Un embajador español
I En Merino y Terracina, que dominios son del Papa, entra aquel Carlos octavo, rey orgulloso de Francia. Los fuertes castillos toma, los campos fértiles tala, incendia los caseríos, los templos santos profana. Y en el furor se complace con que sus hombres de armas como furibundas fieras roban, destruyen y matan. Así cumple los tratados que celebró con España, de defender a la Iglesia y de acatar la tiara. Así el juramento cumple, que de San Pedro en las aras prestó sobre el Evangelio en terminantes palabras. Así el acto corresponde, que con humildad tan falsa hizo en público, besando del Pontífice las plantas. Así el nombre verifica, que tomó para burlarla, de fiel hijo de la Iglesia y defensor de su causa. Los vasallos infelices del Padre Santo, que hallan exterminio o servidumbre en quien amparo esperaban, y que en la paz adormidos, y en la ciega confianza que los tratados infunden y da una regia palabra, ni pueden hacer defensa ni en ella salud hallaran, que numerosas y fuertes son las fuerzas de la Francia, y a merced de sus guerreros dejan haciendas y fama, sin quedarles más recurso que lágrimas y plegarias: lágrimas que el duro pecho de Carlos feroz no ablandan, plegarias a que responden insultantes carcajadas. Del Pontífice un legado (porque un legado acompaña para más escarnio y burla al rey que a la Iglesia ataca), inerme, abatido, humilde, a Carlos ruega y demanda que a su ambición ponga freno, que coto ponga a su audacia; si no por respeto al pacto celebrado con España, si no por guardar solemnes juramentos y palabras, por cumplir como cristiano y para salvar su alma, y por temor, a lo menos, de la divina venganza. Pues Dios es juez de los reyes, y su mano sacrosanta rompe coronas y cetros, solios e imperios allana. Con risa infernal escucha y burladora arrogancia, las justas reconvenciones el obcecado monarca, cuando de Borbón el duque, gran condestable de Francia, del venerable legado reproduce las demandas, y con muy cristiano celo y la autoridad y pausa propia de su cuna ilustre, propia de sus nobles canas, mas con todo el miramiento a la debida distancia, que entre rey y entre vasallo Dios mismo establece y marca, le repite las razones que de pronunciar acaba el digno representante de la ofendida tiara, insistiendo en que recuerde que los tratados quebranta, que firmó solemnemente en Perpiñán con España. De tan noble personaje tampoco consiguen nada, con el orgulloso Carlos, razones, ruegos, plegarias, pues con desabrido gesto y con burladora rabia, que no recuerda, responde, de cuanto le dicen nada. II Don Antonio de Fonseca, caballero de alta ley, de los Católicos Reyes el noble embajador es, que al rey de Francia acompaña y le sigue por doquier, y avisado por el duque viene en el momento aquel. Preséntase con modestia, pero con el rostro que cara de pocos amigos llama el vulgo, y llama bien. Al verle, con fatuo orgullo el cristianísimo rey, que da al vicario de Cristo a gustar vinagre y hiel, con miradas de desprecio y con gesto de altivez, «¡Oh caballero -le dice-, llegáis en buen hora, pues »el venerable legado me habla, y el duque también, de un tratado con España que lo que encierra no sé.» «Señor -responde Fonseca-: ¿cómo ignorarlo podéis, cuando en Perpiñán vos mismo pusisteis la firma en él, »y debajo el regio sello puso vuestro canciller?... Mas, puesto que lo olvidasteis, escuchadme, os lo leeré.» Y sacando de su seno un abultado papel, con respeto y con firmeza Fonseca empezó a leer. Cuando un artículo había favorable al interés de la corona de Francia, exclamaba al punto el rey: «Es muy válido, recuerdo que en Perpiñán lo firmé. Ese artículo, Fonseca, os ofrezco mantener.» Pero cuando otro escuchaba interesante también o al decoro de la Iglesia, o de Castilla al poder: «Dadme el tratado -decía-, dádmelo, Fonseca, pues si eso firmé lo desfirmo, que enmendar un yerro es bien.» Y las cláusulas borrando, con menosprecio y desdén el pliego le devolvía diciendo: «Seguid, leed.» Al fin, llena la medida del sufrimiento cortés, don Alonso de Fonseca no se pudo contener, y «Rey de Francia -prorrumpe-, si mofaros pretendéis de mí, que soy caballero, de mi patria y de mi rey, »vive Dios que a tolerarlo no estoy yo dispuesto; y pues borráis lo que no os conviene, borro y anulo también »lo que es a vos favorable, rompiendo el tratado, ved.» Y desgarrando valiente el respetable papel, tiró los rotos pedazos del rey de Francia a los pies, y calándose el sombrero sin hacer venia se fue. Y con la mano en la espada atravesando un tropel de alabardas y ballestas, salió del campo francés.