Tradiciones peruanas - Octava serie
Un incorregible

de Ricardo Palma


El negrito Valentín era en 1798 un ladronzuelo hecho y derecho; pero aviesa fortuna lo perseguía, pues nunca libraba de caer en manos de les lebreles que contra los amigos del bien ajeno mantenía regimentados su señoría el alcalde de casa y corte.

Veintitrés años contaba Valentín, doble número de robos caseros e igual cifra de ocasiones en que fui a la caponera. Como sus hazañas, hasta entonces, fueron de poca entidad, la justicia se limitaba a tenerlo bajo sombra algunas semanas y aplicarle una docena de bien sonados zurriagazos. Penalidad de raterillos o de maleteros, como hoy llamamos a los que nos despojan, en plena calle y sin que los sintamos ejercer su habilidad, del reloj o la cartera.

Hubo, al fin, de tentarlo el diablo para que dejándose de bufonadas de principiante, acometiese empresa de aquellas que dan fama y provecho sólido. Tratábase ya de robo en despoblado y en cuadrilla, nada menos que del asalto de una remesa de barras de plata, poniendo en fuga a los cuatro soldados que la servían de custodios. La cosa salió a pedir de boca.

Pero el alcalde no se echó a roncar, y poniendo en actividad a su traílla de ministriles, fue poco a poco atrapando ladrones. Recobrose el botín, aunque con merma de una barra, que se evaporó entre las uñas de la policía, y resultando el negrito capataz de la cuadrilla, sentenciolo la real Audiencia a bailar el solitario suspendido de la horca.

Eran las nueve de la mañana del 13 de octubre de aquel año, cuando Valentín, entre doble fila de alguaciles y soldados, llegaba al pie de la ene de palo alzada en la plaza Mayor. Después de arrodillarse frente a la cruz de los ahorcados (cruz que como curiosidad histórica se conserva hoy en uno de los salones de la Biblioteca Nacional) y recibir del franciscano, que lo auxiliaba para pasar el mal trago, la postrera bendición, quedó nuestro negrito entregado al jinete de gaznates, que estaba esa mañana más borracho que guinda en alcohol o cereza Parrinello, y que, por ende, había descuidado ensebar la cuerda y ensayar la escurridiza o lazada. Todo fue dar el verdugo la pescozada, balancearse Valentín, romperse la soga, caer de pie el racimo y emprender carrera en dirección a la catedral, gritando:

-¡A iglesia me llamo!

Los alguaciles se quedaron con tamaña boca abierta y sin ocurrírseles seguir tras el escapado. El concurso, que siempre fue crecido en espectáculos de esa especie, gratis y al aire libre, le abría camino y alentaba en la escapatoria.

Por entonces era la plaza Mayor el mercado público o lugar donde los vecinos de Lima se proveían de los comestibles precisos para el cotidiano puchero, y frente a las gradas de la catedral ocupaban puesto las aceituneras, manineras (vendedoras de maní), fruteras, queseras, fritangueras y expendedoras de chicharrones, vulgo chicharroneras.

Costumbre era que las iglesias de la ciudad permaneciesen abiertas a la hora en que se efectuaba el suplicio de algún delincuente, para que los fieles pudieran rogar a Dios que acordara sincero arrepentimiento y su eterna gloria al criminal. Las campanas todas tañían a la vez el fúnebre toque de agonía.

Valentín seguía imperturbable su carrera, y pocos pasos faltábanle para penetrar en el Sagrario a cuya iglesia parroquial y a la de San Marcelo había quedado limitado el derecho de asilo, cuando acertó a tropezar con una vieja que se encaminaba a comprar chicharrones para el almuerzo, llevando en la mano un reluciente platillo de plata, destinado a recibir el manducable artículo.

Valentín no pudo resistir a la tentación, y arrebatando el platillo a la alebronada vieja penetró en el santo asilo. El reo se había salvado, y la justicia civil nada tenía que hacer con él mientras permaneciese en el templo.

Comentando el suceso estaba el pueblo en el atrio de la catedral, cuando quince minutos después salió el reo de la iglesia, y dirigiéndose a un grupo en que distinguió al alcalde del crimen en plática con otros caballeros, le dijo:

-Dispénseme su merced que lo interrumpa; pero lléveme a la horca, porque acabo de convencerme de que soy incorregible; y como día más, día menos, en la horca he de venir a rematar, ahorrémonos fatigas, y hágase hoy lo que habría de hacerse mañana.

No estando en las facultades del alcalde complacerlo, el reo volvió a la cárcel, y la Real Audiencia conmutó la pena de muerte por la de presidio en Chagres.

Y por si alguien duda de la verdad histórica de este corto relato, sepa que a la vista tengo el documento comprobatorio.