Un puesto de chía en Semana Santa
Un puesto de chía en Semana Santa
Ha pasado la época a que nosotros por ironía llamamos invierno, que propiamente no es más que el sueño rápido de la eterna primavera, para aparecer con el prestigio de nuevos encantos. Ha pasado riendo con la careta en la mano, con las señales de su vida corta y crapulosa el carnaval; y la austera Cuaresma ejerce su menoscabado imperio en las pocas almas timoratas y religiosas de este siglo eminentemente pecador.
Los vendedores, que con su grito son el termómetro que marca las estaciones, han dejado de pregonar entre las sombras de la noche la castaña asada, en los parajes públicos; la extensa lumbrada ya no se enciende en las esquinas frente al cacahuate y al coco fresco.
Es un viernes; en algunas esquinas se improvisa un pensil de flores naturales, el chícharo aromático, la mosqueta, la amapola, la espuela de caballero rodean a la rolliza florera que forma ramos, para ofrecerlos al público por módicas sumas.
Ya es un niño que le compra y acompaña el ramo a una vela ruin para la Virgen de su escuela, en la que aún se conservan las costumbres de antaño; ya la mujer de la plebe que tiene su altar, y lo adorna con flores en su humildísima pocilga; ya la rumbosa cocinera, que orna el canasto de su recaudo de vigilia. Entretanto, multitud de carboneros pueblan las calles, se oye pregonar en voz de tiple el cuscús, las verdolagas, el ahuautle, las ranas; y por la garita de San Cosme entran multitud de asnos pacíficos cargados con berza, compitiendo el vendedor en su grito, con el que proclama el bagre y el pescado blanco.
Atraviesan las calles en todas direcciones estos pregoneros errantes; la afluencia de arrieros a la capital es notable; ya los conductores de los efectos de tierra adentro, ya los indios de los alrededores, ya los alcaldes de un pueblo que con la más pacífica de las embajadas vienen en busca de cera y de arreos de hoja de lata pertenecientes a la Edad Media, para convertirse en verdugos de Jesucristo.
En esta época de agitación, cuando el espíritu mercantil, la gastronomía o la devoción, ponen en movimiento los ánimos, cuando comienzan a sentirse los calores, y aún no hay esperanza que los temple la benigna lluvia; un día como por comunicación telegráfica aparecen en las esquinas los puestos de chía.
Dos enormes huacales son el armazón de este mostrador portátil, se revisten de alfalfa o de trébol; se adornan en su parte exterior de amapola, de chícharo, de campánulas y mosqueta, con matices varios, con exquisito tacto y hermosura; corona esta especie de mostrador otra cenefa de rosas y demás flores vistosísimas y frescas: el frente del puesto está perpetuamente regado, y como excitando al sediento a calmar sus ansias. Sobre el puesto hay una especie de aparador en que sigue la categoría y fortuna de las relaciones de su dueño, se ostentan, ya colosales vasos de cristal abrillantado con aguas de colores, que azules, escarlatas, naranjadas y verdes, relucen con el sol, y le dan un aspecto peculiar a la negociación: hay también jícaras encarnadas y lustrosas, hijas del sur de México, con su maque terso y durable, y sus labores de plata curiosísimas.
Lo restante de la negociación está oculto a las miradas profanas: es la olla matriz con agua de azúcar, otra con agua de limón, piña, tamarindo, y sobre todo, la horchata de pepita y la chía, "engordando" en un lugar predilecto.
La alma de este singular conjunto, es la chiera, fresca, morena, de ojos negros, de andar resuelto, enagua con puntas, zapato con mancuerna, y en todo respirando actividad e inteligencia; ordena a su criada que prepare en el metate adjunto la pepita, envía a su esposo por los artículos que necesita; forma una especie de pabellón con su rebozo al recién nacido pimpollo detrás del puesto; adquiere relaciones con el vinatero y los cargadores: los de la vecindad la señalan, los muchachos la auxilian el primer día de su instalación, y ya todo arreglado, tose, ve en su derredor, y grita con un acento que le es propio: "chía, horchata, agua de limón, tamarindo".
Acércase un sediento; prepara una jícara, lava sus manos, vacía un tanto de agua azucarada, y la mezcla con la chía o con la espumante horchata, para brindarla a su marchante: así pasa su vida monótona riñendo con los deudores, afable con los transeúntes, vivaracha y retozona con sus vecinos.
Pero luego que ciertos signos anuncian la Semana Santa, que la ronca cantarrana en manos del muchacho, y la impertinente matraca proclaman los solemnes misterios de la Pasión, entonces la chiera es otra cosa; empeña su crédito, forma una habitación de carrizo y morillos en instantes, multiplícanse sus dependientes, contrae compromisos, y despliega una prodigiosa actividad, como el cocinero del puding a la chipolata en medio de sus clientes, como un general en un día de batalla distribuye su gente, la comisiona y vigila por su perpetua acción.
El Jueves Santo en la noche, el puesto de chía es la fachada de un salón extenso de carrizo, aquel mostrador enano está adornado de arcos elevados de trébol y flores, de donde penden cantarillos y otros trastos de barro poroso que dan frescura a la agua loja, y el juguete es un nuevo atractivo para el comprador. Un hojalatero proveyó de faroles; algún otro conocido, de bandillas y lienzos, y algunas veces Telémaco y Ulises, Catón y Espartero, no desdeñan entrar en los puestos en sus dorados cuadros; por lo demás, en el interior hay bancas; y la servidumbre que muele, endulza, riñe, y está en perpetuo trajín, es numerosísima.
Ese día, la chiera se multiplica como el pólipo; trabaja, riñe, y tiene pintada la mortificación y el despecho en el rostro.
Su compostura en esos días es extremada; enagua de muselina con maneras de listón y un holán encarrujado y como el ampo de la nieve; sus pulseras y gargantilla de corales, su rosario y su relicario con cera de agnus, y en fin, todas las medallas y amuletos que puede, desde San Jorge contra los animales, hasta el Señor del Sacro Monte, las puntas de costumbre y el zapatillo ajustado, realzando el apiñonado cutis; así se ostenta de galana, grita su chía, horchata, etcétera, se instala en su tienda una familia de un honrado artesano vestido de limpio, su sombrero de chapetas, su zapato de herradura, su chicuela de saya y mantilla. La chiera los hace sentar, les da conversación y les sirve lo que piden.
En esos días los puestos degeneran, y tienen tantos cambios y alteraciones que es imposible describirlos propiamente: hasta aquí sólo he pintado la chiera de esquina; pero en la Semana Santa todo el frente de Palacio se cubre de puestos, y aunque en el fondo son iguales, su forma varía al infinito.
Allí ricas cortinas de damasco y muselina; allí quinqués y cuadros; allí también, cantaritos y jícaras; pero vasos y jarrones europeos; allí la canela arrojada sobre la agua haciendo labores caprichosas; allí hay cajeras y servidumbre numerosa, y los niños que lloran y las molenderas que riñen, y la obesa puestera que se atufa y se ahoga entre la concurrencia exigente, y el marido de la mujer trabajadora, holgazán, que bebe y gasta el fruto de los afanes de la pobre chiera.
Pero esto es accidental, la chiera de profesión es estacionaria, desaparece con la primera escarcha, emigra con las golondrinas, y nada se sabe de su existencia mientras dura el invierno.
En estos últimos tiempos, como Mahoma en lo religioso, como Galileo en lo científico, como Napoleón en lo político, una chiera ha hecho una revolución en su ramo empuñando el cetro de las puesteras, y no se crea que es una mujer vulgar y sin talento; no señor, es la chiera del Portal de las Flores. Antes, la esquina en que ahora se halla, estaba desierta; repentinamente se posesiona de un arco, se circunda de ollas colosales y rechonchas, acopia pepita y chía; da extensión a su giro, ocupa varios brazos, pone en movimiento muchos metates, y sin más que el aseo y la oportunidad del local, se alza con el imperio de la horchata; ni un grito, ni un desorden; nada: bondad en los efectos, prontitud en el despacho, y laus Deo.
Ya no se desdeña el petimetre de acercarse al puesto pidiendo chía; ya empuña la mano, vestida con la delicada cabritilla, el vaso de tamarindo; ya el denodado general saca el mostacho con un vivo de horchata sin sonrojarse; ya el sacerdote austero bajo el acanalado chapeau sorbe una senda jícara de horchata, y rodeado de lo más espléndido de la corte, de la juventud más almibarada, la perla de las chieras, la joya de las vendedoras de aguas lojas, aumenta su fortuna, con regocijo de cuantos la conocemos.
Porque ante ella cae la máscara de la etiqueta; porque aquel puesto es el oasis del desierto, la fuente de Moisés, el alivio de todos los que acuden al Palacio; es un puesto legitimista, regulador de la marcha social, y digno de la protección del gobierno.
El oficial a quien dieron una orden de marcha, el empleado y el pretendiente que llevaron una antesala de seis horas, la viuda doliente y el corredor avaro, todos dulcifican su humor con la agua del portal; calman su fatiga, cambian conversación, y el que venía de oposición se marcha afable, y el que venía satisfecho explaya su ánimo y se afirma en sus propósitos.
Es como un periódico que contenta todas las opiniones, como esos hombres que tienen una misión de paz, más útil para templar los ánimos que cualquier empleado diplomático, más conciliador que congreso alguno; junto a esas ollas ni hay partido, ni reclamaciones, ni diferencias, contraste de las oficinas públicas, se retira uno satisfecho; nunca dinero alguno se paga con mejor voluntad, quizá porque no hay contribución de ninguna especie que refresque a otros más que a los recaudadores; en fin, la chiera del portal, gordita, morena y afable, ocupará un día el rango a que la llama su puesto. Ahora su comercio está en moda, los landós la rodean, los caballeros la saludan, y yo que profetizo su opulencia dirijo mis preces al cielo por su riqueza, porque será una gloria para el país contemplar una vez una fortuna inmaculada, adquirida en un puesto tan público.
Fidel
1844