Un faccioso más y algunos frailes menos/XXV
XXV
Ya se cansaba de esperar el venerable Gracián, cuando apareció Romualda, jadeante y sofocada. Por su conducto la señora Nazaria suplicaba al Padre tuviera la bondad de subir, porque se encontraba muy mala. No desoía jamás esta clase de ruegos Gracián, que además de eclesiástico bondadoso era médico hábil, y precedido de la coja, llevando tras sí al cleriguito joven que le acompañaba, acometidos cien escalones que conducían a la morada del infeliz matrimonio. Esta era muy humilde; pero Nazaria, que tenía instintos de embellecimiento doméstico, la había arreglado de modo que pareciese menos fea de lo que realmente era. Estaba la Pimentosa postrada en desvencijado sofá. Había desmerecido tanto su persona desde el año anterior que no parecía la misma. Aquel continente de matrona, aquel aire simpático, aquel rostro lleno de atractivos no eran ya sino sombra de sí mismos. Gordura fofa en su cuerpo, languidez en su semblante y un decaimiento general en su persona toda anunciaban que la maja no volvería a ser lo que fue. A su lado estaba la mujer demacrada, pálida y huesuda que vimos en la buñolería algunos meses antes, y que había permanecido al lado de su ama, como uno de esos cortesanos de la desgracia que con menos mérito alardean de fidelidad en esferas más altas. A primera vista la mujer aquella parecía imagen de la Muerte esperando su presa. Su brazo, que no debía de tener más que el hueso seco, se extendía oscilando con lúgubre cadencia. Su mano empuñaba una rama de acacia, para espantar con ella las moscas que molestaban a Nazaria.
Gracián y el otro clérigo se sentaron después de saludar a la enferma con mucho interés. Nazaria agradeció mucho la visita y estuvo quejándose durante diez minutos, dando cuenta prolija de los distintos dolores que sentía, en partes diversas, los unos afilados como cuchillos, los otros duros como pedradas, y algunos múltiples y horripilantes como el rasgar de una sierra. Después calló. Gracián dijo solemnemente que más, mucho más había padecido Cristo por nosotros, y luego reinó un silencio tristísimo, durante el cual no se oía más que el rumor de las hojuelas de acacia, batiendo el aire y desconcertando las bandadas de moscas. Al punto que estas vieron a los dos clérigos, se fueron derechas a ellos, manifestando singular preferencia por el joven acompañante.
-Lo pasaría menos mal -dijo Nazaria-, si no tuviera miedo, muchísimo miedo a esa enfermedad que ha entrado ahora, y que, según dicen, mata a la gente en un abrir y cerrar de ojos.
-Se llama el Cólera -dijo la flaca con vocecilla ronca que hizo estremecer al curita.
Al decir esto Maricadalso (que así la llamaban) se asemejó más que nunca a la madre Muerte, nombrando a una de las más fúnebres herramientas de su oficio.
-El cólera, sí -dijo Gracián-. Esta epidemia viene del Ganges, de donde saca su apellido de asiática. Ha empezado a hacer grandes estragos en Europa, y Dios no ha querido librar a España de tan tremendo azote. Tengamos paciencia. Hasta ahora Madrid va librando bien. Las invasiones no son muchas. Empezó en Vallecas y parece como que va pasando de Norte a Sur.
Nazaria le preguntó por los remedios que para tan atroz dolencia habían descubierto las facultades, y Gracián, con apariencias de no creer mucho en ellos, habló de varios, tales como friegas, infusiones teínas y revulsivos. El mejor antídoto contra el mal era, a su juicio, el valor y el desprecio del mal mismo.
-Entonces -dijo Nazaria con temblor y abatimiento-, esa maldita cólera de Dios no me perdonará a mí, porque le tengo más miedo que a una centella, y si miro a la puerta me parece que entra en figura de gente, si miro a la ventana me parece que entra con el aire, con el sol y con el polvo de la calle. No como, por miedo a que entre en mi cuerpo con la comida, ni duermo temiendo que me coja en sueños y me lleve antes de despertar.
Gracián se rió de estos pueriles temores, y también se habría reído el subdiácono si no estuviera muy ocupado en ahuyentar las moscas que invadían su cara. Maricadalso le vio dando manotadas. Alargando la rama, diole un escobazo en el rostro para líbrarle de la ferocidad insectil.
-Confianza en Dios y no dar a esta miserable existencia mundana más valor del que tiene, son los más eficaces remedios -afirmó Gracián con autorizada voz.
La vocecilla ronca de Maricadalso se dejó oír. Parecía una corneja que cantaba en la propia rama de acacia. Moviendo su cabeza con aire de incredulidad, cantó estas palabras:
-A mí no me emboban. Esto no es epidemia que venga de las Asias, sino malos quereres.
-¿Y a qué llama malos quereres, buena mujer? -preguntó Gracián riendo, no tan fuerte como el subdiácono, que soltó una carcajada.
-Al mal tercio que hacen algunos, los malos... los pillos que quieren que se acabe medio mundo para quedarse ellos solos.
-¿Y qué pillos son esos?
-Yo me lo sé -dijo la imagen de la Muerte, cuyos ojos lucían en el amarillo casco como agujeros de calavera-. ¡Llaman cólera al mal querer!... ya, ya... Más vale que nos lleven a la horca que no acabarnos de esta manera.
Estas misteriosas apreciaciones sobre cosa tan notoria como la existencia de la epidemia no llamó la atención de Gracián, porque su trato frecuente con el pueblo bajo de Madrid le había acostumbrado a oír sin sorpresa los despropósitos del vulgo. Todo lo que es razonable y conforme al sentido común se resiste a la mente del vulgo. Para que en él halle resonancia y acogida una idea es necesario que sea perfectamente absurda.
-Señora Cadahalso -manifestó con bondad el jesuita-, usted es de las que ponen en duda que vuelan los pájaros, y creerá que los bueyes se pasean por los aires. Muy bien, con su pan se lo coma.
-Otros se comen nuestro pan, que no yo -dijo la espantosa mujer, enseñando sus dos filas de dientes iguales y puntiagudos-. Yo me sé lo que creo, y creo lo que yo me sé... Y toque su paternidad a otra puerta, que ya vamos abriendo el ojo.
-Todo sea por Dios...
-Más respeto, canalla, más respeto -añadió Nazaria, tomando a su vez la rama y azotando suavemente a la estampa de la Muerte-... Señor cura, no haga su merced caso, y dígame si para mi mal debo tomar una medicina que me han recomendado.
-¿Cuál es?...
-No es cosa de la botica, sino del cielo.
-No entiendo.
-Es cosa santa. Es un polvillo que dicen se saca de la cueva en que hizo oración San Ignacio.
-¡Ave María Purísima! -dijo Gracián llevándose las manos a la cabeza.
-¿Se espanta su merced?... Ese polvillo lo tiene, como gran reliquia, mi señora Doña Josefa, la mujer de D. Pedro Rey. Dice que su niña Perfectita sanó con él.
-¡Sacrilegio, profanación! -exclamó el jesuita-. ¡Abuso nefando de las cosas piadosas! Esa tierra bendita es un objeto de piedad que debe venerarse como recuerdo de uno de los varones más insignes que ha habido en el mundo. Las cosas santas han de ser tratadas con mucho respeto y puestas a tanta altura que no pueda llegar a ellas el charlatanismo. Dad a Dios lo que es de Dios, y a la botica lo que a la botica pertenece, y no mezcléis berzas con capachos, o sea santidades con vomitivos.
Más, mucho más hubiera dicho el discreto clérigo, si en lo mejor de su perorata no entrase Tablas, sorprendiendo a todos con los buenos días que dio desde la puerta. Detenido en ella estuvo un buen rato mirando el cuadro que las dos mujeres y los dos eclesiásticos ofrecían. Entró al fin; limpiose el sudor que mojaba su frente, y tomando una silla la colocó con fuerte golpazo en el punto en que quería sentarse. Después, gesticulando con recia manotada, echó de sí las moscas y dijo:
-Se ha muerto el boticario de la calle de Rodas y el carbonero de la calle de las Velas. En la casa del tío Caro no ha quedado más que el gato. Anoche no había novedad, y esta mañana la casa era un cementerio.
-No exagere usted -dijo amostazado el Padre Gracián, observando el mal efecto que aquellas nuevas hacían en Nazaria-. Defunciones hay; pero no en tal número.
-No se llaman defunciones; se llaman casos -replicó con estúpida risa Tablas-. Y podrá ser verdad lo que vuestra Paternidad dice; pero yo sé que anoche Gregorio Tinajas y yo, bebimos juntos una copa al salir de cierta parte, y sé también que le he visto hace un momento tieso y frío.
-¡Se ha muerto! -exclamó Maricadalso con espanto.
-Como mi abuelo. ¿Lo sientes tú?
-Dígolo porque ya las pagó todas juntas.
-También se ha muerto la Fraila.
Nazaria cerró los ojos, no pudiendo cerrar los oídos. Pero el atleta se volvió a Maricadalso, y a boca de jarro le disparó estas palabras:
-Y tu hija, Maricadalso, tu hija Ildefonsa, iba ahora con un cántaro de agua por la calle de la Paloma, y se cayó en la calle, diciendo que se moría...
-¡Mi hija!... Tú mientes... Corro a ver...
Diciendo esto con entrecortados rugidos, Maricadalso saltó de su asiento, como azorado gato, y salió a escape. Oyéronse sus violentes pasos extinguiéndose en la escalera, como se apaga el ruido de la piedra que chocando y rebotando se precipita en el abismo.
-Rumalda -dijo Tablas mirando a la cojuela que acababa de subir después de cerrada la tienda-; baja y tráeme tabaco.
-Romualda bajó, y sus pasos lentos y fatigados resonaron por largo rato en la escalera. Después Tablas siguió enumerando muertos y enfermos, y volvió a limpiarse el sudor. El calor era sofocante. La habitación, no bien templada por la oscuridad, parecía un horno por la proximidad del tejado, donde caía como lluvia de fuego el ardiente sol de Julio. Empezaba a caer la tarde, y el calor parecía aumentar en aquella hora a causa de los vapores que del suelo se desprendían. El aire en calma no daba ningún consuelo a los pulmones, y sólo las moscas parecían regocijarse en la pesada y miasmática atmósfera, como sibaritas viviendo en medio de todas las delicias que puede apetecer su naturaleza.
Gracián reprendió con cierta aspereza a Pedro López su afán de dar noticias fúnebres que afligían y apocaban a la pobre enferma. Echose a reír el bárbaro, diciendo que él no tenía miedo a los cóleras ni a muertes de ninguna clase. Después hablaron de lo que motivó la visita de Gracián.
-Tengo aviso de Cataluña de la remisión de un encargo que me interesa mucho -dijo este sacando una carta-. Me dicen que recoja el bulto... porque es un costal como de media fanega, Sr. López... en la posada del Dragón. He pasado varios avisos, y mi encargo no parece. Sr. López, ¿me hará usted el favor de buscar bien en el almacén, de preguntar a los ordinarios y arrieros, de hacer, en fin, cuanto de su parte esté para que parezca ese bulto?
-¿Es fruta?
-No señor.
-¿Jamones?
-Tampoco. Es cosa de poco valor en sí; pero que yo estimo en mucho. Es un saco lleno de tierra. Debe venir perfectamente dispuesto y liado en esteras.
-¡Ah!... Será tierra de limpiar metales.
-Pagaré dos veces el porte si parece y está intacto -dijo el reverendo levantándose.
-¿No recibió vuestra Paternidad el año pasado otro saco como ese por conducto de D. Felicísimo?
-Justamente. Los padres de Manresa lo consignaron a D. Felicísimo. Y usted mismo, Sr. López, me lo llevó a mi casa.
-Pues este lo llevaré también.
-Gracias. Vámonos, Sancho.
Este nombre, aplicado al subdiácono, dio por un momento al padre Gracián cierta apariencia quijotesca. Pero no es aquel nombre capricho del narrador. Llamábase en efecto el subdiácono José Sancho; era natural de Palma de Mallorca, y tenía veinticuatro años de edad y siete de Compañía.
Gracián procuró animar con palabras consoladoras a Nazaria, exhortándola a desechar su infundado temor, y después de reiterar a Tablas la súplica que le hizo poco antes, salió de la casa escoltado por las moscas.
Aproximábase al Colegio Imperial, cuando un vil pillete que rasguñaba una destemplada guitarra se le puso delante, cortándole el paso, y con voz que más tenía de infernal que de humana, cantó esta copla:
¡Muera Cristo, |
viva Luzbel! |
¡Muera D. Carlos, |
viva Isabel! |
Apartó suavemente el jesuita al cantor y siguió adelante. Pero Sancho fue más expresivo, y empujó al pillastre, expulsándole con violencia de la acera. Instantáneamente recibió en el hombro un golpe dado con la guitarra. Los dos se hallaron frente a frente mirándose con ojos de ira. Quizás habría seguido adelante la contienda, si Gracián no dijera con voz reposada: -Sancho, ¿qué es eso?
Ambos entraron en el Colegio. En la puerta oíase un rugidillo que no por ser infantil dejaba de ser insolente. Parecía el rumor de un poco de plebe menuda de esa que suele encresparse en las plazuelas de verdura, y que la autoridad sabe contener sin más artillería que las escobas municipales.