Un faccioso más y algunos frailes menos/XXX

XXX

Era sábado. Habían pasado seis días desde el nunca bastante execrado 16 de Julio, y Sola, desesperanzada ya y sin sosiego, incapaz de encontrar un consuelo en su propio pensamiento, convocó a los amigos en familiar consejo. Crucita opinó que no debía pensarse ya en que aquel endiablado hombre viniese; los chicos mayores se ofrecieron a salir y recorrer toda la Península para buscarle, y D. Benigno propuso que se fueran todos a los Cigarrales donde le aguardarían más tranquilos, libres de la zozobra que embargaba el espíritu de todos en la Corte y Villa.

Sola se resistió a ir a los Cigarrales mientras no tuviese noticias de su marido o no le viese entrar sano y salvo. Aquel día pasó en soledades y suspiros, en mirar al suelo y al cielo, en interrogarse con los ojos, sin atreverse a formular verbalmente el triste pensamiento. Pero si agitada estaba el alma de la señora, no lo estaba menos la del bendito héroe del Arco famoso, pues al paso que ganaba terreno en ella la idea de que no parecería jamás el marido de su mujer, se iba apoderando traidoramente de aquel mismo espíritu suyo un sentimiento expansivo, un no sé qué, una cosa semejante a la alegría... El pobre señor, cuya rectitud, aún sometida a las mayores pruebas, era siempre grande y firme, padeció muchísimo con esto que llamaba caricia del Demonio, con esta tentación o asomos de pecado grave. Pero como podía tanto en él la voluntad, se sobrepuso a todo, arrojó de su pecho la culebrilla que se deslizara en él furtivamente, o invocando a Dios primero y al Ginebrino después, exclamó con enérgico arrebato de cristiano y filósofo: «Lejos de mí esa infame alegría por la desaparición del que triunfó de mí. Si Dios le mata y paso a heredar su dicha, enhorabuena; pero maldito sea yo si deseo su muerte, y antes me vea comido de gusanos que envidioso. Bien dijo aquel gran pensador en el libro V del Emilio, que la virtud que sólo se funda en las acciones es virtud falsa y postiza».

Por la noche se retiró a su casa lleno de congoja, por no poder ya aliviar con palabras y ficciones la de su infeliz amiga. Esta acostó a Juanito Jacobo, que no había querido separarse de ella y dormía junto a su cuarto; mandó a los criados que se acostaran también, y sola en su alcoba estuvo rezando hasta muy avanzada la noche. Durmiose al fin en su lecho, y en sueños creyó sentir desusado estrépito en la calle y en la casa. Era una pesadilla. Parecíale que la casa se hundía, o que un ejército entraba en ella o que un gigante la hacía pedazos con su pesado pie. Despertose sobresaltada. El corazón le palpitaba tanto que por la mucha viveza estuvo a punto de producirse la inercia cardíaca y por consiguiente el síncope. Pero al reconocerse bien despierta y al observar que continuaba el ruido, se incorporó en el lecho, puso atención... Se oían pasos en la casa... tocaron suavemente a la puerta de su alcoba... sonó una voz...

Sola saltó instintivamente de su lecho. Empezó a vestirse a toda prisa... No acertaba a vestirse...

-Soy yo...

-Espera... un momento... Espera que me vista...

Y a medio vestir corrió a la puerta y abrió a su esposo.

-Pero no te veo... -le dijo dejándose abrazar.

El criado se acercó con luz, a punto que él soltaba capa y sombrero.

Cuando D. Benigno llegó a la mañana siguiente, se quedó pasmado, y absorto en la mitad del pasillo al saber que el marido de la señora estaba sano y salvo en Madrid y en su casa. El héroe dio un gran suspiro. Mirando después al cielo, lanzó un piadoso apóstrofe y dijo así:

-¡Barástolis! Por Dios trino y uno, por la Virgen del Sagrario, por Rousseau, por mi vida honrada y por mi conciencia de cristiano juro y rejuro que me alegro con toda el alma.

Cuando Salvador salió de su alcoba, abrazáronse estrechamente ambos señores y juraron ser amigos fieles en lo que les quedara de vida. Muchos conocidos visitaron al recién llegado, y aquel mismo día tuvo éste ocasión de hacer una obra de caridad, mejor dicho, de aprobarla y sancionarla, pues ya estaba hecha condicionalmente por su esposa. Sola había cedido gratuitamente la bohardilla de la casa a las señoras de Porreño, en quienes la rancia nobleza no fue parte a poner un dique a la invasora miseria. Muerto Fernando VII, faltoles la modesta pensión qué este les daba. Su dignidad no les permitía implorar la caridad pública. Su arreglo, las distintas aptitudes de Doña María de la Paz les permitían aspirar a sostenerse, aunque mal, de su honrado trabajo. Sola les ayudó en trances tan aflictivos, dándoles la casa y encargándoles no se sabe cuanta obra de ropa blanca. La gratitud de las dos dignísimas cuanto infelices damas era extraordinaria. Doña Salomé bajó de punta en blanco a dar las gracias al generoso dueño de la casa. Presentose envuelta en ajadísimos tafetanes, adornada de podridas pieles y plumas pulverulentas. Con toda la finura y dignidad de su carácter, con toda la cortesía de su educación y toda la tiesura de su embalsamado cuerpo expresó sus sentimientos, diciendo que aquel caso de liberalidad debía agradecerse más en una época funesta ¡ay! en que habían desaparecido, por completo los caballeros.

Partieron a los Cigarrales. Allí trascurrían dulces y lentas las horas. El sosiego era completo, el tiempo delicioso, la salud admirable, en concierto dulcísimo con la paz y alegría de las almas.

Salvador y D. Benigno hablaban de política, cada cual según su criterio, su experiencia y diversos conocimientos; el segundo inclinado, a las generalidades, a las teorías; el primero más aferrado a los hechos, y deduciendo de la incompatibilidad de estos con la idea, desconsoladoras consecuencias; Cordero dejándose llevar del optimismo y confiando mucho en el entusiasmo, en la virtud de los hombres y en la fuerza de ciertas ideas; Salvador inclinándose al pesimismo, revelándose muy aleccionado por la experiencia, creyendo poco en las personas y menos en las ideas verdes y desazonadas. D. Benigno opinaba que todos los españoles debían abrazar la bandera de la libertad, respetando y enalteciendo siempre la Religión y el Trono: admitir todos los progresos del siglo, y aplicarlos a las leyes, a las costumbres, al vivir y al pensar, evitando las guerras y colisiones. Añadía que si todos los españoles no gustaban de entrar por este camino, los rebeldes debían ser convencidos a palos, para lo cual convenía que los libres se armaran formando una milicia organizada, ni más ni menos que como la famosísima de Julio del 22, émula de los espartanos en el famoso Arco de Boteros.

Salvador no desaprobaba estas ideas, pero fiaba poco en los buenos propósitos de los que pensaban como su amigo; fiaba también poquísimo en la milicia, en los palos de la milicia y en la soñada concordia entre la libertad y la Iglesia. Declarando todo su pensamiento, aseguró que no esperaba ver en toda su vida más que desaciertos, errores, luchas estériles, ensayos, tentativas, saltos atrás y adelante, corrupciones de los nuevos sistemas, que aumentarían los partidarios del antiguo, nobles ideas bastardeadas por la mala fe, y el progreso casi siempre vencido en su lucha con la ignorancia.

-Los días mejores -dijo señalando con su bastón el horizonte-, están aún tan lejos que seguramente ni usted ni yo los veremos. La reforma es lenta, porque el mal es grave y profundo, y sólo se ha de curar trabajándose a sí mismo. Pienso vivir alejado de toda acción política. Estoy abrumado de experiencias; he visto mucho; cumplí mi misión. Hay mil caminos abiertos por donde pueden lanzarse los hombres nuevos. Los que no lo son, deben quedarse a un lado mirando y viviendo. Mi ideal está lejos. El tiempo le tiene tan guardado aún, que no se le vislumbra aquí por ninguna parte. Pero vendrá, y aunque no hemos de ver esa realidad, digna de ser admirada, desde aquí nos consuela el penetrar con el pensamiento en un porvenir oscuro, y contemplar las hermosas novedades de la España de nuestros nietos. En tanto, no puedo tener entusiasmo como usted, porque no creo en el presente. Me parece que asisto a una mala comedia. Ni aplaudo ni silbo. Callo, y quizás me duermo en mi luneta. No tengo que soñar en mi felicidad doméstica, que es ya un hecho positivo; soñaré con ese porvenir lejano de nuestra patria, con ese tiempo, querido amigo mío, en que la mayoría de los españoles se reirá de la angelical inocencia política de usted.