Un proceso contra Dios

Tradiciones peruanas: Segunda serie (1893)
de Ricardo Palma
Un proceso contra Dios


Crónica de la época del vigésimo cuarto virrey del Perú

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En el archivo de la que fue Real Audiencia de Lima encontrábase constancia de haberse remitido a España, pedida por el rey, una causa de más de cuatrocientas fojas de papel sellado, sobre cual constancia y datos pacientemente recogidos hemos basado esta tradición.

Dios hizo al hombre bueno; pero parece que su Divina Majestad echó ases cuando creó la humanidad.

El hombre instintivamente se inclina al bien; pero las decepciones envenenan su alma y la vuelven egoísta, es decir, perversa.

Quien aspire a tener larga cosecha de males, empiece por sembrar beneficios. Esperar gratitud del prójimo favorecido, es como pedir hoy milagros a los santos.

Así es la humanidad, y mucho que tuvo razón el rey D. Alonso el Sabio cuando dijo que si este mundo no estaba mal hecho, por lo menos lo parecía.

D. Pedro Campos de Ayala fue por los años de 1695 un rico comerciante español, avecindado en Lima, sobre el cual llovieron las desdichas como granizada sobre páramo.

Dicen los casuistas que donde hay penas y desventuras, allí está Dios. Consoladora es la doctrina; pero a la mayoría de los que padecen no les cae en gracia.

Así, cuentan que un sabio obispo logró que se bautizase un judío muy acaudalado. Después de su conversión, empezaron a sobrevenirle desgracias sobre desgracias, y el obispo creyó confortarlo diciéndole: «No te desesperes, que tus desdichas no son sino beneficios que el Señor reparte entre aquellos a quienes arna». Amostazose el cristiano nuevo y contestó: «Pues esos regalos que los guarde Dios para sus amigos viejos: pero conmigo, a quien conoce de ha poco, ¿sobre qué tanta confianza y cariño?».

Generoso hasta la exageración, no hubo miseria que D. Pedro no aliviase con su dinero, ni desventura a la que no acudiese a dar consuelo. Y esto sin fatuidad, que el hombre era humilde como las piedras de la calle, y por sólo el gusto de hacer el bien.

Pero el naufragio de un buque que con valioso cargamento le venía de Cádiz, y la quiebra de algunos pillos a quienes el buen D. Pedro sirviera de garante, lo pusieron en apurada situación. Nuestro honrado español realizó con graves pérdidas su fortuna, pagó a los acreedores y se quedó sin un maravedí.

Con la última moneda se le escapó el último amigo.

Todo lo había perdido, menos la vergüenza, que es lo primero que ahora acostumbramos perder.

Quiso volver a trabajar, y acudió en demanda de protección a muchos a quienes había favorecido en sus días de opulencia, y que acaso debían exclusivamente a él hallarse en holgada posición.

Entonces supo cuánta verdad encierra aquel refrán que dice: «No hay más amigo que Dios y un duro en la faltriquera».

Parece que la mejor piedra de toque de la amistad es el dinero.

D. Pedro adquirió a dura costa el convencimiento de que para muchos corazones, la gratitud es fardo asaz pesado.

Hasta la mujer que había amado, y en cuyo amor creyera con la fe de un niño, le reveló muy a las claras que ya los tiempos eran otros.


Que es amor una senda
tan sin camino,
que el que va más derecho
va más perdido.


Entonces D. Pedro juró volver a ser rico, aunque para alcanzar una fortuna tuviese que ocurrir al crimen.

Las decepciones habían muerto todo lo que en su alma hubo de grande, de noble y de generoso, y se despertó en él un odio profundo por la humanidad. Como el tirano de Roma, habría querido que la humanidad tuviera una cabeza para cercenarla de un tajo.

Y desapareció de Lima y fue a establecerse en Potosí.

Pocos días antes de su desaparición, fue encontrado muerto en su lecho un usurero vizcaíno. Unos juzgaron que había sido víctima de una congestión, y otros dijeron que se le había ahogado violentamente con un pañuelo.

¿Se había cometido un robo o una venganza? La voz pública se decidió por lo segundo; pues ostensiblemente no aparecía mermada la fortuna del vizcaíno.

Pero nadie paró mientes en que este suceso coincidió casi con el repentino viaje de nuestro protagonista.

Y corrieron años, y vino el de 1706, y D. Pedro volvió a Lima con medio milloncejo ganado en Potosí. Mas no era ya el mismo hombre, abnegado y generoso, que todos habían conocido.

Encerrado en su egoísmo como el galápago en su concha, gozaba conque todo Lima supiese que era rico, hasta el punto de varear la plata, pero que no daba un grano de arroz al gallo de la Pasión.

Además D. Pedro, tan alegre y comunicativo antes, se había vuelto misántropo. Paseaba solo, no correspondía al saludo ni visitaba a nadie más que a un caracterizado jesuita, con el que se entretenía largas horas en secreta plática.

De repente corrió la voz de que Campos de Ayala había llamado a un escribano y hecho ante él testamento, legando su inmensa fortuna al colegio de San Pablo.

Pero fuese arrepentimiento o que alguna nueva causa pesara en su ánimo, un mes más tarde revocó el testamento y firmó otro distribuyendo su caudal, por iguales porciones, entre los conventos y monasterios de Lima, determinando un capital para misas por su alma, y haciendo algunos legados de importancia, contándose entre los favorecidos un sobrino del vizcaíno de marras.

Aquellos eran los tiempos en que, como dice un escritor contemporáneo muy gráficamente, el jesuita y él fraile se arañaban las manos bajo la almohada del moribundo para apoderarse del testamento.

Pero no habían transcurrido muchos días desde el de la revocatoria cuando una noche el virrey marqués de Castel-dos-Ríus recibió un largo anónimo, y después de leerlo y releerlo, púsose su excelencia a cavilar; y el resultado de sus cavilaciones fue llamar a un alcalde del crimen y ordenarle que sin pérdida de minuto se apoderase de la persona de D. Pedro Campos de Ayala y la aposentase en la cárcel de corte.

D. Manuel Omms de Santa Pau, de Sentmanat y de Lanuza, grande de España y marqués de Castel-dos-Ríus, hallábase de embajador en París cuando aconteció la muerte de Carlos II, envolviendo a la monarquía en una sangrienta guerra de sucesión. El marqués no sólo presentó a Luis XIV el testamento en que el Hechizado legaba al duque de Anjou la corona, sino que se declaró abiertamente partidario del Borbón e hizo que sus deudos de Cataluña hostilizasen al archiduque de Austria. En una de las batallas murió el primogénito del marqués de Castel-dos-Ríus.

Sabido es que las colonias de América aceptaron el testamento de Carlos II, reconociendo a Felipe V por legítimo soberano. Éste, cuando aún la guerra civil no había terminado, se apresuró a premiar los servicios del de Castel-dos-Ríus y lo nombró virrey del Perú. Eran sus arma las de los Lanuza: dos cuarteles en oro con león rapante de gules, y dos en azur con vuelo de plata.

El señor de Sentmanat y de Lanuza llegó a Lima el 7 de julio de 1707 y no bien se hizo cargo del gobierno, cuando levantó empréstitos, impuso contribución de guerra y se echó sobre los caudales de censos, obras pías y de los cabildos. Así consiguió enviar al exhausto tesoro del monarca millón y medio de duros.

Vino con el virrey su hijo D. Félix, nombrado general del Callao; habiendo dado no poco que murmurar, en el acto solemne de la entrada del marqués en Lima, la inasistencia del arzobispo.

Fue el marqués de Castel-dos-Ríus el primer virrey que vino trayendo lo que se llamó pliego de sucesión y que los mexicanos llamaban pliego de mortaja. Felipe V estableció entregar a cada virrey un pliego, encerrado bajo tres cubiertas, el cual se depositaba en la Real Audiencia, debiendo romperse los sellos para saber el contenido sólo en caso de fallecimiento o incapacidad física e incurable del gobernante. El pliego de mortaja contenía una terna de nombres, designando las personas llamadas a reemplazar interinamente y hasta nueva disposición regia al virrey difunto. Así desapareció, en los casos de vacancia, el gobierno que antes ejerciera la Audiencia.

Entre los sucesos más notables de su época de mando, se cuenta el triunfo que el pirata Wagner alcanzó sobre la escuadra del conde de Casa Alegre, adueñándose el inglés de cinco millones salidos del Perú. Esto alentó a otros corsarios de la misma nación, Dampierre y Rogers, que se apoderaron de Guayaquil e impusieron al vecindario un fuerte rescate. Para contenerlos gastó el virrey ciento cincuenta mil pesos en el equipo de varias naves, que zarparon del Callao al mando del almirante D. Pablo Alzamora, y en ellas se embarcaron hasta colegiales ganosos de castigar a los herejes. Afortunadamente no llegó el caso de empeñar combate; pues cuando los nuestros buscaron a los piratas en las islas Galápagos, ya éstos habían abandonado el Pacífico.

El terremoto que arruinó muchos pueblos de la provincia de Paruro fue también uno de los grandes acontecimientos de ese tiempo.

Entre los sucesos religiosos merecen mencionarse la traslación de las monjas de Santa Rosa al actual monasterio, y el reñido capítulo de provincial agustino entre los padres Zavala el vizcaíno y Paz el sevillano. La Real Audiencia se vio forzada a presidir el capítulo, evitando con ello grandes desórdenes, y después de diez y ocho horas de sesión y de varios escrutinios triunfó Zavala por mayoría de dos votos.

El anciano marqués de Castel-dos-Ríus era un entusiasta cultivador de las musas; pero como estas damas son casi siempre esquivas para con los viejos, pobrísima inspiración es la que domina en los pocos versos que de su excelencia conocemos. Los aduladores decían, aplicándole estos conceptos de Góngora, que dominaba


«Ya con la espada del sangriento Marte,
ya con la lira del dorado Apolo».


Todos los lunes reunía el virrey en palacio a los poetas de Lima, y en la biblioteca del cosmógrafo mayor D. Eduardo Carrasco existió hasta hace pocos años un abultado manuscrito, Flor de Academias de Lima, en el que estaban consignadas las actas de las sesiones y los versos que en ellas leían los vates. Serias indagaciones, fatalmente sin éxito, hemos hecho para descubrir el paradero de tan curioso libro, que suponemos en poder de algún bibliótafo, avaro de su tesoro, y que ni saca provecho de él ni permite que otros exploten tan rico filón.

Formaban el Parnasillo palaciego, en el que el virrey a guisa de Apolo tenía la presidencia: el ilustre D. Pedro de Peralta, muy joven por entonces; D. Luis Oviedo y Herrera, también limeño e hijo del poeta conde de la Granja (autor de un buen poema sobre Santa Rosa); D. Antonio Lozano Berrocal, D. Francisco de Olmedo, D. José Polanco de Santillana, el coronel D. Juan de la Vega, D. Martín de Liseras y otros ingenios cuyos nombres no valen la pena de apuntarse.

En las fiestas que se celebraron en Lima por el nacimiento del infante D. Luis Fernando, fue cuando el Parnasillo echó, como suele decirse, el resto; y hasta el virrey marqués de Castel-dos-Ríus hizo representar en palacio, con asistencia del alto clero y de la aristocracia, la tragedia Perseo, escrita por él en infelices endecasílabos, a juzgar por un fragmento que hemos leído.

Hablando de ella dice nuestro compatriota Peralta, en una de las notas de su Lima fundada, que tenía armoniosa música, preciosos trajes y hermosas decoraciones, y que en ella no sólo mostró el virrey la elegancia de su genio poético, sino la grandeza de su ánimo y el celo de su amor.

Parécenos que hay mucho de cortesano en este juicio.

No había aún el de Castel-dos-Ríus cumplido dos años de gobierno, cuando lo acusaron ante Felipe V de que especulaba con su alto puesto, defraudando al real tesoro en connivencia con los contrabandistas. La Audiencia misma y el tribunal del Consulado de comercio apoyaron la acusación, y el monarca resolvió destituir desairosamente y sin esperar a oír sus descargos al gobernante del Perú; orden que revocó porque una hija del marqués, dama de honor de la reina, se arrojó a las plantas de Felipe V y le recordó los grandes servicios prestados por su padre durante la guerra de sucesión.

Pero aunque el monarca lo satisfizo hasta cierto punto, revocando su primer acuerdo, no por eso dejó de ser profunda la herida que en su orgullo recibiera el señor de Sentmanat y de Lanuza, y fuelo tanto que el 22 de abril de 1710 lo condujo a la tumba, después de tres años de gobierno. De los designados en el pliego de mortaja, que eran los obispos del Cuzco, Arequipa y Quito, sólo el último existía.

Sus funerales se celebraron en Lima con escasa pompa, pero con abundancia de versos, buenos y malos. El Parnasillo llenó su deber honrando la memoria del hermano en Apolo.


En el anónimo se acusaba a D. Pedro Campos de Ayala del asesinato del vizcaíno y de que mil onzas robadas a éste le sirvieron de base para la gran fortuna adquirida en Potosí.

¿Qué pruebas exhibía el delator? No lo sabremos decir.

Instalado D. Pedro en el calabozo, se le presentó el juez a tomarle declaración y la respuesta del acusado fue:

-Señor alcalde, negar fuera obstinación cuando quien me acusa es Dios. Sólo a Él, bajo secreto de confesión, he revelado mi delito. Siga usía, en representación de la justicia humana, causa contra mí; pero conste que entablo querella contra Dios.

Como se ve, las distinciones del reo eran un tanto casuísticas; pero encontró abogado -y lo maravilloso sería que no lo hubiese hallado- que se prestara a sostener juicio contra Dios. ¡La chicana forense es tan fecunda!

Por lo mismo que la Real Audiencia procuró rodear de misterio el proceso, se hicieron públicos hasta sus menores incidentes y la causa fue el gran escándalo del siglo.

La Inquisición, que andaba de puntas con los jesuitas y buscándoles quisquillas, intentó meter la hoz en el asunto.

El arzobispo, el virrey, lo más granado de la sociedad limeña tomaron cartas en favor de la Compañía. Aunque el acusado lo sostuviera así, no presentaba más prueba que su dicho de que un jesuita era el autor de la denuncia anónima y el revelador del secreto de confesión, instigado por la revocatoria del testamento.

Por su parte, el sobrino del vizcaíno reclamaba para sí solo la fortuna del matador de su tío, y los síndicos de las fundaciones exigían la validez del segundo testamento.

Todos los golillas perdían su latín y aquello era un batiburrillo de opiniones encontradas y extravagantes.

Y entretanto el escándalo cundía. Y no atinamos a discurrir hasta dónde llevaba trazas de alcanzar, si minuciosamente informado de todo S. M, D. Felipe V, no hubiera declarado por medio de una real cédula que, conviniendo al decoro de la Iglesia y a la moral de sus reinos, se abocaba con su Consejo de Indias el conocimiento y resolución de la causa.

En consecuencia, D. Pedro Campos de Ayala marchó a España, bajo partida de registro, junto con el voluminoso proceso.

Y como era natural, tras él se fueron algunos de los favorecidos en el testamento a gestionar sus derechos en la corte.

Y la calma se restableció en esta ciudad de los reyes, y la Inquisición se distrajo preparándose a quemar a madama de Castro y la estatua y huesos del jesuita Ulloa.

¿Cuál fue la sentencia o sesgo que el sagaz Felipe V diera al proceso? Lo ignoramos, pero puede suponerse que el rey apelaría a algún expediente conciliador para poner en paz a todos los litigantes, y es posible que al mismo reo le tocara algo del pan bendito o indulgencia real.

¿Existirá en España este original proceso? Probable es que se lo haya comido el comején -gusanillo roedor-, y pues viene a pelo, ahí va para dar remate a la tradición el origen de una frase popular.

Diz que a un escribano le exigió la Real Audiencia la exhibición de un expediente en el cual estaban protocolizados un testamento y títulos de propiedades. Cuando el depositario de la fe pública hubo agotado todo su arsenal de evasivas y tracamandas, se presentó ante el virrey, que lo era el marqués de Castelfuerte, y le dijo:

-Señor excelentísimo: por más que he revuelto mi archivo, no encuentro ese condenado proceso y barrunto que el comején se lo ha comido.

-¿Esas tenemos, señor mío? -contestó el virrey-. Pues a chirona el comején.

Y desde entonces quedó como refrán el decir, cuando una cosa no parece: «Vamos, se la habrá comido el comején».