Un escándalo en Bohemia

Nota: Se respeta la ortografía original de la época

AVENTURAS DE SHERLOCK HOLMES


UN ESCÁNDALO EN BOHEMIA

I

Para Sherlock Holmes aquella mujer es la mujer. Rara vez le he oído mencionarla con otro nombre. A sus ojos, ella eclipsa á todo su sexo y predomina en él. No quiere esto decir que haya experimentado sentimiento alguno parecido al amor hacia Irene Adler. Todas las emociones, y particularmente la del amor, eran incompatibles con su mente fría, precisa, admirablemente equilibrada. Sherlock Holmes era, yo lo garantizo, la máquina de razonar y observar más perfecta que el mundo ha visto; pero, en el amor, se había colocado en una falsa posición. Nunca hablaba de las pasiones suaves sino con burla y desprecio: esas cosas eran admirables para el observador, excelentes para desgarrar el velo de los móviles y actos de los hombres. Pero si el razonador ejercitado admitía semejantes intromisiones en su temperamento delicado y finamente ajustado, con eso introducía en su vida un factor distrayente que podia arrojar una duda sobre los resultados de su labor mental. La rotura de un instrumento de precisión, una rajadura en uno de sus poderosos lentes, no habrían sido tan pertubadores como una emoción fuerte en una naturaleza como la suya. Y sin embargo, no había para él más mujer que una, y ésta era la difunta Irene Adler, de memoria dudosa y discutible.

Yo había visto poco á Holmes recientemente. Mi matrimonio nos había apartado el uno del otro. Mi completa felicidad, y los intereses del hogar que se alzan en torno del hombre que por primera vez se encuentra dueño de una casa, eran suficientes para absorber mi atención; mientras Holmes, que aborrecía todas las formas de la sociedad con la fuerza entera de su alma bohemia, continuaba en nuestro departamento de la calle Baker, sepultado entre sus viejos libros y alternando de semana á semana entre la cocaina y la ambición, el efecto adormecedor de la droga y la fiera energia de su activa naturaleza. Vivía aún, como había vivido siempre, profundamente atraido por el estudio del crimen, y ocupaba sus inmensas facultades y su extraordinario poder de observación, en seguir los rastros y aclarar los misterios que la policía oficial había abandonado, perdida ya la esperanza. De vez en cuando, llegaban á mi conocimiento vagas noticias de sus pasos: lo habían llamado á Odessa para el caso del asesinato de Trepoff, había aclarado la singular tragedia de los hermanos Atkinson en Trincomalee, y últimamente había desempeñado, con mucha delicadeza y completo éxito, una comisión que le había encomendado la familia real de Holanda. Pero aparte de esas muestras de actividad, que, como yo, conocían todos los lectores de la prensa diaria, poco sabía de un antiguo compañero y amigo.

Una noche—era el 20 de Marzo de 1888—volvía yo de visitar un enfermo (pues otra vez ejercía mi profesión en la ciudad), cuando el camino que llevaba me condujo á la calle Baker. Al pasar por la nunca olvidada puerta, que siempre estará asociada en mi mente con mi noviazgo y con los sombríos incidentes del Estudio del Rojo, senti un vehemento deseo de ver á Holmes y conocer en qué empleaba sus extraor dinarias facultades.

Su departamento estaba brillantemente alumbrado, y, apenas alcé los ojos, vi su alto y delgado cuerpo pasar dos veces en obscuro perfil detrás de la celosia. Se paseaba por el cuarto rápida, vivamente, con la cabeza caida sobre el pecho y las manos cruzadas detrás. Para mí, que conocía hasta la menor de sus costumbres y de sus cambios de humor, su actitud y ademanes hablaban por sí mismos. Otra vez estaba en acción. Se había desprendido de sus ensueños creados por la droga, y estaba embebido en el estudio de algún nuevo problema. Toqué la campanilla y me condujeron á la habitación que había sido en parte mia.

Su actitud no fué efusiva: muy rara vez lo era; pero tuvo gusto, creo, de verme. Casi sin hablar una palabra, pero con mirada amable, me indicó un sillón, me extendió su caja de cigarros, y me señaló una licorera y un sifón en un rincón. Luego se paró delante de la chimenea y me miró con su singular manera introspectiva.

—El yugo del matrimonio le sienta á usted, Watson—me dijo.—Creo, Watson, que desde que no nos vemos ha aumentado usted unas siete libras y media.

—Siete—contesté.

—¿Siete? Yo pensaba que un poco más. Debe ser un poquito más, Watson. Y otra vez curando, ya lo veo. No me había dicho usted que iba á volver á ejercer.

—Entonces, ¿cómo lo sabe usted?

—Lo veo, lo deduzco. Como sé que hace poco se ha mojado usted mucho y que tiene usted una sirvienta en extremo torpe y descuidada.

—Mi querido Holmes—dije yo:—esto es ya demasiado. Si hubiera usted vivido hace siglos, lo habrían quemado á usted. Es verdad que el jueves fuí á pie al campo y volví á casa en un estado miserable; pero, toda vez que he cambiado de traje, no puedo imaginar cómo deduce usted eso. En cuanto á María Juana, es incorregible, y mi mujer la ha dado ya un plazo para que se vaya; pero, en eso también, no sé cómo sabe us, ted las cosas.

Holmes se sonrió á sí mismo y se restregó sus largas y nerviosas manos.

—Es lo más sencillo—dijo;—mis ojos me dicen que en la parte interior del zapato izquierdo de usted, allí donde da la luz del fuego, el cuero está señalado por seis cortes casi paralelos. Evidentemente éstos han sido hechos por alguien que ha raspado negligentemente los bordes de la suela para sacarles el barro endurecido. De allí nace, ya lo ve usted, mi doble deducción de que ha estado usted afuera en mal tiempo, y que tiene usted una limpiabotas de las más malas que existen en la servidumbre de Londres. En cuanto á la vuelta de usted al ejercicio de su profesión, si un caballero entra en mi cuarto exhalando olor de iodoformo, con una mancha negra de nitrato de plata en el dedo indice de su mano derecha, y en un lado de su sombrero de copa una joroba que indica donde ha escondido su estetoscopio, yo sería muy bobo si no lo calificara de miembro activo de la profesión médica.

No pude dejar de reirme de la soltura con que Holmes explicaba su proceso de deducción.

—Cuando le oigo á usted exponer razones—observé,—la cosa de que se trata me parece siempre tan ridículamente sencilla, que fácilmente podría hacerla yo mismo, á pesar de que en cada sucesivo ejemplo del razonar de usted me encuentro á obscuras hasta que usted me explica su procedimiento. Y, con todo, creo que mis ojos son tan buenos como los de usted.

—Seguramente—me contestó, encendiendo un cigarrillo y dejándose caer en un sillón;—pero usted ve y no observa: la diferencia está clara. Por ejemplo, usted ha visto á menudo los escalones que conducen del vestíbulo á este cuarto.

—Con mucha frecuencia.

—¿Cuántas veces?

—¡Oh! Centenares de veces.

—Entonces, ¿cuántos son?

—¡Cuántos son! No sé.

—Ya ve usted: no ha observado usted, á pesar de haber visto. Esa es precisamente mi ventaja. Yo sé que son diecisiete escalones, porque los he visto y observado. Apropósito: puesto que se interesa usted por estos pequeños problemas y es usted tan amable para conmigo que ha escrito el relato de uno ó dos de mis insignificantes experimentos, quizá se interese usted también en esto. Y alcanzándome una hoja de grueso papel de color rojizo que había estado en la mesa—ha venido por el último correo—agregó:—léalo usted en voz alta.

La carta no tenía fecha, ni firma, ni dirección.

«Esta noche—decía,—á las ocho menos cuarto, irá á ver á usted un caballero que desea consultarle acerca de un asunto de la mayor importancia. Los servicios que ha prestado usted recientemente á una de las casas reales de Europa, han mostrado que es usted una de esas personas á quienes se puede confiar sin recelo asuntos de una importancia que no podría ser suficientemente exagerada. Estas informaciones acerca de usted, hemos de todas partes recibido. Esté usted, pues, en su cuarto á esa hora, y no se resienta usted si su visitante se presenta enmascarado.»

—Este es, ciertamente, un misterio dije yo.—Qué se imagina usted que puede ser?

—Todavía no tengo datos. Es un error capital el teorizar antes de tener datos. Insensiblemente, empieza uno á crear hechos que se ajustan á tales y cuales teorias, en vez de aplicar las teorías á los hechos. Pero hablemos de la carta misma. ¿Qué deduce usted de ella?

Examiné cuidadosamente la letra y el papel.

—Es de presumir que el hombre que ha escrito esto, goza de una posición desahogada—observé, tratando de imitar los procedimientos de mi compañero.—Semejante papel no puede comprarse á media corona el paquete. Es peculiarmente fuerte y tupido.

—Peculiar... esa es exactamente la palabra— dijo Holmes.—No es papel inglés, seguro. Póngalo usted contra la luz.

Hice lo que me decía, y vi una E grande con una pequeña g, una P, y una G grande con una pequeña t entrelazadas, en el tejido del papel.

—¿Qué cree usted que es eso?—me preguntó Holmes.

—El nombre del fabricante, sin duda; ó, mejor dicho, su monograma.

—Nada de eso. La G con la pequeña t significan «Gesellschaft», que es la traducción de la palabra «Compañía» en alemán: se acostumbra abreviarla así como en inglés se emplea la abreviatura «Co». P, por supuesto, quiere decir «papel». Ahora veamos la Eg. Miremos la Guía Continental. — Y tomó de su estante un pesado volumen color café. — Eglow, Eglonitz... ya llegamos; Egria. Está en país de lengua alemana, en Bohemia, no lejos de Carlsbad. «Notable por haber ocurrido allí la muerte de Wallenstein, por sus numerosas fábricas de vidrio y de papel». Ja, ja, amiguito, ¿qué dice usted de eso?

Los ojos le brillaban, y exhaló de su cigarrillo una gran nube triunfante.

—El papel ha sido hecho en Bohemia—contesté.

—Precisamente. Y el hombre que ha escrito la carta es alemán. ¿Nota usted la peculiar contracción de la frase: «Estas informaciones de usted hemos de todas partes recibido.» Un francés ó un ruso no podrían haber escrito eso: sólo un alemán es tan descortés para con sus verbos. Sólo falta, por consiguiente, descubrir lo que desea este alemán que escribe en papel bohemio y prefiere venir enmascarado á enseñar la cara. Y aquí viene, si no me engaño, á resolver todas nuestras dudas.

Cuando decía estas palabras, se oyó el retumbar de los cascos de unos caballos y el arrastrarse de unas ruedas para detenerse delante de nuestra puerta, y en seguida un toque de campanilla. Holmes silbó.

—Una pareja, por el ruido—dijo.—Sí—continuó, mirando afuera por la ventana.—Un lindo cupécito y un hermoso tronco, ciento cicuenta guineas cada uno. En este asunto, Watson, hay dinero, aunque no haya otra cosa.

—Creo que lo mejor es que me vaya, Holmes.

—Por nada, doctor. Quédese usted allí donde está. Cuando me falta usted me siento incompleto. Y esto promete ser interesante. Sería una lástima perderlo.

—Pero ese caballero...

—No se preocupe usted de él. Yo puedo necesitar la ayuda de usted, y él también puede necesitarla. Aquí viene. Siéntese usted en el sillón, doctor, y preste usted toda su atención.

Un paso lento y pesado que se había dejado oir en la escalera y en el pasadizo, se detuvo inmediatamente delante de la puerta. En seguida sonó en ésta un golpe fuerte y autoritario.

—¡Adelantel—dijo Holmes.

Entró un hombre que no tendría menos de seis pies y seis pulgadas de alto, con el pecho y los miembros de un Hércules. Su traje era rico, con una riqueza que, en Inglaterra, sería considerada como vecina del mal gusto. Anchas bandas de piel de Astrakán abultaban las bocamangas y las solapas de su saco cruzado, y el gabán azul obscuro puesto sobre sus hombros estaba forrado de seda color de fuego, y asegurado al cuello con un broche formado por un resplandeciente berilo. Unas botas que le subían hasta la mitad de la pierna y que en la parte alta estaban bordadas con rica piel de color habano, completaban la impresión de barbárica opulencia que sugería todo el aspecto de la persona. Llevaba en la mano un sombrero de anchas alas, y en la parte superior de la cara, hasta abajo de los pómulos, una careta negra, que sin duda acaba de ponerse, pues al entrar tenía todavía levantada la mano. Por la parte inferior de la cara, parecía ser hombre de carácter firme: tenía el labio inferior espeso y caído, y el hueso de la barba cortado en línea recta, indicio de decisión llevada hasta la obstinación.

—¿Ha recibido usted mi carta?—preguntó con voz profunda y áspera y un dejo alemán fuertemente acentuado. —En ella anuncié á usted mi venida.

Y nos miraba á uno y á otro, como si no supiese á cuál de los dos dirigirse.

—Ruego á usted que tome asiento—dijo Holmes.—El señor es mi amigo y colega, el doctor Watson, que cuando es necesario tiene la bondad de ayudarme en mis pesquisas. ¿A quién tengo el honor de hablar?

—Puede usted llamarme conde Von Kramm, noble bohemio. Entiendo que este caballero, amigo de usted, es un hombre de honor y de discreción, á quien puedo confiar un asunto de la importancia más extrema. Si no fuera así, preferiría hablar con usted solo.

Me leventé para marcharme, pero Holmes me tomó del brazo y me obligó á sentarme nuevamente.

—A ambos ó á ninguno—dijo.—Puede usted decir delante de este caballero cuanto quiera usted decirme á mí.

El conde levantó sus anchos hombros.

—Entonces, empezaré—dijo—por comprometer á ambos á un secreto absoluto por dos años; después de ese plazo, el asunto habrá perdido su importancia; pero ahora no es decir mucho el decir que importa tanto, que pueda tener influencia en la historia de Europa.

—Lo prometo—dijo Holmes.

—Y yo.

—Ustedes me dispensarán esta careta—continuó nuestro extraño visitante.—La augusta persona que me emplea desea que ustedes no me conozcan, y debo confesar que el título que aca bo de darme no es exactamente el mío.

—Yo lo sabía— contestó Holmes secamente.

—Las circunstancias son sumamente delicadas, y hay que tomar toda clase de precauciones para ahogar lo que podría llegar á ser un inmenso escándalo y á comprometer seriamente á una de las familias reinantes de Europa. Para hablar con claridad, el asunto toca de cerca á la gran casa de Ormstein, á los reyes hereditarios de Bohemia.

—Eso también lo sabía—murmuró Holmes, acomodándose en su sillón y cerrando los ojos.

Nuestro visitante miró con cierta sorpresa visible al hombre lánguido y perezoso que sin duda le había sido descripto como el razonador más incisivo y el agente más enérgico de toda Europa. Holmes reabrió los ojos, y miró impacientemente á su gigantesco cliente.

—Si vuestra majestad condescendiera á explicar el asunto—dijo,—yo podría en seguida darla algún consejo.

El hombre saltó de su asiento, y se puso á pasearse de un lado otro del cuarto, con incontenible agitación. Después, con un ademán de desesperación, se arrancó de la cara el antifaz y lo arrojó violentamente al suelo.

—Ha dicho usted la verdad—gritó:—yo soy el rey. ¿Por qué habría de intentar ocultarlo?

—¿Por qué, ciertamente?—murmuró Holmes.

—Vuestra majestad no había hablado aún, cuando yo sabía que tenía delante de mí á Wilhelm Gottsreich Sigismond von Armstein, gran duque de Cassel-Felstein, y rey hereditario de Bohemia.

—Pero usted puede comprender—dijo nuestro extraño visitante, sentándose otra vez y pasándose la mano por la blanca y espaciosa frente,—usted puede darse cuenta de que no estoy acostumbrado á arreglar semejantes cosas en persona. Sin embargo, el asunto era tan delicado que no podía confiarlo á un agente sin ponerme en sus manos. He venido incógnito de Praga, con el objeto de consultar con usted.

—Entonces, sírvase usted consultar—dijo Holmes, cerrando los ojos una vez más.

—Los hechos son, en resumen, estos: hace unos cinco años, durante una larga visita que hice á Varsovia, tuve relaciones con la conocida aventurera Irene Adler. Este nombre es, sin duda, familiar para usted.

—Tenga usted la amabilidad de buscarla en mi indice, doctor—murmuró Holmes sin abrir los ojos.

Desde hacía años había adoptado el sistema de cortar de los diarios todos los párrafos concernientes á hombres y cosas, de modo que era difícil mencionar en su presencia á una persona ó á un asunto, que él no pudiera en el acto dar informaciones sobre el particular. La biografia de Irene Adler estaba allí, metida entre la de un rabí hebreo, y la de un comandante que había escrito una monografia sobre los peces de aguas profundas.

—Déjeme usted ver—dijo Holmes.—¡Jum! Nacida en Nueva Jersey en el año 1858. Contralto... ¡jum! La Scala, ¡jum! Prima donna en la Opera Imperial de Varsovia... ¡Sí! Retirada del teatro... ¡ah! Vivió en Londres... ¡eso es! Vuestra majestad, según entiendo, se enredó con esa joven persona, la escribió algunas cartas, y ahora desea que le devuelva esas cartas.

—Precisamente eso. Pero ¿cómo?...

—¿Ha habido matrimonio secreto?

—Ninguno.

—¿No hay papeles legalizados ni certificados?

—Ninguno.

—Entonces, no alcanzo á seguir las explicaciones de vuestra majestad. Si esa joven persona presenta sus cartas con propósitos de chantage ú otros, ¿cómo podrá probar su autenticidad?

—Mi letra está en esas cartas.

—¡Vaya, vaya! Falsificadas.

—Escritas en mi papel de cartas privadas

—Robado.

—Mi sello personal.

—Imitado.

—Mi fotografía.

—Comprada.

—En la fotografia estamos juntos ella y yo.

—¡Oh, señor! Eso está malo. Vuestra majestad cometió en eso positivamente una indiscreción.

—Estaba loco... demente.

—Vuestra majestad se ha comprometido seriamente.

—Entonces no era más que príncipe heredero. Era joven: ahora apenas tengo treinta años.

—Hay que recuperar esas cartas.

—Lo hemos procurado, pero sin resultado.

—Vuestra majestad debe pagarlas. Hay que comprarlas.

—Ella no las vende.

—Robárselas entonces.

—Cinco tentativas hemos hecho. En dos ocasiones, bandoleros pagados por mí han saqueado la casa. Otra vez, estando ella en viaje, se le substrajo todo su equipaje. Dos veces se le han tendido celadas. Ningún resultado ha producido todo esto.

—¿Ningún indicio de las cartas?

—Absolutamente ninguno.

Holmes se rió.

—El problema es lindo—dijo.

—Pero muy serio para mí—replicó el rey en tono de reproche.

—Muy serio, en verdad. ¿Y qué se propone hacer con la fotografía?

—Conducirme á la ruina.

—Pero ¿cómo?

—Estoy en vísperas de casarme.

—Lo he oído decir

—Con Clotilde Lothman de Sajonia-Meiningen, segunda hija del rey de Escandinavia. Usted debe conocer la estrictez de principios de la familia de mi novia, y ella, personalmente, es la esencia misma de la delicadeza. La sombra de una duda sobre mi conducta, pondría fin al asunto.

—¿E Irene Adler?

—Amenaza con enviarles la fotografía. Y lo hará: yo sé que lo hará. Usted no la conoce, tiene un alma de acero. Tiene la cara de la más bella de las mujeres, y el cerebro del más resuelto de los hombres. Para impedir que me case con otra mujer, no hay extremos á que no iría... no lo hay.

—¿Está usted seguro de que todavía no la ha enviado?

—Estoy seguro.

—¿Y por qué?

—Porque ha dicho que la enviará el día en que se proclamen públicamente los esponsales. Eso será el lunes próximo.

—¡Oh! Entonces, tenemos todavía tres días dijo Holmes con un bostezo.—Es una gran fortuna, porque por ahora tengo dos ó tres asuntos á que atender. ¿Vuestra majestad, por supuesto, permanecerá por ahora en Londres?

—Seguramente. En el hotel Langham me encontrará usted, con el nombre de conde von Kramm.

—Entonces, allá le dejaré una línea para hacerle saber lo que adelantamos.

—Se lo ruego. Voy á ser todo ansiedad.

—¿Y en cuanto á dinero?

—Tiene usted carte blanche.

—¿Absolutamente?

—Digo á usted que daría una de las provincias de mi reino por esa fotografía.

—¿Y para los gastos inmediatos?

El rey sacó de dentro de su saco una pesada bolsa de piel de zapa y la puso en la mesa.

—Aquí hay trescientas libras en oro y setecientas en billetes—dijo.

Holmes escribió un recibo en una hoja de su libro de apuntes y se lo entregó.

—¿Y la dirección de mademoiselle?

—Es Briony Lodge, Serpentine Avenue, Saint John s Wood.

Holmes anotó esos datos.

—Otra pregunta—dijo:—la fotografía ¿era de tamaño «gabinete»?

—Si.

—Basta. Buenas noches, majestad. Confío en que pronto tendremos alguna buena noticia para usted. Y buenas noches, Watson—añadió cuando las ruedas del cupé real rodaron por la calle.—Si mañana á las tres de la tarde tiene usted la bondad de venir, me agradará charlar con usted de este asuntito.

II

Exactamente á las tres llegué á la casa de la calle Baker, pero Holmes no había vuelto aún. La dueña de la casa me dijo que habían salido poco después de las ocho de la mañana. Me senté al lado del fuego con la intención de esperarle, por mucho que tardara. Su investigación me interesaba ya profundamente, pues, aunque no veía en torno mío ninguna de las circunstancias sombrías y extrañas que caracterizaban los dos crímenes relatados ya por mí en otra parte, la naturaleza del caso y la elevada posición del cliente daban, sin embargo, un carácter propio al asunto. Ciertamente, aparte de la naturaleza de la investigación que mi amigo tenía entre manos, había algo en su magistral manera de dominar una situación, en su agudo, incisivo razonamiento, que hacían un placer para mí el estudiar su sistema de trabajo y seguir los rápidos, sutiles métodos con que desenredaba los más inextricables misterios.

Tan acostumbrado me hallaba á sus invariables triunfos, que hasta la posibilidad de un fracaso había cesado de venirme á la cabeza.

Eran casi las cuatro cuando la puerta se abrió y un groom con cara de borracho, de ademanes bruscos y patillas cortas, cara inflamada y ropas indecentes, entró en el cuarto. No obstante lo acostumbrado que estaba á la pasmosa habilidad de mi amigo para disfrazarse, tuve que mirarle tres veces antes de adquirir la certeza de que realmente era él. Saludó con la cabeza y se eclipsó en el dormitorio, de donde salió á los cinco minutos decentemente vestido y con su aspecto digno de siempre. Metiéndose las manos en los bolsillos, estiró las piernas delante del fuego y durante algunos minutos se rió con todas sus ganas.

—¡Vaya, vaya!—exclamó, y la risa lo ahogaba; y se rió otra vez y otra, hasta verse obligado á tenderse de espaldas en la silla, cansado, exhausto.

—¿Qué pasa?

—Lo que pasa es demasiado divertido. Estoy seguro de que no podría adivinar nunca cómo he empleado la mañana, ni á qué resultado he llegado.

—No lo puedo imaginar. Supongo que ha estado usted averiguando las costumbres, y quizá estudiando la casa de la señorita Irene Adler.

—Así es; pero lo que siguió á ese estudio fué bastante inesperado. Voy á decirlo á usted todo. Salí de aquí poco después de las ocho, personificando á un groom sin trabajo. Hay entre los hombres que manejan caballos, una maravillosa simpatía mutua, una masonería. Sea usted uno de ellos, y luego sabrá cuanto por ellos se puede saber. Pronto estuve en Briony Lodge. Es un verdadero bijou esa villa, con su jardin detrás, y construida en la misma orilla del camino: tiene dos pisos. Anchas gradas en la puerta, espaciosa sala á la derecha, bien amueblada, con largas ventanas que casi tocan el suelo, y esas anticuadas aldabas de ventanas que un niño puede abrir. Nada de notable había detrás, á no ser esta observación: á la ventana del pasadizo se puede llegar por el techo de la cochera. Me paseé en torno de la casa y la examiné estrechamente de todos sus puntos de vista, pero sin notar otra cosa interesante.

Después eché á andar calle abajo, y encontré, como esperaba, las caballerizas en un callejón que corre á lo largo de una pared del jardín. Di una mano á los palafreneros que frotaban á sus caballos, y en cambio recibí dos peniques, un vaso de media y media (cerveza blanca y negra mezcladas), dos pipas de tabaco picado y todas las informaciones que podía desear acerca de la señorita Adler; no mencionaré á media docena de otras personas de la vecindad, con respecto á las cuales no tenía el menor interés, pero cuyas biografías me vi obligado á escuchar.

—Y ¿qué hay de Irene Adler?—pregunté.

—¡Oh! Ha trastornado todas las cabezas de los hombres en el barrio. Es la cosita más delicada que se pone sombrero en este planeta: así lo dicen los cronistas de las caballerizas, unánimemente. Vive en gran tranquilidad, canta en conciertos, sale en carruaje todas las tardes á las cinco, y vuelve á las siete en punto, á comer. Rara vez sale en otras horas, á no ser cuando canta. Tiene sólo un visitante varón, pero lo tiene con abundancia. Es oreno, buen mozo y elegante: nunca va á verla menos de una vez por día, y á menudo dos veces. Se llama Godfrey-Norton y es abogado. Vea usted las ventajas de tener á los cocheros de plaza por confidentes: éstos lo han llevado á su casa docenas de veces, y lo conocen con todos sus pormenores. Cuando hube escuchado todo lo que tenían que decirme, empecé á pasearme otra vez de arriba abajo por cerca de Briony Lodge, y á madurar mi plan de campaña.

Ese Godfrey-Norton era, evidentemente, un importante factor en el asunto. Es abogado: eso me sonaba con sonido ominoso. ¿Cuáles eran sus relaciones con ella, y cuál el objeto de sus repetidas visitas? ¿Era su cliente, su amiga, su querida? Si lo primero, probablemente ella le había dado á guardar la fotografía. Si lo último, había menor probabilidad de que se la hubiera entregado. De la solución de esta cuestión dependía el que yo continuara mi tarea en Briany Lodge ó volviera mi atención hacia el departamento que el caballero ocupa en el barrio del Temple. El punto era delicado, y hacía que el campo de mis investigaciones se ensanchara. Temo estar cansando á usted con estos detalles, pero tengo que hacer ver á usted las pequeñas dificultades con que he tropezado, para que comprenda usted la situación.

—Sigo con la mayor atención lo que usted me refiere—le contesté.

—Todavía pesaba el asunto en mi mente, cuando un coche de plaza llegó á Briony Lodge, y de él saltó un caballero. Era un hombre de notable hermosura, moreno, de nariz aguileña y bigotes: evidentemente el hombre de quien me habían hablado. Parecía estar muy de prisa: gritó al cochero que le esperara, y pasó por junto á la criada que le abrió la puerta, con la manera de quien está en su casa.

Tardó adentro como media hora, durante la cual pude verle á ratos, por las ventanas de la sala, paseándose de un lado á otro, hablando con sobreexcitación y moviendo los brazos. A ella no la ví. De repente salió el hombre, con la apariencia de tener más prisa aún. Al dirigirse al coche sacó del bolsillo un reloj de oro y lo miró atentamente: «¡Corre como el diablo!—gritó.—Primero á la casa Gross y Hankey, en la calle del Regente, y luego á la iglesia de Santa Mónica, que está en la avenida Edgware. ¡Media guinea si lo haces en veinte minutos!»

Partió el coche á escape, y estaba yo preguntándome todavía si no haría bien en seguirlo, cuando bajó por el callejón un pequeño landó muy bonito, guiado por un cochero que apenas se había abotonado á medias y tenía la corbata junto á las orejas: en los arneses, no había una hebilla ajustada. No bien se había detenido el carruaje, salió ella del vestíbulo, como un rayo, y entró en el landó. Sólo pude verla un segundo, pero lo suficiente para ver que era una mujer adorable, con una cara por la cual podría morir un hombre.

—¡La iglesia de Santa Mónica! ¡Juan—gritó,—y medio soberano si llega usted en veinte minutos!

—Aquello era demasiado bueno para perderlo, Watson. Pensaba en si correría á pie tras del landó ó me prendería de él, cuando pasó por la calle un coche de plaza. El cochero miró dos veces al sucio pasajero que se le presentaba; pero yo salté adentro antes de que pudiera oponerse.

—A la iglesia de Santa Mónica—le dije,—y medio soberano si llega usted en veinte minutos.

Mi cochero hizo correr á los caballos, y no creo haber ido nunca en carruaje con tanta velocidad; pero cuando llegamos ya estaban los otros allí. El cupé de plaza y el landó, con sus humeantes caballos, estaban delante de la puerta. Pagué al cochero, y me precipité adentro de la iglesia. No había en ella un alma, salvo las dos personas á quienes había seguido yo, y un sacerdote cubierto con su sobrepelliz, el cual parecía estar en discusión con ellos. Los tres estaban en grupo delante del altar. Yo me puse á recorrer la nave lateral, como cualquier ocioso que cae por casualidad en una iglesia. De repente, con sorpresa mía, los tres se volvieron hacia mí, y Godfrey Norton se me acercó corriendo tan á prisa como podía.

—¡Loado sea Dios!—gritó.—Usted va á servirnos. ¡Venga usted, venga!

—¿Qué pasa, pues?—le pregunté.

—¡Venga usted, hombre, venga usted! Sólo tres minutos para que sea legal.

Casi me arrastró hast el altar, y antes de que yo supiera dónde estaba, me encontré mascullando respuestas que me susurraban en el oído, y certificando cosas de que nada sabía, y, en resumen, contribuyendo al seguro enlace de Irene Adler, soltera, con Godfrey-Norton, soltero. Todo se hizo en un instante; y el caballero me daba las gracias por un lado y la dama por el otro, mientras el clérigo me bendecia por delante. Mi situación era la más extraña en que me había visto en mi vida, y el recuerdo de ella era lo que me hacía reir aquí ahora. Parece que había algún defecto en la licencia para el casamiento, que el sacerdote se negaba terminantemente á casarlos sin que hubiera un testigo, de cualquier clase que fuera, y que mi afortunada aparición salvó al novio de salir á la calle en busca de un padrino. La novia me dió un soberano, y yo me propongo llevarlo en la cadena de mi reloj, en recuerdo del lance.

—Ese giro del asunto ha sido de lo más inesperado—dije;—¿y qué sucedió después?

—Que me hallé con mis planes muy seriamente amenazado. Aquello parecía indicar que la pareja se preparaba á ausentarse inmediatamente, lo que requería de mi parte medidas rapidísimas y enérgicas. En la puerta de la iglesia, sin embargo, se separaron, él para volver al templo, y ella á su casa. «A las cinco, como de costumbre, estaré en el Parque»—dijo ella al marcharse. Cada uno se fué en su dirección, y yo me vine á hacer también mis arreglos.

—¿Cuáles son?

—Un poco de carne fría y un vaso de cerveza—me contestó, tocando la campanilla,—He estado demasiado ocupado para pensar en comer, y probablemente lo estaré todavía más esta noche. A propósito, doctor; voy á necesitar su cooperación.

—Tendré infinito placer.

—¿A usted no le importa infringir la ley?

—Ni pizca.

—¿Ni correr el riesgo de que lo arresten?

—No, cuando es por una buena causa.

—¡Oh! ¡La causa es excelente!

—Entonces, soy el hombre que usted necesita.

—Estaba seguro de que podía contar con usted.

—Pero, ¿qué desea usted hacer?

—Una vez que la señora Turner haya traído la bandeja, voy á explicarlo á usted... Ahora—añadió, volviéndose ávidamente al sencillo refrigerio que la patrona acababa de dejarle:—necesito hablar mientras como, porque no dispongo de mucho tiempo. Ya son cerca de las cinco. Dentro de dos horas tenemos que estar en el teatro de la acción. La señorita, ó mejor dicho, la señora Irene, vuelve de su paseo á las siete. Nosotros iremos á Brione Lodge á encontrarnos con ella.

—¿Y entonces?

—Eso déjemelo usted á mí. Ya he arreglado lo que ocurrirá. Hay sólo un punto en el que debo insistir: usted no tiene que mezclarse en nada, suceda lo que suceda. ¿Entiende usted?

—¿Tengo que mantenerme neutral?

—Tiene usted que no hacer nada, nada. Probablemente sucederá algo desagradable: no intervenga usted en ello. Eso me ayudará á entrar en la casa. Cuatro ó cinco minutos después de estar yo adentro, se abrirá la ventana de la sala. Usted se pondrá lo más cerca de esa ventana abierta.

—Bien.

—Se fijará usted en mí, porque yo estaré visible para usted.

—Bien.

—Y cuando yo alce la mano... así... arrojará usted adentro de la sala lo que yo le daré para que arroje, y, al mismo tiempo, dará usted á gritos la alarma de incendio. ¿Sigue usted bien lo que le digo?

—Enteramente.

—No se trata de nada estupendo—añadió, sacando de su bolsillo un rollo en forma de cigarro.—Este es un cohete de humo, provisto de un fulminante en cada uno de sus extremos para que se encienda. A eso se reduce la tarea de usted. Cuando lance usted el grito de ¡fuego! lo repetirán numerosas personas. Entonces se dirigirá usted á la esquina de la calle, y al cabo de diez minutos yo me uniré á usted. ¿Supongo que he sido bastante claro?

—Yo tengo que permanecer neutral, que ponerme junto á la ventana, que fijarme en usted, y, al ver la seña, arrojar adentro este objeto; dar enseguida la alarma de incendio, esperar á usted en la esquina.

—Precisamente.

—Entonces, puede usted confiar enteramente en mi.

—Excelente. Ahora creo que es hora de que me prepare para el nuevo róle que tengo que desempeñar.

Desapareció en su dormitorio, y volvió á los pocos minutos, con el exterior de un clérigo nonconformista, amable y simplón. Su ancho sombrero negro, su pantalón ancho, su corbata blanca, su simpática sonrisa y su mirada que expresaba una investigadora y benévola curiosidad, eran tales que sólo un gran actor podría igualarlas. Con Holmes pasaba que no solamente cambiaba de traje: su expresión, sus maneras, su misma alma parecían variar con cada nuevo papel que asumía. El teatro perdió un suberbio actor, así como la ciencia perdió un agudo razonador, cuando Sherlock Holmes se hizo especialista en crimen.

Eran las seis y cuarto cuando salimos de la casa, y todavía faltaban diez minutos para la hora cuando llegamos á la avenida Serpentina. Ya había obscurecido, y en Briony Lodge acababan de encender las luces cuando empezamos á pasearnos de arriba abajo, esperando la llegada de la inquilina. La casa era tal cual me lo había figurado por la sucipta descripción de Sherlock Holmes, pero el barrio parecía ser menos tranquilo de lo que yo esperaba. Al contrario, para ser una pequeña calle de un soberbio apacible, estaba demasiado animada. En una esquina había un grupo de hombres desarrapados que fumaban y reían, un afilador que hacía andar su rueda, dos soldados que enamoraban á una niñera, y varios jóvenes bien vestidos que se paseaban perezosamente, con el cigarro en la boca.

—Vea usted—me observó Holmes, mientras íbamos y veníamos por delante de la casa:—este casamiento simplifica más bien la cuestión. La fotografía es ahora una arma de dos filos. Es muy probable que nuestra dama sea tan adversa á dejarla ver por el señor Godfrey-Norton, como lo es nuestro cliente á que la vea la princesa. Ahora la cuestión es ésta: ¿dónde vamos á encontrar la fotografia?

—Sí, ¿dónde?

—No es creible que ella la lleve consigo: es de tamaño gabinete, demasiado grande para ocultarla en los vestidos de una mujer. Ella sabe, además, que el rey es capaz de hacerla caer en una emboscada y registrarla. Ya ha habido dos tentativas de esa clase. Podemos, pues, creer que no la lleva consigo.

—¿Dónde la tiene, entonces?

—En poder de su banquero ó de su abogado; existe esa doble posibilidad, pero no me siento inclinado á creer en una ni en otra. Las mujeres son naturalmente reservadas, y las gusta conservar para sí solas sus secretos. ¿Por qué habría ésta de entregar el suyo á otra persona? Podría confiar el retrato para que se lo guardaran, pero no podría decir la influencia indirecta ó política que la misma fotografía sería capaz de ejercer en un hombre. Además, acuérdese usted de que ella había resuelto servirse de ese retrato dentro de pocos días: debe, por lo tanto, tenerlo al alcance de la mano. Debe tenerlo en su casa.

—Pero la casa ha sido invadida dos veces por gente que iba en busca del retrato.

—¡Pts! Esa gente no ha sabido buscar.

—Y usted ¿cómo buscará?

—Yo no buscaré.

—Entonces, ¿qué?

—Haré que ella me diga dónde está.

—Se negará á decírselo.

—No podrá. Pero oigo ruído de ruedas: es su coche. Cumpla usted mis órdenes al pie de la letra.

Decía estas palabras, cuando el resplandor de los faroles de un carruaje alumbró la curva de la avenida: era un pequeño landó, muy bonito, que fué á detenerse en la puerta de Briany Lodge.

En el momento en que el cochero paraba los caballos, uno de los vagabundos que estaban en la esquina, se abalanzó á abrir la portezuela, en la esperanza de ganar unos centavos, pero otro vagabundo que se había lanzado con la misma intención, le dió un fuerte empellón. Los dos individuos entraron instantáneamente en pelea encarnizada, la que se agravó en seguida porque los dos soldados intervinieron en favor de uno de los contendientes, y también intervino el afilador, furiosamente en favor del otro. Uno dió un golpe, y como por encanto, la dama que había salido del carruaje, se vió en el centro del apretado torbellino de hombres jadeantes que se daban feroces trompadas y garrotazos. Holmes se precipitó hacia el grupo, para defender á la dama; pero en el mismo instante en que llegaba junto á ella, dió un grito y cayó al suelo, con la cara sangrando abundantemente. Al verle caer, los soldados huyeron desolados en una dirección, y los vagabundos en otra, al mismo tiempo que algunos hombres mejor vestidos, que habían presenciado la riña sin tomar parte en ella, se acercaron á proteger á la dama, y á socorrer al herido.

Irene Adler se había apresurado á subir la gradería de la casa; pero una vez arriba se detuvo, y su soberbia figura se destacó sobre el vestíbulo alumbrado. Miró atentamente á la calle y:

—¿Está muy lastimado el pobre señor?—preguntó.

—Está muerto—gritaron varias voces.

—No, no, todavia está con vida—exclamó otro.—Pero morirá antes de llegar al hospital.

—Es un valiente—dijo una mujer.—A no ser por él, los bribones se habrian llevado el portamonedas y el reloj de la señora. Eran una pandilla, y de las peores. ¡Ah! Ya respira.

—No puede seguir tendido en la calle. ¿Podemos llevarlo adentro, señora?

—Ciertamente. Tráiganlo á la sala. Allí hay un sofá cómodo. ¡Por aquí, por aqui!

Lenta y solemnemente, llevaron á Sherlock Holmes al interior de Briany Lodge, y le acostaron en la pieza principal. Mientras tanto, yo observaba lo que ocurría, desde mi puesto en la ventana. Las luces habían sido encendidas, pero las celosías no habían sido bajadas, de manera que yo podía ver á Holmes acostado en el canapé. Yo no sé si él sentiría algún remordimiento en ese instante por la farsa que representaba; pero yo sé que nunca en mi vida me senti más avergonzado de mí mismo, que cuando vi á la bella persona contra la cual estaba conspirando, y la gracia y bondad con que atendía al herido. Y, sin embargo, habría sido la traición más negra hacia Holmes el abandonar la parte que él me había confiado. Llamé toda mi energía en mi ayuda, y tomé el cohete de humo del bolsillo interior de mi ulster. «Al fin y al cabo—pensé—no le hacemos daño á ella. Lo único que hacemos es impedir que ella lo haga á otro.»

Holmes se había sentado en el sofá, y lo ví moverse como una persona á quien falta el aire. Una sirvienta corrió á la ventana y la abrió de par en par. En el mismo instante, ví á Holmes alzar la mano, y á esa señal lancé mi cohe te adentro del cuarto, gritando «¡Fuego!» No bien había salido la palabra de mi boca, la multitud entera, de espectadores, bien vestidos y andrajosos, caballeros, lacayos y criadas, prorrumpieron en un grito general de «¡Fuego!» Espesas nubes de humo llenaban la sala y salian por la ventana. Ví, confusamente, personas que corrían, y oí la voz de Holmes que les aseguraba que aquello no era más que una falsa alarma. Deslizándome por entre la voceante muchedumbre, me dirigí á la esquina, y á los diez minutos tuve el placer de sentir el brazo de mi amigo en el mío, y de alejarme con él del teatro del tumulto. Holmes anduvo en silencio durante unos pocos minutos, hasta que hubimos dado vuelta y entrado en una de las tranquilas calles que conducen á la avenida Edgeware.

—Lo ha hecho usted lindamente, doctor—me dijo él.—Nada podía haberme servido mejor ¡Perfectamente!

—¡Tiene usted la fotografía!

—Sé dónde está.

—¿Y cómo lo descubrió usted?

—Ella me lo dijo, como yo había advertido á usted que lo haría.

—Todavia estoy á obscuras.

—No deseo hacer misterio—dijo él, riéndose.

—El asunto es sumamente sencillo. Usted, por supuesto, observaría que todos los que estaban en la calle eran cómplices nuestros. A todos los tenía contratados para la función.

—Ya lo había supuesto.

—Bueno. Cuando estalló la riña, yo tenía en la palma de la mano un poco de pintura roja. Corrí hacia el grupo, me pasé la mano por la cara, y mi persona fué en un instante un cuadro lastimoso. La treta es vieja.

—Tambien eso lo comprendí.

—Me llevaron adentro. Ella tenía que verse obligada á dejar que me llevaran. ¿Qué podía hacer? Y así entré en la sala, que era el cuarto de que yo sospechaba. La cosa debía estar entre la sala y el dormitorio, y yo estaba resuelto á saber cuál de las dos habitaciones era la que contenía el depósito.

Me acostaron en el sofá, hice ademán de que necesitaba aire, tuvieron que abrir la ventana, y llegó el momento de que usted procediera.

—¿De qué manera ayudó á usted el cohete?

—Eso tenía importancia principal. Cuando una mujer cree que su casa se quema, su instinto la lleva en el acto á salvar el objeto que estima en más. Ese es un impulso que domina por completo, y más de una vez me he aprovechado de él. En el caso del escándalo de Darlington me sirvió de mucho, y también en el asunto del Castillo de Arnsworth. Una madre corre á salvar á su hijo, una que no es madre acude á su cofre de joyas. Pero, en este caso era claro para mi que nuestra dama nada tenía en la casa que le fuera más precioso que aquello que nosotros buscábamos: seguro estaba de que se precipitaría al sitio en que lo tenía guardado, para sacarlo consigo. La alarma de incendio fué admirablemente dada. Ese humo y ese griterio habrían sido suficientes para poner en conmoción nervios de acero. Ella correspondió soberbiamente. La fotografía está en un escondrijo, detrás de una tablilla corrediza, exactamente encima del botón de campanilla que queda á la derecha. En un segundo estuvo ella en ese sitio, y alcancé á ver la fotografía en el momento en que la sacó. Cuando grité que aquello no era más que una falsa alarma, volvió á poner allí la fotografía, vió el cohete, se precipitó afuera del cuarto, y no la he vuelto á ver. Yo me levanté, formulé mis excusas, y me escapé de la casa. Vacilaba sobre si trataría de apoderarme en el acto de la fotografía; pero el cochero había entrado y me observaba atentamente, por lo cual prefería esperar. Un pequeño exceso de precipitación podía perderlo todo.

—¿Y ahora?—le pregunté.

—Nuestra investigación ha terminado, practicamente. Mañana iré á la casa con el rey, y con usted, si desea usted ir con nosotros. Se nos hará entrar en la sala para que esperemos á la señora, es probable que cuando entre ella en la sala no nos encuentre ya, ni encuentre la fotografía. Para su majestad el rey será una satisfacción el recuperarla con sus propias manos.

—¿Y á que hora piensa usted ir?

—A las ocho de la mañana. Todavía no se habrá levantado de la cama, de manera que todo el campo estará á nuestra disposición. Además, el tenemos que proceder con prontitud porque matrimonio de Irene Adler puede significar un completo cambio en su vida y costumbres. Tengo que telegrafiar al rey en seguida.

Habíamos llegado á la calle Baker, y en ese instante nos deteníamos delante de la puerta. Holmes se llevaba la mano al bolsillo para sacar la llave, cuando alguien que pasaba dijo:

—Buenas noches, señor Sherlock Holmes.

Varias eran las personas que pasaban por la acera en ese momento, pero el saludo parecía venir de un joven delgado, cubierto con un ulster, el cual se alejó precipitadamente.

—He oído esta voz antes de ahora—dijo Holmes, fijando la mirada en el lado de la mal alumbrada calle por donde había desaparecido el jovenzuelo, pero no sé quién diablos pueda ser.

III

Esa noche dormí en el departamento de la calle Baker, y Holmes y yo estábamos entregados á nuestro café con tostadas, cuando el rey de Bohemia entró de prisa en el cuarto.

—¿La tiene usted realmente?—gritó empuñando á Sherlock Holmes por ambos hombros mirándole ansiosamente la cara.

—Todavía no.

—¿Pero abriga usted alguna esperanza?

—Abrigo una esperanza.

—Entonces, vamos. Ardo en impaciencia de estar allá.

—Tenemos que hacer, llamar un coche.

—No; mi cupé está abajo.

—Eso simplifica las cosas.

Bajamos, y nos dirigimos una vez más á Briany Lodge.

—Irene Adler se ha casado—dijo Holmes.

—¡Casado! ¿Cuando?

—Ayer.

—Pero ¿con quién?

—Con un abogado inglés que se llama Norton.

—Pero ella no puede amar á ese hombre.

—Mi esperanza es que le ame.

—¿Por qué tal esperanza?

—Porque eso ahorrará á vuestra majestad todo temor de futuras molestias. Si esa señora ama á su esposo, no ama á vuestra majestad; y si no ama á vuestra majestad, no hay razón para que piense en estorbar el proyecto de vuestra majestad.

—Es cierto. ¡Y sin embargo!... ¡Sí, ojalá hubiera sido de mi categoría! ¡Qué reina habría sido!

Dicho esto se sumió en un sombrío silencio, que no fué interrumpido hasta que llegamos á la avenida Serpentina, La puerta de Briony Lodge estaba abierta, y en lo alto de la gradería se hallaba, en pie, una mujer entrada en años. Nos contempló con mirada sardónica cuando salimos los tres del cupé.

—¿Creo que es el señor Sherlock Holmes?—dijo.

—Soy Sherlock Holmes—contestó mi compañero, mirándola con mirada interrogadora y no exenta de asombro.

—¡Muy bien! Mi patrona me dijo que probablemente vendría usted. Esta mañana se marchó, en el tren que sale de Charing Cross á las 5.15, para el Continente.

—¡Qué! (Sherlock Holmes retrocedió, pálido de pesar y de sorpresa)—¿Quiere usted decir que ha marchado de Inglaterra?

—Para no volver nunca.

—¿Y los papeles?—preguntó el rey.—¡Todo eso se ha perdido!

—Vamos á verlo—contestó Sherlock Holmes.

Empujó á la sirvienta á un lado, y se precipitó á la sala, seguido por el rey y por mí. Los muebles estaban desparramados por todas partes, las gabetas abiertas y vacías, como si su dueña las hubiera saqueado antes de escaparse. Holmes corrió al botón de la campanilla, arrancó una tablilla que cerraba el escondrijo de la paped, y, hundiendo la mano en el hueco, sacó una fotografía y una carta. La fotografía era un retrato de Irene Adler, vestida en traje de baile, y la carta tenía este sobre escrito: «Para el señor Sherlock Holmes. Dejarla aquí hasta que él venga á buscarla». Mi amigo desgarró el sobre, y los tres leímos juntos la carta. Estaba fechada á las 12 de la noche anterior, decía así:

«Mi estimado señor Sherlock Holmes:—Realmente, lo hizo usted muy bien. Me hizo usted caer por completo en el lazo. Hasta después de la alarma de incendio, no tenía la menor sospecha. Pero cuando ví cómo me había traicionado yo misma, empecé á reflexionar. Desde hace meses se me había advertido que me guardara de usted. Se me había dicho que si el rey empleaba un agente, ese sería usted, seguramente. Y me habían dado las señas del domicilio de usted. A pesar de todo esto, usted consiguió hacerme revelar lo que quería usted saber. Aún después de haber concebido sospechas, me parecía duro pensar mal de un clérigo anciano, tan simpático y tan bueno. Pero usted sabe que yo he sido actriz. El traje masculino es nada para mí, y á menudo me aprovecho de las ventajas que proporciona. Mandé á Juan, mi cochero, á vigilar, á usted corrí arriba á mi cuarto, me puse mis ropas de paseo, como las llamo yo, y bajé en el mismo momento en que usted se marchaba.

«Sí, señor. Y lo seguí á usted hasta su puerta, y así me cercioré de que realmente era un objeto de interés para el célebre Sherlock Holmes. Entonces, confieso que imprudentemente, dí á usted las buenas noches, y me fuí al Temple á ver á mi esposo.

«Los dos juzgamos que el mejor recurso era la fuga, si nos perseguía un antagonista tan formidable; de modo que cuando vaya usted mañana en mi busca, encontrará vacío el nido.

En cuanto á la fotografía, el cliente de usted puede descansar en paz. Amo y soy amada por un hombre mejor que él. El rey puede hacer lo que quiera, sin temor de que lo moleste aquella á quien ha lastimado cruelmente. Si me quedo con la fotografía es para salvaguardia de mi persona, para conservar una arma que me asegurará siempre contra cualquier paso que quiera en lo porvenir dar contra mí. Dejo, sí, una fotografia que podría agradarle poseer, y de usted me despido, estimado señor Sherlock Holmes, como su muy atenta servidora—Irene Norton, NEE Adler

—¡Qué mujer! ¡oh, qué mujer!—exclamó el rey de Bohemia, una vez que hubimos leído la epístola los tres.—¿No habia dicho á ustedes cuan rápida y resuelta era? ¿No es una lástima que no fuera de mi rango?

—Por lo que he visto de la dama, parece, cierto, que es de diferente categoría que vuestra majestad—dijo Holmes, friamente.—Siento mucho no haber conducido el asunto á una conclusión mejor.

—¡Al contrario, querido señor!—exclamó el rey.—Ningún resultado podía ser mejor. Yo sé que la palabra empeñada por ella es inviolable. La fotografia me inquieta ahora tan poco como si hubiera sido quemada.

—Me alegro de oir á vuestra majestad decir eso.

—Yo debo á usted una inmensa gratitud. Le ruego me diga de qué manera puedo recompensarlo. Este anillo...

Se sacó del dedo un anillo en forma de serpiente con una esmeralda, y lo presentó á Holmes en la palma de la mano.

—Vuestra majestad tiene otra cosa que yo estimaría mucho más—dijo Holmes.

—No tiene usted más que designarla.

—Ese retrato.

El rey lo miró con asombro.

—¡El retrato de Irene!—exclamó.—Ciertamente si lo desea usted.

—Lo agradezco á vuestra majestad. Ahora, ya no hay nada más que hacer en el asunto. Tengo el honor de desear buenos días á vuestra majestad.

Saludó con una reverencia, y, volviéndose sin mirar la mano que el rey le extendía, salió conmigo, en dirección a su casa.

Y así fué como un gran escándalo amenazó turbar la paz del reino de Bohemia, y como los mejores planes del señor Sherlock Holmes fueron frustrados por la habilidad de una mujer.

En otros tiempos solía reirse de la inteligencia de las mujeres, pero desde entonces no le he oído repetir esa clase de bromas. Y cuando habla de Irene Adler, ó alude á la fotografía, siempre emplea el honroso calificativo de la mujer.