suspiro, mucho amor contrariado, mucha terneza, mucha languidez, mucha tórtola y mucha codorniz, le auguro un éxito triste, y lo que es peor, el tremendo fallo de reprobación y anatema de la posteridad enfurecida.
Dijo; y afectando la gravedad de un Mecenas, mirome el duque de Cantarranas con expresión de superioridad, no sin hacer otro gesto nervioso que parecía hundirle la nariz, romperle la boca y rasgarle el cuero de la frente, de su frente olímpica en que resplandecía el genio apacible, dulzón y melancólico de la poesía sentimental.
Aquello me turbó. ¡Tal autoridad tenía para mí el prócer insigne! Cerré y abrí el manuscrito varias voces; pasé fuertemente el dedo por el interior de la parte cosida, queriendo obligar a las hojas a estar abiertas sin necesidad de sujetarlas con la mano; paseé la vista por los primeros renglones, leí el título, tosí, moví la silla, y, con franqueza lo declaro, habría deseado en aquel momento que un pretexto cualquiera, verbi gracia, un incendio en la casa vecina, un hundimiento o terremoto, me hubieran impedido leer; porque, a la verdad, me hallaba sobrecogido ante el respetable auditorio que a escucharme iba. Componíase de cuatro ilustres personajes de tanto peso y autoridad en la república de las letras, que apenas comprendo hoy cómo fui capaz de convocarles para una lectura de cosa mía, naturalmente pobre y sin valor. Aterrábame, sobre todo, el mencionado duque de los gestos nerviosos, el más eminente crítico de mi tiempo, según opinión de amigos y adversarios.
Sin embargo, Su Excelencia había ido allí, como los demás, para oírme leer aquel mal parto de mi infecundo ingenio, y era preciso hacer un esfuerzo. Me llené, pues, de resolución, y empecé a leer.
Pero permitidme, antes de referir lo que leí, que os dé alguna noticia del grande, del ilustre, del imponderable duque de Cantarranas.
Era un hidalguillo de poco más o menos, atendida su fortuna, que consistía en una posesión enclavada en Meco, dos casas en Alcobendas y un coto en la Puebla de Montalbán; también disfrutaba de unos censos en el mismo lugar y de unos dinerillos dados a rédito. A esto habían venido los estados de los Cantarranas, ducado cuyo origen es de los más empingorotados. Así es que el buen duque era pobre de solemnidad; porque la posesión no lo daba más que unos dos mil reales, y esos mal pagados, las casas no producían tres maravedises, porque la una estaba destechada, y la otra, la solariega por más señas, era un palacio destartalado, que no esperaba sino un pretexto para venirse al suelo con escudo y todo. Nadie lo quería alquilar porque tenía fama de estar habitado por brujas, y los alcobendanos decían que allí se aparecían de noche las irritadas sombras de los Cantarranas difuntos.
El coto no tenía más que catorce árboles, y esos malos. En cuanto a caza, ni con hurones se encontraba, por atravesar la finca una servidumbre desde principios del siglo, en que huyó de allí el último conejo de que hay noticia. Los dinerillos le producían, salvo disgustos, apremios y tardanzas, unos tres mil realejos. Así es que Su Excelencia no poseía más que gloria y un inmenso caudal de metáforas, que gastaba con la prodigalidad de un millonario. Su ciencia era mucha, su fortuna escasa, su corazón bueno, su alma una retórica viviente, su persona... su persona merece párrafo aparte.
Frisaba en los cuarenta y cinco años; y esto que sé por casualidad, se confía aquí como sagrado secreto, porque él, ni a tirones pasaba de los treinta y nueve. Era colorado y barbipuntiagudo, con lentes que parecían haber echado raíces en lo alto de su nariz. Éstas llamaron siempre la atención de los frenólogos por una especial configuración en que se traslucía lo que él llamaba exquisito olfato moral. Para la Ciencia eran un magnífico ejemplar de estudio, un tesoro; para el vulgo eran meramente grandes. Pero lo más notable de su cariz era la afección nerviosa que padecía, pues no pasaban dos minutos sin que hiciese tantos y tan violentos visajes, que sólo por respeto a tan alta persona, no se morían de risa los que le miraban.
Su vestido era lección o tratado de economía doméstica. Describir cómo variaba los cortes de sus chalecos para que siempre pareciesen de moda, no es empresa de plumas vulgares. Decir con qué prolijo esmero cepillaba todas las mañanas sus dos levitas y con qué amor profundo les daba aguardiente en la tapa del cuello, cuidando siempre de cogerlas con las puntas de los dedos para que no se le rompieran, es hazaña reservada a más puntuales cronistas.
¿Pues y la escrupulosa revista de roturas que pasaba cada día a sus dos pantalones, y los remojos, planchados y frotamientos con que martirizaba su gabán, prenda inocente que había encontrado un purgatorio en este mundo? En cuanto a su sombrero, basta decir que era un problema de longevidad. Su ignora qué talismán poseía el duque para que ni un átomo de polvo, ni una gota de agua manchasen nunca sus inmaculados pelos. Añádase a esto que siempre fue un misterio profundo la salud inalterable de un paraguas de ballena que le conocí toda la vida, y que mejor que el Observatorio podría dar cuenta de todos los temporales que se han sucedido en veinte años. Por lo que hace a los guantes, que habían paseado por Madrid durante cinco abriles su demacrada amarillez, puede asegurarse que la alquimia doméstica tomaba mucha parte en aquel prodigio. Además el duque tenía un modo singularísimo de poner las manos, y a esto, más que a nada, se debe la vida perdurable de aquellas prendas, que él, usando una de sus figuras predilectas, llamaba el coturno de las manos. Puede formarse idea de su modo de andar, recordando que las botas me visitaron tres años seguidos, después de tres remontas; y sólo a un sistema de locomoción tan ingenioso como prudente, se deben las etapas de vida que tuvieron las que, valiéndonos de la retórica del duque, podremos llamar las quirotecas de los pies.
Usaba joyas, muchos anillos, prefiriendo siempre uno, donde campeaba una esmeralda del tamaño de media peseta, tan disforme, que parecía falsa; y lo era en efecto, según testimonio de los más reputados cronistas que de la casa de Cantarranas han escrito. No reina la misma uniformidad de pareceres, y aún son muy distintas las versiones respecto a cierta cadena que hermoseaba su chaleco, pues aunque todos convienen en que era de doublé, hay quien asegura ser alhaja de familia, y haber pertenecido a un magnate de la casa, que fue virrey de Nápoles, donde la compré a unos genoveses por un grueso puñado de maravedises.
Corría, con visos de muy autorizada, la voz de que el duque de Cantarranas era un cursi (ya podemos escribir la palabrilla sin remordimientos, gracias a la condescendencia del Diccionario de la Academia); pero esto no sirve sino para probar que los tiros de la envidia se asestan siempre a lo más alto, del mismo modo que los huracanes hacen mayores estragos en las corpulentas encinas.
El duque, por su parte, despreciaba estas hablillas, como cumple a las almas grandes. Pero llegaron tiempos en que salía poco de día, porque en su levita había descubierto la astronomía vulgar no sé qué manchas. En esto se parecía al sol, aunque por raro fenómeno, era un sol que no lucía sino por las noches. Frecuentaba varias tertulias, tomaba café, iba tres veces al año al teatro, paseaba en invierno por el Prado y en verano por la Montaña, y se retiraba a su casa después de conversar un rato con el sereno.
La índole de su talento le inclinaba a la contemplación. Leía mucho, deleitándose sobremanera con las novelas sentimentales, que tanta boga tuvieron hace cuarenta años. En esto, es fuerza confesar que vivía un poco atrasadillo; pero los grandes ingenios tienen esa ventaja sobre el común de las gentes; es decir, pueden quedarse allí donde les conviene, venciendo el oleaje revolucionario, que también arrastra a las letras. Para él, las novelas de Mad. Genlis eran el prototipo, y siempre creyó que ni antiguos ni modernos habían llegado al zancajo de Madama de Staël en su Corina. No le agradaba tanto, aunque sí la tenía en gran aprecio, La Nueva Eloísa, de Rousseau; porque decía que sus pretensiones eruditas y filosóficas atenuaban en parte el puro encanto de la acción sentimental. Pero lo que le sacaba de sus casillas eran Las noches de Young, traducidas por Escóiquiz; y él se sumergía en aquel océano de tristezas, identificándose de tal modo con el personaje, que, a veces le encontraban por las mañanas pálido, extenuado y sin acertar a pronunciar palabra que no fuera lúgubre y sombría como un responso. En su conversación se dejaba ver esta influencia, porque empleaba frecuentemente la quincalla de figuras retóricas que sus autores favoritos le habían depositado en el cerebro. Su imagen predilecta era el sauce entre los vegetales, y la codorniz entre los vertebrados. Cuando veía una higuera, la llamaba sauce; todos los chopos eran para él cipreses; las gallinas antojábansele palomas, y no hubo jilguero ni calandria que, él, con la fuerza de su fantasía, no trocara en ruiseñor. Más de una vez le oí nombrar Pamela a su criada, y sé que únicamente dejó de llamar Clarisa a su lavandera señá Clara, cuando ésta manifestó que no gustaba de que la pusiesen motes.
¿Será necesario afirmar que, aun concretado a una especialidad, el duque de Cantarranas era un excelente crítico? Baste decir que sus consejos tenían fuerza de ley y sus dictámenes eran tan decisivos, que jamás se apeló contra ellos al tribunal augusto de la opinión pública. Por eso le cité, en unión de los otros tres personajes que describiré luego, para que juzgase mi obrilla.
Era ésta una novela mal concebida y peor hilvanada, incapaz por lo tanto de hombrearse con las muchas que, por tantos y tan preclaros ingenios producidas, enaltecen actualmente las letras en este afortunado país. Luego que los cuatro ilustres senadores que formaban mi auditorio se colocaron bien en sus sillas, saqué fuerzas de flaqueza, tosí, miré a todos lados con angustia, respiró con fuerza, y con voz apagada y temblorosa, empecé de esta manera:
«Capítulo primero. Alejo era un joven bastante feo, hijo de honrados padres, chico de estudios de sanas y muy honestas costumbres, pobre de solemnidad, y bueno como una manzana. Vivía encajonado en su bohardilla, y desde allí contemplaba los gorriones que iban a pararse en la chimenea y los gatos que retozaban por el tejado. Miraba de vez en cuando al cielo, y de vez en cuando a la tierra, para ver ya las estrellas, ya los simones. Alejo estudiaba abogacía, lo cual le aburría mucho, y no tenía más distracción que asomarse al ventanillo de su tugurio. ¿Describiré la habitación de esta desventurada excrescencia de la sociedad? Sí; voy a describirla.
Imaginaos cuatro sucias paredes sosteniendo un inclinado techo, al través del cual el agua del invierno por innumerables goteras se escurre. Andrajos de uno a modo de papel azul, pendían de los muros; y la cama, enclavada en un rincón, era paralela al techo, es decir, inclinada por los pies. Una mesa que no los tenía completos, sostenía apenas dos docenas de libros muy usados, un tintero y una sombrerera. Allí formaban estrecho consorcio dos babuchas en muy mal estado, con una guitarra de la cual habían huido a toda prisa las cuatro cuerdas, quedando una sola, con que Alejo se acompañaba cierta seguidilla que sabía desde muy niño. Allí alternaban dos pares y medio de guantes descosidos, restos de una conquista, con un tarro de betún y un frasco de agua de Colonia, al cual los vaivenes de la suerte convirtieron en botella de tinta, después de haber sido mucho tiempo alcuza de aceite. De inválida percha pendían una capa, una cartuchera de miliciano (1854), dos chalecos de rayas encarnadas y una faja que parecía soga. Un clavo sostenía el sombrero perteneciente a la anterior generación, y un baúl guardaba en sus antros algunas piezas de ropa, en las cuales los remiendos, aunque muchos y diversos, no eran tantos ni tan pintorescos como los agujeros no remendados.
Pero asomémonos a la ventana. Desde ella se ve el tejado de enfrente, con sus bohardillas, sus chimeneas y sus misifuces. Más abajo se divisa el tercer piso de la casa; bajando más la vista el segundo, y por fin el principal. En éste hay un cierro de cristales, con flores, pájaros y... ¡otra cosa! Alejo miraba continuamente la otra cosa que contenía el cierro. ¿Diremos lo que era? Pues era una dama. Alejo la contemplaba todos los días, y por un singular efecto de imaginación, estaba viéndola después toda la noche, despierto y en sueños; si escribía, en el fondo del tintero; si meditaba, revoloteando como espectro de mariposa alrededor de la macilenta, luz que hacía, veces de astro en el paraíso del estudiante.
Mirando desde allí hacía el piso principal de enfrente, se distinguía en primer término una mano, después un brazo, el cual estaba adherido a un admirable busto alabastrino, que sustentaba la cabeza de la joven, singularmente hermosa. ¿Me atreveré a describirla? ¿Me atreveré a decir que era una de las damas más bellas, de más alto origen, de más distinguido trato que ha dado a la sociedad esta raza humana, tan fecunda en duquesas y marquesas? Sí, me atrevo.
Desde arriba, Alejo devoraba con sus ojos una gran cabellera negra, espléndida, profusa, un río de cabellos, como diría mi amigo el ilustre Cantarranas. (Al oír esto símil en que yo rendía público tributo de admiración al esclarecido prócer, éste se inclinó con modestia y se ruborizó unas miajas. Debajo de estos cabellos, Alejo admiraba un arco blanco en forma de media luna: era la frente, que desde tan alto punto de vista afectaba, esta singular forma. De la nariz y barba sólo asomaba la punta. Pero lo que se podía contemplar entero, magnífico, eran los hombros, admirable muestra de escultura humana, que la tela no podía disimular. Suavemente caía el cabello sobre la espalda: el color de su rostro al mismo mármol semejaba, y no ha existido cuello de cisne más blanco, airoso y suave que el suyo, ni seno como aquél, en que parecían haberse dado cita todos los deleites. La gracia de sus movimientos era tal, que a nuestro joven se le derretía, el cerebro siempre que la consideraba saludando a un transeúnte, o a la amiga de enfrente. Cuando no estaba puesta al balcón, las voces de un soberbio piano la llevaban, trocada en armonías, a la zahúrda del pobre estudiante. Si no la admiraba, la oía: tal poder tiene el amor que se vale de todos los sentidos para consolidar su dominio pérfido. Pero, ¡extraño caso! jamás en el largo espacio de un trienio alzó la vista hacia el nido de Alejo, no observar aquella cosa fea que desde tan alto la miraba y la escuchaba con el puro fervor del idealismo.
Añadamos que Alejo era miope: el estudio y las vigilias habían aumentado esta flaqueza que no le permitía distinguir tres sobre un asno. Felizmente, el autor de este libro goza una vista admirable, y por lo tanto puede ver desde la bohardilla de Alejo lo que éste no podía: la dama tal cual era en su forma real, despojada de todos los encantos con que la fantasía de un miope la había revestido; las máculas que le salpicaban el rostro, bastante empañado después de su quinto parto; podía advertir (y para esto hubo de reunir datos que facilitó cierta doncella) que para formar aquella sorprendente cabellera habían intervenido, primero Dios, que la creó no sabemos en que cabeza, y después un peluquero muy hábil que sola, arregló a la señora. También hubo de notar que no era su talle tan airoso como desde las boreales regiones de Alejo parecía, y que la nariz estaba teñida de un ligero rosicler, no suficiente a disimular su magnitud. En cuanto al piano, juraría que la dama no tocó en tres años otra cosa que un que empezaba en Norma y acababa en Barba Azul, pieza extravagante que su inhabilidad había compuesto de lo que oyó al maestro; y por último, por lo que respecte al seno, sería capaz de apostar que...».
Al llegar aquí me interrumpieron. Desdo que leí lo de las máculas, notaba yo ciertos murmullos mal contenidos. Fueron en crescendo, hasta que llegando al citado pasaje, una exclamación de horror me cortó la palabra y me hizo suspender la lectura.
Cantarranas estaba nervioso, y la poetisa se abanicaba con furia, ciega de enojo y hecho un basilisco. No sé si he dicho que una de las cuatro personas de mi auditorio, era una poetisa. Creo llegada la ocasión de describir a esta ilustre hembra.