Tradiciones peruanas - Novena serie
Un santo varón

de Ricardo Palma
A Luis Berisso, en Buenos Aires.


Vivo y comiendo pan está todavía en Huauya, estancia vecina a Caraz, el protagonista de este artículo. Llamase José Mercedes Tamariz, aunque generalmente se le conoce por él Tuerto si bien él se requema cuando oye el mote y la emprende á puñetazo limpio con el burlón.

Hasta hace pocos años fue Tamariz persona de fuste en la parroquia de San Ildefonso de Caraz, como que ejercía los socorridos cargos de sacristán, campanero, misario en las misas rezadas, organista en las fiestas solemnes, y cantor fúnebre en todo sepelio. Era hombre a quien nadie habría tenido entrañas para negarle un par de zapatos viejos.

Gran devoto del zumo de parra, que en tan buen predicamento para con la humanidad puso el abuelo Noé, era frecuente que, para la misa dominical, tuviese el párroco que ir en persona a sacar al organista de alguna tracamandana. El bellaco Tuerto era un don Preciso, pues en diez leguas a la redonda no había hombre capaz de manejar el órgano.

Y sucedió que un domingo, en que lo sacaron de una cuchipanda para llevarlo á la iglesia, en vez de arrancar al órgano notas que pudieran pasar por imitación del Gloria in excelsis, tocó una cachua con todos sus ajilimógilis. Los cabildantes, que á la misa concurrieron se sulfuraron ante tamaña irreverencia, y ordenaron al alguacil que, amarrado codo con codo, llevase a la cárcel al tuno del organista, el cual protestaba con esta badajada, propia de un trufaldín:

—Dios no entiende de música terrena, y para él da lo mismo una tonada que otra.

Acostumbrábase, en muchos pueblos del Perú, celebrar la Semana Santa con mojigangas populacheras que ni pizca tenían de religiosas. En Lima misma, como quien dice en el cogollito de la civilización, tuvimos hasta que entró la patria la exhibición de la Llorona de Viernes Santo, de la Muerte carcancha y de otras profanaciones de idéntico carácter. A Dios gracias van desapareciendo del país esas extravagancias de una mal entendida devoción.

En la costa y en la sierra, toda mestiza de quince á veinte primaveras y de apetitoso palmito en disponibilidad para noviazgo, se desvivía porque la designase el Cura para representar en la Iglesia á la Verónica, á la pecadora de Magdala,a María Cleofe ú otra de las devotas mujeres que asistieron al drama del Calvario.

No hace aún medio siglo que, en Paita y otros pueblos del departamento de Piura, ponían en la cruz al mancebo más gallardo del lugar, y cuentan que una vez interrumpió éste al predicador, diciendo:

—Mande su paternidad que se vaya la bendita Magdalena, porque me está haciendo cosquillas.

En cuanto á los hombres, el papel de santos varones no tenía menos pretendientes. Durante la cuaresma, el cura los ensayaba para que, en las tres horas del Viernes Santo, varones y varonesas desempeñasen correctamente su papel.

El cura de Caraz, presbítero don José María Saenz que, corriendo los años, murió en el antiguo manicomio de San Andrés, designó en una ocasión á Mercedes Tamariz para que funcionara como santo varón á quien correspondía desclavar la mano izquierda de Cristo.

Pero fue el caso que imaginándose el orador que era más culto emplear las palabras diestra y siniestra en vez de derecha é izquierda ,vocablos de uso corriente, dijo dirigiéndose a Tamariz:

— Santo varón, desclava la mano siniestra del Señor.

Tamariz se quedó hecho un pasmarote, y sotto voce dijo a su compañero:

—Eso de siniestra irá contigo desclava...; hombre.

—No, Mercedes, á ti te toca.

— ¿Que? diablos va á tocarme á mí? Me corresponde la izquierda.

El cura, viendo que el sacristán se hacía remolón, para cumplir la orden, repitió:

— Santo varón, desclava la mano siniestra del Señor.

Ni por esas. Mercedes Tamariz no se daba por notificado y seguía disputando con el otro prójimo.

Entonces, aburrido el párroco, le gritó:

— ¡Tuerto borracho! Desclava la mano izquierda del Señor.

Eso de llamarle Tuerto, y en público para mayor agravio, le llegó al sacristán a la pepita del alma, le removió el concho alcohólico, arrojó con estrépito la herramienta que para desclavar tenía en la mano, y se salió furioso de la iglesia, parroquial, diciendo:

—Padre, no tiene usted la culpa sino yo, por haberme metido en semejantes candideces.