Un general de antaño

Tradiciones peruanas - Octava serie
Un general de antaño

de Ricardo Palma


(Al amabilísimo gaucho Juan M. Espora)


El mariscal de campo don Jerónimo Valdés, nacido en 1784 en un pueblo de Asturias, abandonó la carrera de jurista, en la que había obtenido ya el grado de bachiller, para afiliarse entre los buenos españoles que lucharon contra la invasión napoleónica. En 1816 llegó al Perú, en compañía del que más tarde fue virrey La Serna; y aquí ponemos punto, remitiendo al lector que quiera tener más noticias del personaje al extenso artículo biográfico que Mendiburu le dedica en el tomo VIII de su interesante Diccionario. Valdés murió en Oviedo (España) en 1855. Heme propuesto sólo dar a conocer tres historietas que prueban la sobriedad del militar, la caballerosidad del compañero de armas y el respeto por la dignidad de la clase que se inviste.


Don Juan José Larrea era en 1823 un jovencito de la primera aristocracia del Cuzco, como si dijéramos uno de esos alfeñiques limeños de nuestros días, tan áticamente retratados por Abelardo Gamarra, a quien el virrey La Serna expidió despachos de alférez, que en clase inferior no podía principiar quien era deudo de condes, marqueses y caballeros de Santiago, Alcántara y Calatrava. En aquellos tiempos hasta las mujeres investían clase militar y se llamaban la generala, la brigadiera, la coronela, la comandanta y la capitana, que a tenientes y alféreces no se acordaba real licencia para contraer matrimonio. En cuanto a los mamones, según la clase militar del padre, nacía el primogénito con el título de alférez o de cadete, y en casos dados, no sólo con el título, sino hasta con la paga. No era mala mamandurria.

Para Larrea y su familia, la milicia tenía ante todo el atractivo del relumbrón en el uniforme. Imaginábanse que un joven de sangre azul, rico y buen mozo, tenía, con sólo estas dotes, más de lo preciso para llegar en un par de añitos a general, por lo menos, o a virrey del Perú.

Cuando sonó la hora en que nuestro alférez tuviera que ir a incorporarse en el regimiento a que se le destinara, la familia, que había empleado ocho días en preparativos, lo acompañó, en crecida cabalgata, hasta dos o tres leguas fuera de la ciudad.

El mimado niño llevaba un cincho con sesenta onzas de oro para sus gastos menudos, y un equipaje de príncipe en cuatro mulas cargadas con baúles de ropa, vajilla de plata cendrada, cama almofrej y provisiones de boca, amén de dos criados para su servicio... ¡La mar y sus adherentes!

Haciendo jornadas de canónigo llegó al tercer día, ya entrada la noche, al tambo de Zurite, donde en un cuarto grande, que servía de salón, comedor y dormitorio, envuelto en su capote y sobre el santo suelo reposaba un huésped.

Mientras uno de los criados condimentaba en la cocina un sabroso chupe de huevos y papas amarillas, el otro colocaba en una esquina del cuarto la cama almofrej, con sábanas de holanda y colcha bordada de damasco filipino. En seguida armó una mesita de campaña que en el equipaje venía, tendió sobre ella finísimo mantel, puso cubiertos y copas de plata; abrió cajas de conservas, alineó botellas de excelentes vinos, y cuando el cocinero se presentó con su contingente, avisaron al amito que la cena lo espetaba.

Larrea gustaba mucho de la sociedad, y lamentándose de tener que imitar a los cartujos en lo de comer sin chistar, fijose en el huésped que roncaba como fuelle de órgano.

-¡Ea, camarada, levántese y hágame el favor de comer conmigo! Pero el huésped no despertaba, y Larrea, tocándolo con la punta del pie, repitió la invitación. El viajero se esperezó, miró sonriendo al acicalado oficialito, y levantándose dijo:

-Acepto el convite. Así como así, no me vendrá mal regalar el estómago con vianda como la que humea en esa mesa.

Larrea, que era locuaz y expansivo, entre bocado y copa puso a su convidado al corriente de quién era. El huésped le daba cuerda, sin que el joven se preocupase de averiguar la condición y nombre de su compañero de cena. Al fin sacó éste un tosco reloj de plata, y viendo que eran las diez dijo:

-Muchas gracias por su magnífica cena, amiguito, y que en salud se nos convierta. Ahora buenas noches y a dormir, que quien viaja a madrugar está obligado.

Con el alba el huésped se acercó a la cama almofrej, y removiendo a Larrea le dijo:

-Señor oficial, arriba, y que no se le peguen las sábanas al cuerpo. Bébase una taza de te con unas gotas de ron y... ¡a caballo!, que juntos hemos de hacer las jornadas que faltan para reunirnos con el ejército. Y en pago de la buena cena con que me obsequió anoche, voy a darle un consejo que le será de gran provecho. Despida criados, mande a su casa la vajilla de plata, no tenga más ropa que la puesta y la que en el maletín le quepa, aprenda a dormir sobre el suelo a falta de mejor cama, y resígnese a ayunar, que la vida de la milicia no es de regalo como la de los frailes.

-¿Y me hace usted, señor mío -preguntó algo amoscado el jovencito,- el favor de decirme quién es para creerse autorizado a dar consejo que no se lo ha pedido?

-¡Hombre! No hay que tomar el ascua por donde quema -contestó con cachaza el otro.- Por mí desbarránquese usted si quiere, que ya he cumplido con darle una lección que a mí me ha enseñado la experiencia. Soy el general Valdés.

El flamante oficial dio un brinco que ni el de una pulga, y con razón. ¡Él, él, que había creído habérselas con un honrado comerciante en lanas o pobre diablo por el estilo; él, que había tenido la llaneza de aplicarle un puntapié para despertarlo, encontrarse frente a frente nada menos que con el prestigioso general Valdés!

Y que Larrea siguió sin vacilar el sano consejo, lo prueba el que en 1838, esto es, en quince años de vida militar, llegó a general de la República y a ministro de Estado bajo la administración Santacruz.


Si los carpinteros, sastres, zapateros y demás artesanos de mi tierra fueran gente de escarmentar en cabeza ajena, a fe que no sería sermón perdido lo que voy a contar. Esto de que contratemos con un menestral obra para día fijo, y que nos burle y deje en la estacada, es para hacer tirar los treinta dineros, y ahorcarse o cometer una barrabasada al mismísimo Job, que fue el padre maestro de la cachaza.

Conversaba yo, allá en mis mocedades, con un alto personaje que figuró mucho en la guerra de independencia y después en la civil, persona cuyo nombre no hay para qué echar a luz, y éste me dijo un día:

-«Es incuestionable, amigo mío, que no hay mal que para bien no sea, como lo prueba Voltaire en su Optimismo, ni chispa de cohete que no baste para incendiar una ciudad. ¿Por qué, contrariando a mi aristocrática familia, toda realista empecinada, tomé yo servicio en las filas patriotas, desertando de la bandera a que había jurado lealtad? Por la informalidad de un sastre, y nada más. Era yo capitán en uno de los batallones de la división que mandaba el general Valdés. La oficialidad de mi cuerpo, en su mayoría, estaba compuesta de jóvenes pertenecientes a familias acaudaladas del país, lo que nos permitía vestir lujosos uniformes. Nos hallábamos acantonados en una de las principales ciudades del Sur, y tratábase de un próximo baile con que la buena sociedad se proponía agasajar al virrey. Mi coronel me designó entre los oficiales del cuerpo que debían concurrir, designación que acogí con entusiasmo porque, joven y galante, traía entre manos una aventurilla con lindísima muchacha. El baile exigía gasto de nuevo uniforme, echeme a buscar sastre, y dije al que me recomendaron como el mejor y más cumplidor:

-»Maestro, ¿para cuándo podría usted hacer un dormán con brandeburgos?

-»Para dentro de cinco o seis días, mi capitán.

-»Que no sean seis días, que sean ocho; pero empéñeme usted palabra de hombre, y no de sastre, de que en el octavo día me entregará la obra.

-»Empeñada, mi capitán. Cuente usted con ella.

»Y para más comprometerlo, le aboné por adelantado la mitad del precio.

»Y concluyó el octavo día, y faltaban dos para el baile, y el maldecido sastre no daba acuerdo de su persona. Después de mucho buscarlo di con él, y me salió con que la obra estaba ya al rematarse, que sus ayudantes eran unos tunos informales, que él había estado enfermo y sin poder agitarlos, y patatín y patatán, las disculpas todas de reglamento entre los de su oficio; pero que me fuese tranquilo, porque antes dejaría de salir el sol, que él de llevarme la prenda el día del baile.

-»Mire usted, maestro, que me desgracio si usted me engaña. Si dan las ocho de la noche de ese día y no me ha cumplido usted su promesa, vengo y le planto un balazo.

-»¡Qué mi capitán tan bufón!

-»Ya verá usted, maestro, que si usted no cumple con su promesa, yo nunca dejo de cumplir las que hago.

»Y llegó el día del baile, y mandé veinte veces a mi asistente a la tienda y siempre sin fruto, porque el maestro no parecía ni vivo ni muerto: y sonaron las ocho, y desesperado me puse una pistola al cinto y me encaminé a la sastrería.

»En una de las calles estaba a la puerta de una casita un hombre galanteando a una mozuela. Era mi hombre.

-»Sígame, maestro -le dije, dirigiéndome a una plazuela vecina.

»Y después de algunos minutos me detuve, preguntándole:

-»¿Por qué me ha engañado usted?

-»¡Ah, mi capitán, usted me dispense!... No puede uno contar con los oficiales, que son unos borrachos perdidos.

-»¿Y por qué me empeñó usted su palabra?

-»¿Qué hacer, patroncito? Promesa de sastre no siempre se cumple..., porque no siempre se puede.

-»Pues yo, maestro, ofrecí a usted un balazo, y cumplo. ¡Pun!

»Y a boca de jarro descargué mi pistola sobre el insolente, que cayó cuan largo era.

»Con la natural sobrexcitación de espíritu que usted se imaginará, proseguí mi camino sin atinar a adoptar un partido. Quiso la Providencia que encontrara al general Valdés, que con un ayudante se dirigía al baile.

»El general me había tratado siempre con personal deferencia, y esta circunstancia me alentó para detenerlo y hacerle, sin omitir pormenor alguno, la confidencia del crimen que acababa de cometer. Valdés me escuchó sin interrumpirme, y cuando hube terminado me dijo con acento casi paternal:

-»Esta revelación la ha hecho usted a Jerónimo Valdés, y no al general Valdés. El caballero y el amigo le aconsejan a usted que huya sin pérdida de minuto, antes de que el general Valdés sepa oficialmente el lance, y cumpliendo con su deber lo someta a un consejo de guerra. Sálvese usted, capitán, y que Dios le guíe.

»Y en esa noche fugué de la ciudad, y anduve errante, hasta que circunstancias que no son del caso me llevaron a incorporarme en el ejército patriota.

»En cuanto al pícaro sastre, estuvo entre la vida y la muerte, alcanzando al fin a restablecerse. El hecho es que si no hubiera existido sobre la tierra sastre mentiroso y farsante, no sería yo hoy uno de los vencedores en Ayacucho ni, por supuesto, general de la República con opción a la presidencia, que es, como usted sabe, el ascenso inmediato y legítimo para los que lucimos entorchados y pala roja en las charreteras».


Después de la batalla de Zepita, en que Valdés tuvo que replegarse sobre Pomata, donde encontró una división de refuerzo, tomó la ofensiva sobre el ejército de Santacruz, forzando a éste a una retirada desastrosa, pues sufrió en ella la dispersión de gran parte de su tropa.

Sucre, con una pequeña división, acababa de llegar a Arequipa, donde recibió la noticia del contraste. Súpolo Valdés, y a marchas forzadas se encaminó a la ciudad del Misti.

En Arequipa, como en el Cuzco, el partido realista estaba por entonces en mayoría. El general colombiano tuvo aviso de la aproximación de Valdés cuando éste se encontraba ya a dos o tres leguas de distancia, y no era prudente esperar en población cuyo vecindario era hostil la llegada de un enemigo superior en número. Ordenó, pues, Sucre que la división abandonase en el acto Arequipa, dirigiéndose a la caleta de Quilca, donde se embarcaría para el Callao.

El último en abandonar la ciudad fue Sucre con su Estado Mayor y una pequeña escolta de lanceros, e hízolo en momentos en que llegaba a Arequipa la descubierta o vanguardia realista, recibida con vítores por el pueblo.

Al pasar Sucre bajo los balcones de una señora, doña María del Rosario Ofelan, goda hasta la medula de los huesos, ésta le gritó arrojando a la calle una cuerda:

-¡Zambillo Sucre, ahí te mando esa soga para que te ahorques!

El futuro Gran Mariscal de Ayacucho detuvo su caballo, mandó a su asistente recogerla cuerda, y saludando con el sombrero a la realista dama, le contestó:

-Gracias, señora, por su fineza.

Un negro, esclavo de doña María, que estaba en la puerta de la calle, cogió una piedra y la lanzó certeramente sobre el pecho del general, que continuó su marcha, sin serle posible castigar el ultraje, porque a tres cuadras de distancia se veían ya las banderolas de la caballería enemiga.

En posesión de Arequipa, dispuso Valdés que, para reemplazar sus bajas, se reclutase gente del pueblo, y el esclavo de la señora Ofelan fue de los primeros levados. Súpolo el ama y se encaminó a la casa del general español.

Recibiola Valdés con exquisita cortesía, impúsose del empeño que la traía, y le contestó:

-Será usted complacida, señora mía- y llamando a un soldado, añadió: -que venga en el acto un ayudante.

Mientras éste llegaba, doña María del Rosario, haciendo ostentación de su realismo, refirió a Valdés la escena de la cuerda y la pedrada.

-¡Hola! ¿Tan godo era ese negro? -murmuró Valdés- Me alegro de saberlo. Bueno, señora: mis ayudantes andan ahora ocupadísimos en el desempeño de comisiones muy urgentes, y es probable que ninguno se encuentre cerca de aquí. Puede usted retirarse y volver a las ocho de la mañana, que palabra le empeño de entregarle en esa hora a su esclavo. La señora fue puntual a la cita, el general la brindó el brazo y la condujo a un cuartel, done le presentó el cadáver del negro, fusilado un cuarto de hora antes.

-¡Cómo, general, muerto mi negro! -exclamó la Ofelan.

-Muerto, sí, señora, muerto. Si usted se hubiera limitado -continuó Valdés- a pedirme su libertad, se la habría otorgado en el acto, como estuve llano a hacerlo; pero usted misma me contó después que su negro intentó asesinar al general Sucre, que es tan general como yo, aunque militemos en distinta bandera, y yo no he aprendido a perdonar a cobardes asesinos. Lo que hizo ayer con Sucre lo haría mañana conmigo. He cumplido a usted mi palabra de entregarle a su negro, y puede llevárselo, que bien castigado va para no repetir la insolencia que con un general tuvo.

¡Dios mío! ¿Habrás roto el molde en que hiciste hombres tan caballerescos como don Jerónimo Valdés?