Un idilio en una jaula

Un idilio en una jaula
de Joaquín Dicenta


Ella era una muchacha rubia, muy rubia, verdadero tipo de soñadora, con los ojos azules, el cutis pálido y los labios entreabiertos, como si tratasen de ofrecer salida a los suspiros de su pena. Porque sufría mucho aquella infeliz víctima de dieciocho años, que, soñando con un amor todo sensibilidad y delicadeza, se encontró unida, sin quererlo y sin saberlo casi, a un banquero materialote y soez, insolente como una onza y pletórico como las talegas de plata que almacenaba en la caja de sus caudales.

La boda fué uno de esos contratos brutales que se conciertan a espaldas de la ley, y que la ley sanciona luego tranquilamente. Dolores era hermosa, el banquero rico y los padres de la muchacha pobres y egoístas. El trato se hizo pronto.

-«Toma su belleza y abre tu bolsa» -dijeron los padres de la niña; y, previa la bendición de un clérigo, arrojaron a su hija en los brazos de el adinerado traficante.

Aquel abrazo tronchó la existencia de la joven, como troncha, la mano grosera del patán, una flor delicada, y Dolores se iba muriendo poco a poco, a semejanza de las flores que se marchitan, derramando perfumes que nadie se cuidaba de recoger.

Se iba muriendo y, avara de encontrar algo bello, armonioso y dulce en derredor suyo, tenía en su gabinete una pajarera, y se pasaba las horas muertas delante de ella, oyendo los trinos de sus canarios, única nota de poesía que vibraba en aquel hogar repleto de lujo y falto de ternura.

¡Cuánto quería a sus compañeros de esclavitud aquella mujer!

Mil veces me detuve yo, su hermano más que su amigo, en el centro de la habitación para contemplar a Dolores, que, puesta en pie delante de su querida jaula, inclinada sobre los alambres y mostrando en su rostro cierta satisfacción melancólica, seguía con ojos curiosos los múltiples y ágiles movimientos de aquellos preciosos animales, que, ya saltaban por entre los barrotes de su cárcel, ya esponjaban sus plumas en la bañera de metal, ya elevaban sus dulces trinos al espacio, ya, picoteando los granillos de alpiste esparcidos por el suelo de su vivienda, se perseguían los unos a los otros con un rumor continuo de gorjeos y de alas, alegres en su cautiverio, más alegres aun porque su zambra retozona distraía las angustias y los pesares de su dueña.

En ocasiones, sintiéndome envidioso de los que me ayudaban a endulzar la agonía de aquella hermosa criatura, protestaba de su preferencia por los canarios, y Dolores, volviéndose hacia mí y riendo con la risa amarga y silenciosa propia a los desgraciados, me decía:

-Si supieses lo que valen no les harías objeto de tu rivalidad. Estos alambres componen el límite de un mundo pequeñito, donde se realizan escenas de ventura como las que yo he soñado en momentos felices, que por ser felices huyeron pronto. Todas estas cabezas menudas, revoltosas, flexibles, donde brillan los ojos como cuentas de azabache dotadas de visualidad, piensan, coordinan ideas, reflexionan; y todos esos corazones diminutos que dan vida y calor al rizado plumaje de sus dueños, sienten más hondo que los hombres y saben amar mejor que ellos.

-¡No te rías! -gritaba Dolores al ver un gesto de incredulidad en mis labios-; ¡no te rías! Yo he sido testigo presencial de un hecho que prueba hasta qué punto son capaces de sacrificarse por el ser amado estos bicharracos inaguantables, como los llama mi marido.

Y así diciendo, para vencer mis dudas, me refirió cierta noche una historia breve y grande a un tiempo, la cual historia quiero estampar en letras de molde, como tributo rendido a la memoria de aquella mujer que ya no existe.

Eran dos. La hembra fina, pequeña, con el plumaje blanquinoso, el pico menudo y las patitas sonrosadas. El macho más grande, más fuerte, con la cabeza adornada por un moño de color de oro, era un cantor infatigable y un amante rendido y leal.

Siempre estaban juntos. Allí, en lo alto de la pared, construían todos los años un nido chiquitito, como si tuviesen afán de separarse lo menos posible, y vivían felices, como viven los que se aman, como yo he soñado vivir, ¡como ya no viviré nunca!...

Aquella pareja disfrutaba de mi predilección, y, sabedora de ello, mostrábase ufana en pagar mi cariño. Al sólo anuncio de mi voz acudían a los barrotes de la jaula, con los picos entreabiertos para darme la bienvenida y recoger, picoteando sobre mis labios, mi saludo.

Un día, el macho, al saltar desde los alambres a uno de los travesaños, lo hizo con tan mala fortuna que quedó preso en uno de los hierros, oscilando con angustia y al tratar de hacer un esfuerzo para incorporarse, se tronchó una pata y cayó al suelo piando tristemente, mientras la hembra, dando vueltas en derredor suyo, le miraba con unos ojos tan tristes que daban ganas de llorar.

Buscando yo consuelo para la desgracia de mi favorito, llamé al hombre encargado de cuidar los canarios, y él, señalándome la pata del herido que colgaba casi desprendida, exclamó:

-«Hay que cortarla».

-«¡No!» -grité yo.

-«Se le caerá sola» -repuso el hombre.

-«¡Pues que se le caiga!».

Y cogiendo al canario entre mis manos, lo trasladé a otra jaula, y trasladé con él a su compañera de amor y de infortunio.

Al levantarme al día siguiente vine a este sitio, deseosa de conocer el estado del pobre enfermo. ¿Sabes lo que vi?

Pues vi a la hembra con la pechuga desnuda de plumas; sonrosada y jadeante. Sí, se había arrancado sus plumas una tras otra durante la noche, y con aquellas partes de su propio ser, había construido un lecho para que reposara de sus torturas el amor de sus amores, el dueño de su corazón.

Y allí estuvo él durante quince días, y allí estuvo la hembra cuidándole con esmero de madre, llevándole en el pico agua para su sed, alimento para su hambre, calor para su cuerpo y consuelo para su desgracia.

Allí estuvo y al cabo de los quince días salió el canario de su quietud sano y alegre, pagando con un himno sonoro los desvelos de su compañera.

¿Comprendes ahora por qué los quiero tanto? -exclamó Dolores con amargura-. Porque saben amar: a tal extremo que a los pocos meses murió la hembra, y al día siguiente encontré muerto al macho en el último rincón de la jaula.

¡Ah! -siguió diciendo Dolores:- ¡yo también he soñado muchas veces con un cariño semejante! ¡Yo también hubiese arrancado por el ser querido todas, absolutamente todas las fibras de mi alma! Y sin embargo... ¡ya lo ves!

E inclinó la cabeza sobre su pecho, mientras una lágrima silenciosa rodaba por sus mejillas de azucena.