Un fascismo ideal (7 nov 1922)
de Ramiro de Maeztu
Nota: «Un fascismo ideal» (7 de noviembre de 1922) El Sol año VI (1.637): p. 1.
Pareceres
Un fascismo ideal
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Lo que es realmente el fascismo Italiano nos lo irá diciendo el corresponsal de EL SOL en Italia, D. José Pla, porque no le falta ni talento para averiguarlo, ni actividad para escribirlo, ni público ansioso de leer lo que se diga de ello. Yo voy a hablar, no de lo que es, sino de lo que pudiera y debería ser. Lo que me decide a hacerlo es la perplejidad que hasta en un espíritu tan receptivo como el de nuestro admirado amigo Sr. Gómez de Baquero, suscita un movimiento político inclasificable dentro de los casilleros del siglo XIX. Creo que la sola presentación de un fascismo ideal bastará para que se vislumbre todo un mundo de posibilidades insospechadas. Inútil añadir que ese fascismo ideal no necesita ser el del Sr. Mussolini, ni tampoco antagónico al suyo. No conozco al detalle el italiano. Me contentaré con esbozar el fascismo ideal, aunque sin ocultar mi persuasión de que los hechos no son sino sombras que a las ideas siguen.
Este fascismo ideal no necesitaría tener por defensores a gentes distintas de las que, en Italia, por ejemplo, crearon la unidad del país bajo la dirección de Víctor Manuel. Cavour, Mazzini y Garibaldi. En España podrían ser fascistas los sucesores de los viejos progresistas y todas nuestras clases medias, acompañadas de los obreros desengañados del ideario marxista. No se trata de un pleito de personas. Tampoco se trata de un pleito de programa, entendiendo por programa el contenido ideal. Lo que querían los italianos del Risorgimento, lo que quisieron los progresistas españoles, eso mismo querrían los fascistas: el desarrollo del país, su grandeza, su cultura, su prosperidad, su prestigio exterior, la educación de su pueblo encaminada a hacer de cada hombre una personalidad enérgica, útil y honorable; es decir, la escuela, la despensa, y también la justicia, la solidaridad y el encauzamiento de la vida individual y colectiva dentro de normas de progreso y de cultura.
La diferencia consistiría en el método, diferencia hija, a su vez, de una distinta apreciación de Hombre. El siglo XIX creía en la bondad natural del hombre, y por eso deducía que bastaba con asegura la libertad para que se produjesen espontáneamente cuantos bienes constituían el ideal común a nuestros padres y a nosotros. La experiencia de la libertad está hecha. Sus resultados no son tan lamentables como los del absolutismo pero son también malos. En el fondo, no hay diferencia esencial entre el absolutismo y el liberalismo. Por absolutismo se entiende la libertad del Soberano para hacer lo que quiera. Por liberalismo, el absolutismo de los ciudadanos para hacer lo que quieran. No se diferencian por el contenido, sino por la difusión. El fin común del absolutismo y del liberalismo es hacer lo que se quiera. Para ello se supone que el querer es bueno, ya el del Soberano, ya el de los ciudadanos. Pero esto es precisamente lo que no puede creer un hombre del siglo XX. Mi admirado Sr. Baquero supone que el fascismo es uno de los venenos de la guerra. Pero lo probable es que la guerra no haya sido sino el resultado inevitable de la confianza cándida con que creían los hombres del siglo pasado que su voluntad era buena. Los del siglo actual ponemos las normas objetivas por encima de nuestro albedrío.
Creían nuestros padres que bastaba la libertad de pensamiento para que se pensase, la del trabajo para que se trabajase, la del comercio para que se comerciase, la de la oferta y la demanda para que la armonía económica se encargase de implantar la justicia. ¿Qué es hoy la libertad de imprenta? La posibilidad de que las Embajadas extranjeras compren por cuatro cuartos la Prensa de un país pobre, de que cuatro escritores de baja pornografía monopolicen el mercado de libros, de que se mienta deliberadamente en las hojas de publicidad, de que se utilice la página impresa como instrumento de corrupción, embrutecimiento y explotación de un pueblo. ¿Qué es la libertad económica? Aunque padezca paradoja, la libertad del monopolio. ¿La libertad de asociación? La libertad del terrorismo. ¿La de la higiene? La de las epidemias. El liberalismo individualista, en suma, es un sistema de gobierno que permite el bien, pero que no combate el mal, y que tampoco asegura el bien que se propone realizar.
No asegura nada, porque no es un lazo de unión para una sociedad, sino un permiso de desunión para sus miembros. Su caricatura, pero, en el fondo, su retrato, puede hacerse recordando el caso de aquellos dos jóvenes ingleses, un chico y una chica, que quisieron casarse bajo principios absolutamente liberales. Cada uno seguiría teniendo sus propios amigos, su propia fortuna, su propio domicilio, su propia ocupación, sus propias diversiones. No se verían los cónyuges, sino después de haber acordado por escrito una cita. Lo importante es que no hubiera cosa alguna en común, ni hogar, ni familia, que les obligase a hacer nada contra su voluntad individual. "¿Y no sería preferible que nos quedásemos soltero?" preguntó la muchacha. Y es que las sociedades no se pueden fundar en el mero deseo de no molestarse mutuamente, sino en cosas comunes, como el orden público, el territorio y la cultura nacionales, que el individuo aislado no puede asegurar y que son de mayor importancia que la voluntad individual. Un fascismo ideal no se contentaría con esperar que la libertad produjese la cultura y el bienestar, sino que se encargaría de asegurar estos bienes, exigiendo al individuo los sacrificios necesarios para hacerlos efectivos.
Tampoco creería que bastaba con garantizar la libertad para asegurar el orden. El orden no se conserva sino manteniéndolo contra el desordenado. Toda sociedad produce terroristas, porque toda sociedad exige una disciplina molesta para las naturalezas indómitas. Para que estas naturalezas se sometan a la ley, las otras han de mostrarse capaz de someterlas. De aquí la necesidad de la violencia. Los liberales de la generación pasada gustaban de proclamar la inutilidad de la violencia. Nada más infantil. La violencia es la categoría de la realidad. Todo lo que es debe su ser a un acto de violencia. No por otra causa están los turcos en Esmirna; los franceses, en Estrasburgo; los italianos, en Trento; la República, en Francia y en Portugal; la Monarquía constitucional, en Inglaterra; la de don Alfonso, en España, y la de Víctor Manuel, en Italia. Esto es lo primero que ha de saber un fascista. Sin fuerza no hay hecho político. Los argentinos dijeron que la victoria no crea derechos. Muy cierto. La victoria no crea sino hechos. Pero los ingleses estarían aún en Buenos Aires si los argentinos no los hubieran arrojado en 1806.
No sé cómo será el fascismo italiano. No me gusta su nacionalismo, porque veo en el nacionalismo la localización y el empequeñecimiento de la Divinidad. Pero me satisface en cuanto significa ruptura del pacifismo e indiferentismo liberales. Y estoy seguro de que el siglo XX no podrá enamorarse de un sistema de gobierno que lo mismo ampara el trabajo que la ociosidad, el pensamiento que la modorra, el valor que la cobardía. El ideal está en hacer obligatorios los bienes que el liberalismo individualista se contentaba con permitir: la cultura, la veracidad, el amor, la fuerza, la castidad, el trabajo, la sobriedad, la economía, la riqueza, el pensamiento, la cortesía, la elegancia y el valor; y aunque todo ello no pueda conseguirse de una vez, ni en un siglo, lo importante es fijar el ideal y encaminar las cosas hacia su realización.

Ramiro DE MAEZTU