Un faccioso más y algunos frailes menos/XX
XX
Pero todo fue inútil por falta de elementos. Arrebatar sigilosamente un prisionero a la autoridad militar, dentro de una plaza fuerte y en momentos en que el fanatismo de los partidos redoblaba la vigilancia, era empresa demasiado temeraria y difícil para que saliera bien no contando con altos auxilios. Salvador no tenía amistad con el Virrey, y aunque la tuviera de nada le valdría por ser D. Antonio Solá hombre muy inflexible. De los jefes militares importantes trataba a algunos, y con varios de ellos tenía conocimiento que rayaba en amistad, por antiguo compañerismo en el Grande Oriente masónico del 22. Pero no era a propósito la ocasión para corruptelas humanitarias. Seudoquis, con quien siempre contaba, le dio esperanza, asegurándole que si el prisionero perseveraba en sus locas extravagancias, era fácil que el Virrey, en vez de mandarle al foso, le enviase al hospital de orates.
El cuidado de reanudar sus relaciones antiguas, y procurarse otras nuevas ocupaba a Salvador las mejores horas del día y de la noche. Los militares se reunían en una especie de casino, situado junto a la fonda principal, y allí se jugaba, mezclando los entretenimientos lícitos con los prohibidos; se bebía café, se vaciaban botellas y se charlaba de lo lindo. Fuera de aquel círculo halló nuestro amigo algunos que, a pesar de pertenecer a la clase militar, se mantenían retraídos. Una mañana paseaba solo por la Taconera, cuando tropezó con una persona cuyo rostro no era extraño para él. Detúvose, saludó, y el desconocido conocido le contestó fríamente. Era un hombre de alta estatura, moreno, de ojos negros, bigote y patillas. Recortadas estas con esmero por la navaja formaban una curva sobre las mejillas y venían a unirse al bigote, resolviéndose en él, por decirlo así, de lo que resultaba como una carrillera de pelo. Su nariz aguileña de perfecta forma, el mirar penetrante, y un no sé qué de reserva, de seriedad profunda que en él había, indicaban que no era hombre vulgar aquel que en tal hora paseaba envuelto en capa de paisano, y calzado de altas botas, que el buen estado del piso hacía innecesarias. Al soltar el embozo dejó ver su cuerpo, vestido con zamarreta peluda, estrechamente ajustada con cordones negros. Las patillas, las botas, la zamarreta, la aguileña y delgada nariz, los ojos de cuervo y la gravedad taciturna son rasgos suficientes a trazar sobre el lienzo o sobre el papel la inequívoca figura de Zumalacárregui.
El que después fue el más grande de los cabecillas y el genio militar de D. Carlos, estaba a la sazón de cuartel en Pamplona, vigilado por la autoridad militar. Varias veces le había amonestado Solá. Se contaban sus pasos y se le había prohibido tener caballo. Vivía con su familia y era hombre muy morigerado. No daba a conocer fácilmente sus opiniones; pero pasaba por ferviente partidario de D. Carlos. Iba a misa todos los días y después de misa paseaba dos horas por la Taconera, cualquiera que fuese el tiempo.
Salvador y D. Tomás hablaron breve rato. D. Tomás compadeció a su amigo D. Carlos Navarro, y después, como el otro sacara a relucir la guerra y el aspecto que tomaba, dijo con aparente candor, verdadera máscara de su marrullería, que, según su opinión, las cosas no pasarían adelante. Por no verse precisado a hablar más, apretó la mano de su amigo y siguió paseando por la muralla.
Al día siguiente fue pasado por las armas en el foso de las fortificaciones D. Santos Ladrón, que murió valiente como español y resignado como cristiano. Después sufrió igual suerte Iribarren, cabecilla menos célebre que el primero. Ya estaba señalado el sacrificio de Garrote para el 15, cuando el Virrey, en vista del estado lastimoso del reo, difirió su muerte, mejor dicho, la encomendó a la Naturaleza. Los médicos habían dicho que Navarro no viviría dos semanas, y Solá tuvo ocasión de mostrar su humanidad. El enfermo fue trasladado al hospital, de lo que recibió su hermano mucho contento, porque algo más vale desahuciado que muerto.
Cada día llegaban a la ciudad noticias alarmantes del vuelo que tomaba la insurrección. En Oñate se echaba al campo Alzaá, en Salvatierra Uranga, en Toranzo Bárcena, Balmaseda en Fuentecén, y en Navarra, que era el centro de aquel motín semi-nacional fraguado por el absolutismo con la bandera de Cristo, se habían alzado Goñi y Eraso, Iturraldo y el cura de Irañeta. Eraso tenía por suyo a Roncesvalles, Goñi la Borunda, y el párroco asolaba la parte llana. Era un bravo soldado el de Irañeta y podía ocupar lugar excelso en esos extraños fastos eclesiástico-militares, donde están escritas con horribles letras negras las hazañas de Merino, Antón Coll y el Trapense.
Navarro fue trasladado al hospital, donde su hermano pudo verle con frecuencia. El áspero carácter, los bruscos modos y la amarguísima pena del enfermo no cambiaron nada pasando del poder de los carceleros al de los cirujanos, si bien su dolencia entró en un período de alivio por las ventajas higiénicas del cambio de vivienda. Postrado en la cama, pasaba a veces días enteros sin pronunciar una sola palabra, aunque Salvador hacía los imposibles por sacar una siquiera de aquel pecho que era un mar de melancolías. En cambio, otros días era tal su locuacidad que no podían seguirle la conversación incoherente y exaltada. Salvador y el cirujano procuraban con esfuerzos de gallardo ingenio llevar su charla a los términos de la discreción y del buen razonar; pero mientras más querían ir ellos por el camino del juicio, con más ahínco se arrojaba D. Carlos por los despeñaderos del desatino. Si ellos hablaban de las cosechas, del crudo invierno y entremezclaban donosos cuentos en su coloquio, a él no le sacaba nadie de la guerra, del empuje carlista y de la necesidad de que un jefe militar de prestigio y valor se pusiese al frente de las partidas navarras para organizarlas y hacer con ellas un poderoso ejército reglado. Imaginaron hacerlo creer que no había ya tal guerra y que los rebeldes se habían sometido ya al Gobierno; pero esto dio resultado contrario al buen deseo de Salvador, porque oyendo Navarro lo del someterse, poníase furioso, echaba ternos y quería arrojarse del lecho. Más fácil era pacificar a Navarra que introducir en aquel cerebro insurreccionado la idea de la paz.
El sistema más eficaz para calmarle y hacerle tomar las medicinas era contarle las hazañas del cura de Irañeta y del cabecilla Mongelos, dos tipos de la guerra de salteadores. Pero si le decían que todo el furor religioso carlino de tales héroes no era más que una pantalla para encubrir contrabando, entonces el enfermo sacaba los puños de entre las sábanas, llamaba al cirujano mequetrefe, y decía a su hermano:
-Tú eres un intrigante forrado en masón. Márchate de aquí y déjame solo. Me estorbas, te juro que me estorbas. Tus cuidados me cargan, porque no quiero agradecerte nada. ¿Lo oyes bien? no quiero agradecerte nada, ni esto. Pesas sobre mí como una montaña, y creo que no tendré salud mientras no estés lejos de mí y pueda yo decir: «no le debo nada, no es mi hermano, es un intruso».
De estas cosas se reía Salvador, y para captarse su voluntad y amansar un poco su arisco genio, hasta ideó afectar simpatías por el Infante y la apostólica insurrección. Una mañana le llevó la noticia que circulaba por la ciudad, dando motivo a infinitos comentarios. Zumalacárregui se había pasado al campo carlista. Según dijo quien le vio, dos días antes había salido muy de mañana, con capote militar, por la puerta del Carmen, y se había encaminado a pie hacia una venta próxima, donde le esperaban tres hombres con un caballo. A escape se dirigió el coronel cabecilla a Huarte Araquil, donde le aguardaban el cura Irañeta y Mongelos. Los tres partieron juntos hacia la sierra en busca de Iturralde, según se creía.
Mucho extrañó a Monsalud el ver que su hermano, en lugar de recibir esta noticia con la alegría que siempre mostraba, tratándose de ventajas carlistas, la oyó con gran asombro, y después de larguísima pausa, se afligió mucho y se dio un golpe en la frente como en señal de abatimiento y desesperación. De pronto extendió una mano. Asiendo el brazo de su hermano, atrájole hacia sí y en voz baja, con el acento más lúgubre que puede imaginarse, le dijo estas palabras:
-¿Ves lo que hace Zumalacárregui? Pues eso debía haberlo hecho yo. ¿No te dije que era necesario que un jefe militar se pusiese al frente de esta sagrada insurrección para organizarla? Pues ese jefe debía ser yo, yo. ¿Qué hace Zumalacárregui? Lo mismo que habría hecho yo. Su papel es el mío, sus laureles los míos, su triunfo mi triunfo. Si yo no estuviera en esta aborrecida cama, estaría donde él está ahora, y lo que él piensa hacer y hará de seguro, ya estaría hecho... ¡Qué desesperación, Dios de Dios!
Dicho esto, puso sus ojos fieros en los de su hermano tristes y serenos; le envolvió en una mirada aterradora y le apretó con más fuerza el brazo, diciendo:
-Oye tú, si me sacas de esta cama, si me sacas de Pamplona y me pones en salvo en Huarte Araquil o en Oricaín y me das un caballo, te juro que se acabará el odio que te tengo y serás mi hermano querido, y daré una interpretación buena a tus cuidados, agradeciéndolos en vez de rechazarlos. Hazlo, hazlo por mí y por nuestro padre, cuya memoria y cuyo nombre pongo hora como lazo de reconciliación entre los dos...
Salvador sintió frío en el corazón. En el primer instante tuvo la idea de aparentar complacer a su hermano, dando cuerda a su demencia; pero consideró al punto que era muy peligroso el sistema de fomentar, siquier fuese momentáneamente, tan descabelladas manías, y tan sólo dijo: -Si insistes en esa locura, te abandonaré y entonces sí que llamarás a tu querido hermano.
Navarro gritó: ¡Intruso! y al punto su cabeza y sus brazos desaparecieron entre las sábanas. Era aquel el movimiento final de su enfado y su manera genuina de romper con el mando.
Desde aquel día, si halló alivio en su enfermedad, declinó más por la pendiente de la locura, y tales disparates hizo, que el Virrey le absolvió en definitiva como indigno del patíbulo. Estaba incapacitado para morir a manos de los hombres. Una noche le hallaron medio desnudo en un desván del hospital buscando salida para salir al tejado. Dos días después dio de puñadas al cirujano, y frecuentemente se arrojaba del lecho para correr por la sala injuriando a imaginarios enemigos, sólo vistos de su extraviado entendimiento. Por último, pasados tres meses de hospital, y cuando mediaba Enero del 34, fue declarado baja en el ejército, y el Virrey dispuso que se hiciera cargo de él su familia, si alguna tenía. En tal resolución no tuvieron poca parte las buenas amistades de Salvador. Así vio colmados sus deseos, y llevándose consigo al enfermo, lo instaló en su casa cómodamente, decidido a llevárselo a Madrid cuando su estado lo permitiese y se apaciguaran los rigores de aquel crudo invierno.
El descenso de la temperatura había extendido sobre algunas partes de la nieve planchas de durísimo y resbaladizo cristal. Las fuentes, enmudecidas en su parlero rumor, parecían decoraciones de azúcar por la quietud de sus chorros helados de mil facetas. En las murallas las formidables piezas de gran calibre estaban arrebujadas en la nieve, y por un pliegue del frío capote asomaban sus bostezantes bocas negras amenazando al campo. En los fosos, la inmaculada blancura casi cegaba la vista, y las alegres márgenes del Arga no se conocían de puro vestidas. Los árboles con sus escuetas ramas perfiladas de blanco no parecían árboles, sino urdimbres rotas de un tejido deshecho. Las casas medio sepultadas echaban a duras penas por su chimenea, cubierta de finas cremas y cristalinos picachos, un chorro de humo que subía lentamente a manchar el cielo y se resolvía en el pesado gris de la atmósfera como masas de tinta arrojadas en un inmenso mar de almidón. Dentro de las casas reinaban, por el contrario, la animación y el bullicio, por estar recogidos los habitantes todos al amor de los hogares, donde ardían encinas enteras. Fuera, todo estaba congelado, incluso la guerra, que había dejado de moverse en el campo para latir en el corazón de las viviendas.
Contra lo que Salvador esperaba y temía, Navarro se dejó llevar, y después de instalado en vivienda tan distinta del lóbrego y tristísimo hospital en que antes moraba, su exaltación se trocó en abatimiento y su aspereza en indiferencia, no exenta en algunos instantes de suavidad y aun de discretas y sosegadas razones.
No contribuyó poco a su alivio la soledad en que estaba y el no permitir Salvador que le visitara persona alguna, porque en el hospital los demás enfermos se complacían en calentarle los cascos, contradiciéndole en sus vehemencias o alentándole en sus majaderías. Una mujer de carácter excelente, tan notable por su solicitud como por su paciencia, le asistía, y un clérigo pacífico le acompañaba algunos ratos. Doña Hermenegilda, que así se llamaba la dueña, era viuda de un guarda-montes de la Borunda y había tenido siete hijos, de los cuales, a excepción del más pequeño, que emigró a las Américas, no quedaba ninguno por haberlos absorbido todos sucesivamente las distintas guerras de la Península, desde la famosa de la Independencia hasta la de los agraviados en Cataluña. Tan guerreros eran, que en los pequeños claros o intervalos de paz, ninguno supo hacer cosa de provecho, y la poca hacienda que tenían fue pasando a los prestamistas, disolviéndose toda en comilonas, timbas, inútiles viajes, cacerías y compras de armas para camorras. De esto y del desastroso fin de todos ellos, nació en Doña Hermenegilda un aborrecimiento tan vivo de las guerras, que no se le podía mentar nada de lo tocante al fiero Marte y su culto sangriento. Ella decía que una nación de cobardes sería la más feliz y próspera del mundo, y cuando le objetaban que esa nación no sería dueña de sí misma porque la esclavizaría cualquier conquistador extraño, respondía que su bello ideal era que todas las naciones del mundo fueran igualmente cobardes, para que resultara un globo terráqueo poblado en absoluto de seres prudentes. Doña Hermenegilda no era navarra.
No podía haber escogido Salvador persona más a propósito para cuidar a un hombre tocado, como se sabe, del mal de batallas. No tenía igual seguridad de acierto en la elección del Padre Zorraquín para acompañante y amigo espiritual del enfermo, porque si bien en ocasiones podría tenerse al tal clérigo por la persona más bondadosa y mansa del mundo, en otras parecía un si es no es levantisco y ambicioso. Era Zorraquín capellán de unas monjas pobres y no podía ocultar sus febriles ganas de llegar a otra posición eclesiástica más elevada. Ya no era joven el capellán y había dejado trascurrir lo más florido de su existencia sin hacer valer los méritos que creía poseer. Todas sus peroratas sobre este tema de la vanidad concluían diciendo: «Ya, ya vendrán tiempos de justicia, sí, ya vendrán... Entonces no veremos los coros de las catedrales llenos de masones con sotana, mientras los buenos eclesiásticos perecen».
No pasaba ya Garrote la mayor parte del día en la cama. Había recobrado las fuerzas, y su mal, que antes parecía profundamente arraigado y dueño de la persona, le permitía ya algunas horas de completo bienestar. Muy sensible al frío, se acercaba con frecuencia a la lumbre, la observaba con fijeza, arrojando en medio de las ascuas su mirada, como si quisiera encenderla en ellas, y no se movía hasta que, inflamándose su cara con los rojos reflejos, llegaba a un grado de irritación insoportable. Entonces se retiraba, conservando en su pupila la imagen de las brasas deslumbradoras. Después de dar algunos paseos por la estancia, hasta enfriarse, volvía junto a las llamas y se extasiaba contemplando otra vez las lenguas rojas de azulada punta, las quemadas astillas que caían del consumido leño con murmullo de hojas secas, y languidecían luego en la ceniza durmiéndose.
Comía poco. No leía nada, y su única distracción era tirar al florete con su hermano. Pero este entretenimiento duraba minutos nada más, por la escasa fuerza del convaleciente. Hablaba tan poco, que a veces hasta se privaba de lo necesario por no pedirlo. En el largo espacio de un mes no pasaron de tres las conversaciones tiradas que ambos hermanos sostuvieron. En la primera hablaron de las condiciones de las casas de Pamplona, de la catedral, de la ciudadela, de las fortificaciones, de la Rochapea y de otros temas locales, en que Navarro mostró su prolijo conocimiento de la ciudad. En la segunda, Salvador le habló de la guerra, procurando poner a prueba el juicio de su hermano, y no tuvo poca sorpresa al observar que Garrote trató el asunto con un aplomo y una serenidad de ideas admirable. El tercer coloquio fue todo él expresión de sentimientos personales, y habría podido servir de base de concordia entre dos hombres que tanto se habían aborrecido. Por esto debe ser puesto entre lo más precioso que han hablado nuestros personajes, y reproducido con integridad para que sea edificación de nuestros lectores, como lo fue de Doña Hermenegilda, que tuvo el honor de hallarse presente en aquel palique.