Tradiciones peruanas - Quinta serie
Un drama íntimo

de Ricardo Palma


(A D. Adolfo E. Dávila)


Ni época, ni nombres, ni el teatro de acción son los verdaderos en esta leyenda. Motivos tiene el autor para alterarlos. En cuanto al argumento, es de indisputable autenticidad. Y no digo más en este preambulillo porque... no quiero, ¿estamos?


Laurentina llamábase la hija menor, y, la más mimada, de D. Honorio Aparicio, castellano viejo y marqués de Santa Rosa de los Ángeles. Era la niña un fresco y perfumado ramilletico de diez y ocho primaveras.

Frisaba su señoría el marqués en las sesenta navidades, y hastiado del esplendor terrestre había ya dado de mano a toda ambición, apartádose de la vida pública, y resuelto a morir en paz con Dios y con su conciencia, apenas si se le veía en la iglesia en los días de precepto religioso. El mundo, para el señor marqués, no se extendía fuera de las paredes de su casa y de los goces del hogar. Había gastado su existencia en servicio del rey y de su patria, batídose bizarramente y sido premiado con largueza por el monarca, según lo comprobaban el hábito de Santiago y las cruces y banda con que ornaba su pecho en los días de gala y de repicar gordo.

Tres o cuatro ancianos pertenecientes a la más empinada nobleza colonial, un inquisidor, dos canónigos, el superior de los paulinos, el comendador de la Merced y otros frailes de campanillas eran los obligados concurrentes a la tertulia nocturna del marqués. Jugaba con ellos una partida de chaquete, tresillo o malilla de compañeros, obsequiábalos a toque de nueve con una jícara del sabroso soconusco acompañada de tostaditas y mazapán almendrado de las monjas catalinas, y con la primera campanada de las diez despedíanse los amigos. D. Honorio, rodeado de sus tres hijas y de doña Ninfa, que así se llamaba la vieja que servía de aya, dueña, cervero o guardián de las muchachas, rezaba el rosario, y terminado éste, besaban las hijas la mano del señor padre, murmuraba él un «Dios las haga santas» y luego rebujábanse entre palomas el palomo viudo, las Palomitas y la lechuza.

Aquello era vida patriarcal. Todos los días eran iguales en el hogar del noble y respetable anciano, y ninguna nube tormentosa se cernía sobre el sereno cielo de la familia del marqués.

Sin embargo, en la soledad del lecho desvelábase D. Honorio con la idea de morir sin dejar establecidas a sus hijas. Dos de ellas optaban por monjío; pero la menor, Laurentina, el ojito derecho del marqués, no revelaba vocación por el claustro, sino por el mundo y sus tentadores deleites.

El buen padre pensó seriamente en buscarla marido, y platicando una noche sobre el delicado tema con su amigo el conde de Villarroja D. Benicio Suárez Roldán, éste le interrumpió diciéndole:

-Mira, marqués, no te preocupes, que yo tengo para tu Laurentina un novio como un príncipe en mi hijo Baldomero.

-Que me place, conde; aunque algo se me alcanza de que tu retoño es un calvatrueno.

-¡Eh! ¡Murmuraciones de envidiosos y pecadillos de la mocedad! ¿Quién hace caso de eso? Mi hijo no es santo de nicho, ciertamente; pero ya sentará la cabeza con el matrimonio.

Y desde el siguiente día, el conde fue a la tertulia del de Santa Rosa, acompañado de su hijo. Éste quedó admitido para hacer la corte a Laurentina, mientras los viejos cuestionaban sobre el arrastre de chico y la falla del rey, y cuatro o seis meses más tarde eran ya puntos resueltos para ambos padres el noviazgo y el consiguiente casorio.

Baldomero era un gallardo mancebo, pero libertino y seductor de oficio. Tratándose de sitiar fortalezas, no había quien lo superase en perseverancia y ardides; mas una vez rendida o tomada por asalto la fortaleza, íbase con la música a otra parte, y si te vi no me acuerdo.

Baldomero halló en la venalidad de doña Ninfa una fuerza auxiliar dentro de la plaza; y la inexperta joven, traicionada por la inmunda dueña, arrastrada por su cariño al amante, y más que todo fiando en la hidalguía del novio, sucumbió... antes de que el cura de la parroquia la hubiese autorizado para arriar pabellón.

A poco, hastiado el calavera de la fácil conquista, empezó por acortar sus visitas y concluyó por suprimirlas. Era de reglamento que así procediese. Otro amorcillo lo traía, encalabrinado.

La infeliz Laurentina perdió el apetito, y dio en suspirar y desmejorarse a ojos vistas. El anciano, que no podía sospechar hasta dónde llegaba la desventura de su hija predilecta, se esforzaba en vano por hacerla recobrar la alegría y por consolarla del desvío del galancete:

-Olvida a ese loco, hija mía, y da gracias a Dios de que a tiempo haya mostrado la mala hilaza. Novios tendrás para escoger como en peras, que eres joven, bonita y rica y honrada.

Y Laurentina se arrojaba llorando al cuello de su padre, y escondía sobre su pecho la púrpura que teñía sus mejillas al oírse llamar honrada por el confiado anciano.

Al fin, éste se decidió a escribir a Baldomero pidiéndole explicaciones sobre lo extraño de su conducta, y el atolondrado libertino tuvo el cruel cinismo y la cobarde indignidad de contestar al billete del agraviado padre con una carta en la que se leían estas abominables palabras: Esposa adúltera sería la que ha sido hija liviana. ¡Horror!

El marqués se sintió como herido por un rayo.

Después de un rato de estupor, una chispa de esperanza brotó en su espíritu.

Así es el corazón humano. La esperanza es lo último que nos abandona en medio de los más grandes infortunios.

-¡Jactanciosa frase de mancebo pervertido! ¡Miente el infame! -exclamó el anciano.

Y llamando a su hija la dio la carta, síntesis de toda la vileza de que es capaz el alma de un malvado, y la dijo:

-Lee y contéstame... ¿Ha mentido ese hombre?

La desdichada niña cayó de rodillas murmurando con voz ahogada por los sollozos:

-Perdóname..., padre mío..., ¡Lo amaba tanto!... ¡Pero te juro que estoy avergonzada de mi amor por un ser tan indigno!... ¡Perdón! ¡Perdón!

El magnánimo viejo se enjugó una lágrima, levantó a su hija, la estrechó entre sus brazos y la dijo:

-¡Pobre ángel mío!...

En el corazón de un padre es la indulgencia tan infinita como en Dios la misericordia.

Y pasó un año cabal, y vino el día aniversario de aquel en que Baldomero escribiera la villana carta.

La misa de doce en Santo Domingo y en el altar de la Virgen del Rosario era lo que hoy llamamos la misa aristocrática. A ella concurría lo más selecto de la sociedad limeña.

Entonces, como ahora, la juventud dorada del sexo fuerte estacionábase a la puerta e inmediaciones del templo para ver y ser vista, y prodigar insulsas galanterías a las bellas y elegantes devotas.

Baldomero Roldán hallábase ese domingo entre otros casquivanos, apoyado en uno de los cañones que sustentaban la cadena que hasta hace pocos años se veía frente a la puerta lateral de Santo Domingo, cuando cinco minutos antes de las doce se le acercó el marqués de Santa Rosa, y poniéndole la mano sobre el hombro le dijo casi al oído:

-Baldomero, ármese usted dentro de media hora, si no quiere que lo mate sin defensa y como se mata a un perro rabioso.

El calavera, recobrándose instantáneamente de la sorpresa, le contestó con insolencia:

-No acostumbro armarme para los viejos.

El marqués continuó su camino y entró en el templo.

A poco sonaron las doce, el sacristán tocó una campanilla en el atrio en señal de que el sacerdote iba ya a pisar las gradas del altar y la calle quedó desierta de pisaverdes.

Media hora después salía el brillante concurso, y los jóvenes volvían a ocupar sitio en las aceras. Baldomero Roldán se colocó al pie de la cadena.

El marqués de Santa Rosa vino hacia él con paso grave, reposado, y le dijo:

Joven, ¿está usted ya armado?

-Repito a usted, viejo tonto, que para usted no gasto armas.

El marqués amartilló un pistolete, hizo fuego, y Baldomero Roldán cayó Con el cráneo destrozado.

D. Honorio Aparicio se encaminó paso entre paso a la cárcel de la ciudad, situada a una cuadra de distancia de Santo Domingo, donde se encontró con el alcalde del Cabildo.

-Señor alcalde -le dijo- acabo de matar a un hombre por motivo que Dios sabe y que yo callo, y vengo a constituirme preso. Que la justicia haga su oficio.

El conde de Villarroja, padre del muerto, no anduvo con pies de plomo para agitar el proceso, y un mes después fue a los estrados de la Real Audiencia para el fallo definitivo.

El virrey presidía, y era inmenso el concurso que invadió la sala.

Al conde de Villarroja, por deferencia a lo especial de su condición, se lo había señalado asiento al lado del fiscal acusador.

El marqués ocupaba el banquillo del acusado.

Leído el proceso, y oídos los alegatos del fiscal y del abogado defensor, dirigió el virrey la palabra al reo.

-¿Tiene usía, señor marqués, algo que decir en su favor?

-No, señor... Maté a ese hombre porque los dos no cabíamos sobre la tierra.

Esta razón de defensa, ni racional ni socialmente podía satisfacer a la ley ni a la justicia. El fiscal pedía la pena de muerte para el matador, y el tribunal se veía en la imposibilidad de recurrir al socorrido expediente de las causas atenuantes desde que el acusado no dejaba resquicio abierto para ellas. El abogado defensor había aguzado su ingenio y hecho una defensa más sentimental que jurídica; pues las lacónicas declaraciones prestadas por el marqués en el proceso no daban campo sino para enfrascarse en un mar de divagaciones y conjeturas. No había tela que tejer ni hilos sueltos que anudar.

El virrey tomaba la campanilla para pasar a secreto acuerdo, cuando el abogado del marqués, a quien un caballero acababa de entregar una carta, se levantó de su sitial, y avanzando hacia el estrado, la puso en manos del virrey.

Su excelencia leyó para sí, y dirigiéndose luego a los maceros:

-Que se retire el auditorio -dijo- y que se cierre la puerta.


Laurentina, al comprender el peligro en que se hallaba la vida de su padre, no vaciló en sacrificarse haciendo pública la ruindad de que ella había sido triste víctima. Corrió al bufete del marqués, y rompiendo la cerradura sacó la carta de Baldomero y la envió con uno de sus deudos al abogado. Ella sabía que el marqués nunca habría recurrido a ese documento salvador o por lo menos atenuante de la culpa.

El virrey, visiblemente conmovido, dijo:

-Acérquese usía, señor conde de Villarroja. ¿Es esta la letra de su difunto hijo?

El conde leyó en silencio, y a medida que avanzaba en la lectura pintábase mortal congoja en su semblante y se oprimía el pecho con la mano que tenía libre, como si quisiera sofocar las palpitaciones de su corazón paternal. ¡Horrible lucha entre su conciencia de caballero y los sentimientos de la naturaleza!

Al fin, su diestra temblorosa dejó escapar la acusadora carta, y cayendo desplomado sobre un sillón, y cubriéndose el rostro con las manos para atajar el raudal de lágrimas exclamó, haciendo un heroico esfuerzo por dar varonil energía a su palabra:

-¡Bien muerto está!... ¡El marqués estuvo en su derecho!


La Real Audiencia absolvió al marqués de Santa Rosa.

Quizá la sentencia, en estricta doctrina jurídica, no sea muy ajustada. Critíquenla en buena hora los pajarracos del foro. No fumo de ese estanquillo ni lo apetezco.

Pero los oidores de la Real Audiencia antes que jueces eran hombres, y al fallar absolutoriamente, prefirieron escuchar sólo la voz de su conciencia de padres y hombres de bien, haciendo caso omiso de D. Alfonso el Sabio y sus leyes de Partida que disponen que ome que faga omecillo, por ende muera. ¡Bravo! ¡Bravo! Yo aplaudo a sus señorías los oidores, y me parece que tienen lo bastante con mis palmadas.

En cuanto al público de escaleras abajo, que nunca supo a qué atenerse sobre el verdadero fundamento del fallo (pues virrey, oidores y abogado se comprometieron a guardar secreto sobre la revelación que contenía la carta), murmuró no poco contra la injusticia de la justicia.