Los milagros de la Argentina
Un gran regalo

de Godofredo Daireaux


Cuentan que por el año 1860, más o menos, llegó un día de invierno a un pequeño establecimiento de campo de las cercanías de la ciudad de Mendoza un pobre extranjero. Venía a pie, extenuado por el cansancio y el hambre, no se sabe bien después de qué travesía por la cordillera, pues apenas se podía entender lo que hablaba.

El hacendado, por lo demás, no le quiso hacer preguntas que hubieran podido ser indiscretas; el hombre estaba rendido, hambriento; no había más que darle de comer y tenderle cama para que descansara a sus anchas, lo que en seguida hizo el hospitalario mendocino.

Era éste un criollo viejo y bonachón, que vivía con un hijo menor y una hija todavía soltera, cuidando algunos animales en su retacito de tierra y changueando en lo que podía. Era bastante pobre, pero con tan pocas necesidades, que por poco que ganase, le alcanzaba para vivir y mantener a la familia.

Al cabo de pocos días, el hombre, descansado y repuesto, hizo conocer su resolución de seguir su camino y se despidió, manifestando que sentía no tener absolutamente nada con qué retribuir en cualquier forma la generosa hospitalidad que se le había proporcionado; y como tenía mucha dificultad en expresarse en español, dio vuelta, con una sonrisa melancólica, para que lo comprendieran mejor, a los bolsillos del saco que constituía su mejor prenda.

Al hacer ese gesto de penuria sin remedio, vio por casualidad que en el doblez de la costura de uno de los bolsillos había quedado pegada una semillita muy pequeña, verdeamarilla. Como cediendo a súbita inspiración, la hizo caer con sumo cuidado en la palma de su mano y la ofreció a su huésped, asegurándole ser semilla de una planta muy útil que había estado ocupado en sembrar en los últimos días de su estadía en Europa, y se felicitó de que hubiera quedado en su poder de tan inesperada manera, para podérsela regalar en pago de sus buenos oficios.

El criollo, hombre discreto, aceptó muy serio el regalo del extranjero y envolviendo la semillita en una hojita de papel de fumar, la guardó en señal de un aprecio quizá más fingido que sincero, en un baúl viejo que parecía contener los cachivaches de más valor de la familia.

Pasaron algunos meses; vino la primavera y con ésta los trabajos en las chacras y estancias. El mendocino dejó que su hijo se fuera a changuear y se quedó cuidando la casa y la hacienda con su hija. Por supuesto, ya ni se acordaba del regalo del forastero, cuando la muchacha, al sacar, una mañana, ropa del baúl, y como sin querer, hizo saltar afuera el papelito. Lo levantó y enseñándoselo al padre, le preguntó si no sería tiempo de sembrar la semillita; el padre, indiferente, le contestó que la sembrase si le parecía, que en la primavera todo brotaba, y que si se perdía, por fin, no se perdería gran cosa. -«¿Quién sabe?» -contestó muy seria la muchacha, como si hubiese tenido al respecto ideas muy diferentes de las de su padre.

Y se fue al jardincito que ella misma cuidaba cerca de las casas, y donde cultivaba algunas flores y plantas de medicina casera; preparó con esmero la tierra en un pequeño espacio que rodeó con palitos para conocerlo bien, y en el mismo centro depositó piadosamente la semillita verdosa, la tapó con tierra liviana, que roció con un poco de agua y dejó que empezara su obra misteriosa la santa madre naturaleza.

Cada día, latiéndole el corazón, iba a ver si algo salía y le hacía parecer largo el tiempo su misma impaciencia. Todo a veces lo creía perdido; después calculaba que muy pocos días hacía que había puesto en la tierra la semillita; se acordaba de que era muy dura y que, por consiguiente, no era nada extraño que demorase en brotar. Una mañana, vio que asomaba una plantita casi donde había puesto la semilla, y, llena de emoción y de alegría, corrió a llamar al padre. Este vino y, sin necesidad siquiera de agacharse, la desengañó, haciéndole ver que no era más que quinua.

Asimismo la muchacha no se atrevió a arrancarla de miedo que, con todo, fuera la planta esperada; antes de destruir, es preciso siempre pensarlo bien. Pero, los días siguientes, brotaron en tal cantidad las plantas de quinua, que ya demasiado se vio lo que eran.

Las arrancó entonces con el mayor cuidado, una por una, para que no ahogaran al nacer la planta con que soñaba; y siguió esperando, muy inquieta.

Por fin, una mañana, vio verdear tres hojitas, chiquitas y casi redondas, en el mismísimo sitio donde bien sabía ella que había depositado la semilla del forastero. Esta vez no se engañaba: ella era, y desde ese momento, no pasó hora sin que fuera a visitar lo que entre sí no dudaba sería una gran maravilla. Había oído contar cuentos, donde misteriosos forasteros pobres dejan así a sus huéspedes para recompensarlos algún regalo, de poco precio, al parecer, y que de repente les sale una fortuna. A la verdad, no le había parecido tener nada muy misterioso el pobre extranjero a quien habían dado de comer, pero, muchas veces, dicen que así son; y por lo demás, ahora que se acordaba, no era tan mal parecido el hombre...

Lo cierto es que la empezó a cuidar con tanta fe que ya el mismo padre no dejó de empezar a tener él también como cierta idea de que muy bien podría ser alguna planta milagrosa; y no tardó ésta, bien regada, en soltar otras tres hojas, ya de otra forma que las primeras y pronto siguieron otras, y otras, hasta formar un lindo ramillete muy tupido y muy poblado de hojas muy verdes.

Pero la joven sufrió otra zozobra cuando le aseguró su padre que la dichosa planta no era más que trébol de olor, pues las hojas, aunque más anchas y de verde más claro, eran muy parecidas; y toda desconsolada, casi dejó la niña por un tiempo de cuidarla, hasta que un día vio que estaba a punto de florecer y que las flores iban a ser de color de violeta y mucho más grandes que las florecitas amarillas del trébol de olor. A más, ya formaba una mata magnífica completamente distinta de todos los yuyos del campo.

Ese mismo día, volvió a la estancita el hermano de la niña y ésta no le dio tiempo para desensillar, pues, con el caballo del cabestro, lo llevó a ver la planta. Se quedó admirado el muchacho, y pensó que debía ser un excelente pasto para los animales, pues era como un trébol muy frondoso. Según parece, el caballo compartió la opinión de su amo, pues, habiéndose podido desatar del palenque, durante la noche, fue a probar el pasto nuevo, y tanto le gustó que no dejó de la planta más que la raíz que, por suerte, no pudo arrancar. En presencia de semejante desastre, el día siguiente no pudo contener sus lágrimas la pobre niña, y se lo pasó llorando todo el día. No era para menos; y si algo se consoló fue al ver que no por esto había muerto del todo la planta; pero sólo recuperó su tranquilidad cuando, a los cuatro o cinco días, pudo comprobar que volvía a brotar con una lozanía tan extraordinaria que de cada una de las ramitas cortadas por el diente del animal salían dos cargadas de hojas anchas y frescas que daba gusto, de un verde claro lo más apetitoso; y lo mejor fue que del mismo tronco de la planta salían retoños por todas partes y crecían a ojos vistas.

La niña, entusiasmada, consiguió que su hermano rodease la mata hermosa con una quincha fuerte y alta, para que ningún animal le pudiese hacer daño, dejándole asimismo bastante espacio para que pudiese retoñar; el viejo por su lado, hizo con la pala una canaletita que desde el pozo llevaba el agua hasta la planta con toda comodidad, y pronto alcanzó cada una de las cien ramas de ésta una altura de más de un metro, y pronto también se cubrieron de flores violetas, grandes y hermosas. Y a pesar de las orugas y gusanos que trataron de aprovecharse de las flores salieron unos caracolitos verdes que encerraban la semilla. Maduraron; la planta empezó a endurecer y a ponerse amarilla y con el cuchillo cortó el padre las ramas y recogieron y limpiaron entre los tres y con mucho cuidado una cantidad de granitos verdeamarillos iguales al que, algunos meses antes, le había dejado el extranjero.

Por supuesto, pensaban que la planta que tanta semilla les había dado, acababa su misión y que no había más que arrancarla; pero vieron que volvía a brotar con la misma lozanía de antes y la siguieron regando y cuidando, y si no alcanzó a madurar su segunda floración, dio asimismo todavía mucho pasto con el cual obsequiaron al caballo que les había enseñado tan bien el modo de utilizarla.

Ya no salieron a changuear a campo ajeno ni el padre ni el hijo; al contrario, volvió el viejo a llamar a su lado a sus demás hijos y a sus familias, y todos se ocuparon en preparar tierra en su pequeña propiedad, en sembrar grano por grano, y a buena distancia, toda la semilla que habían cosechado de la primera planta y en arreglar canales de riego. No era cosa de desperdiciar los réditos del tesoro.

Alcanzaron así a sembrar varias cuadras de su campito, y como cada planta tenía para extenderse bastante espacio, que todos se empeñaban en carpir con esmero y que habían cavado por toda la plantación pequeñas canaletas que el viejo con ayuda de una mula se ocupaba en tener siempre húmedas con el agua del pozo, consiguieron una cosecha inesperada.

Los vecinos, por supuesto, quedaron estupefactos con la lozanía de esa pradera, pero más se admiraron al saber que la primera planta después de haber dado simiente para varias cuadras había sido cortada tres o cuatro veces, y que en vez de mermar, parecía siempre más fuerte y vigorosa.

¿Quién sabe, decían, cuántos años durará así? Es cosa de no creer.

Les vendió el viejo la mitad de la semilla que pudo recoger, a razón de una onza de oro por cada onza de semilla, y pudo con esto comprar bastante campo, que con el resto sembró. Y también sembraron los vecinos que le habían comprado semilla, esmerándose en cuidar cada planta como había hecho la niña con la primera. En pocos años hubo en Mendoza semilla para toda la República, y tanto cundió el cultivo de esa planta maravillosa -que por algunos extranjeros que la vieron supieron después que se llamaba «alfalfa»-, que ya, en todas partes, va reemplazando al pasto puna, extendiéndose en leguas enteras su admirable manto de esmeralda, conservando gordas en toda estación las haciendas donde hasta en verano, muchas veces, se caían de flacas.

Un día que, hecho ya todo un ricacho, iba el criollo viejo arreando para Mendoza unos novillos enormes de gordos, para el abasto de la ciudad, encontró por el camino a un jinete regularmente aperado y vestido y bastante buen mozo; y se detuvieron ambos, de golpe, abriendo tamaños ojos. El jinete no era otro que el extranjero de la semillita enriquecedora. Ambos se apearon y el viejo agradecido abrazó con efusión a su inconsciente bienhechor; le enseñó los novillos que llevaba, como prueba de lo que le contó y dejando que siguiera para Mendoza el capataz con la tropa, insistió en llevárselo inmediatamente Para su casa.

Ahí, lo agasajaron todos en mil formas, encontrando cada día un pretexto para guardarlo un día más, y con tanto afán que ya parecía que no querían que se fuese. El se dejaba estar; su negocio de acopio de frutos del país, en el cual había ganado ya buenos pesitos, no requería, por fin, mayor asiduidad; pero tan bien se dejó estar que cuando acordó irse, ya no pudo. Los ojos de azabache de la niña que con tanto empeño había cuidado la primera planta de alfalfa de la República Argentina habían paulatinamente, sin que casi lo sintiera, envuelto su corazón en tan tupida red de cariñosas miradas, que para siempre quedaba preso.



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