​Un documento​ de Leopoldo Alas


La ilustre Duquesa del Triunfo ha dado a sus criados la orden terminante de no recibir a nadie. No está en casa. En efecto, su espíritu vuela muy lejos de la estrecha cárcel dorada de aquel tocador azul y blanco, que tantas veces llamaron santuario de la hermosura los revisteros de la casa. Porque es de notar que la Duquesa tiene tan completo el servicio de sus múltiples necesidades, que hay entre su servidumbre muchos que ejercen funciones que el mundo clasifica entre las artes liberales; y así como dispone de amantes de semana, también tiene revisteros de salones, que dedican a los de tan ilustre dama todos los galicismos de su elegante pluma.

Amantes de semana he dicho; ¡ah!, Cristina, el nombre de la Duquesa, hace mucho tiempo que ha despedido a todos sus adoradores. A los treinta y seis años se ha declarado fuera de combate la que un día antes coqueteaba con toda la gracia de la más lozana juventud.

Uno de sus apasionados ha tenido la ocurrencia de regalarle una edición diamante de los más poéticos libros de la mística española; otro adorador, este platónico, le ha recomendado las obras de Schleiermacher (la Duquesa ha sido embajadora en Berlín, y ha vivido en Viena con un célebre poeta ruso). Entre el adorador platónico, natural de Weimar, los místicos españoles y Schleiermacher han conseguido que la Duquesa introduzca en su tocador reformas radicales; y ahora se lava nada más que con agua de la fuente, y gasta apenas una hora en su tocado, pero tan bien aprovechada, que este sol que se declara en decadencia es más hermoso en el ocaso que cuando brillaba en el cenit. Ya no mira la Duquesa como quien prende fuego al mundo, sino con ojos lánguidos, que fingen, sin querer fingir, una sencillez y una modestia encantadoras; los más bizarros caballeros de la brillante juventud, a que fue siempre aficionada la Duquesa, ya no le merecen más que miradas maternales; parece que les dice con los ojos: «Ya no sois para mí; os admiro, os comprendo y adoro como obras maravillosas de la Naturaleza; pero esta adoración es desinteresada; nada espero, nada esperéis tampoco; veo en vosotros los hijos que no tengo y que echo de menos ahora; si aún os agrado, gozad en silencio del espectáculo interesante de una hermosura que se desmorona; pero callad, no me habléis de amor, seríais indiscretos. Hay algo más que el amor; yo nazco a nueva vida, y el galanteo sería en mí una flaqueza que probaría la ruindad de mi espíritu. Adorad si queréis; pero yo sólo puedo pagaros con un cariño de madre».

Todo este discurso, que yo atribuyo a los ojos de Cristina, lo había leído en ellos el joven escritor, periodista y novelista, Fernando Flores, muy aficionado, como la Duquesa, a los ejercicios de destreza corporal, y abonado al paseo del Circo de Price, en Recoletos. La Duquesa asistía a las funciones de moda los viernes de todas las semanas. Rodeábanla amigos que tenían la obligación de no requerirla de amores. Esta nueva fase de la sensibilidad exquisita y ya estragada de Cristina no la conocía el público, que había hecho, como suele, una leyenda escandalosa de la vida de aquella mujer. En esta leyenda la calumnia y la malicia habían puesto lo que les inspirara la pasión política, pues el Duque era un personaje político de importancia, de esos que los demagogos piensan colgar de los faroles, o no hay justicia en la tierra. La admiración, este homenaje que siempre tendrá la belleza, había prestado las tintas suaves del fantástico cuadro en que Cristina aparecía como un Don Juan del sexo débil. La inmoralidad de su vida y la odiosidad que acompañaba al nombre de su reaccionario y un tanto cruel esposo, la rodeaban de una especie de aureola diabólica: el pueblo, sobre todo las honradas envidiosas de la clase media, hablaban de la Duquesa con un afectado desprecio, como de la personificación del escándalo; pero cuando ella pasaba, donde quiera se abría calle, a veces se hacía corro, y ojos y bocas abiertos daban testimonio de la general admiración; el pasmo que causaba el prestigio de la distinción y la hermosura, suspendía en las bocas abiertas las necedades de la hipocresía y de la maliciosa envidia. Muchos con los labios entreabiertos para decir «¡qué escándalo!», acababan por suspirar diciendo «¡qué hermosura!». Los ojos de las damas, que desde la oscuridad de una belleza vulgar y de una corrupción adocenada miraban con las ascuas del rencor a Cristina, pecaban más con sólo aquella mirada, que la ilustre señora había pecado en toda su vida, devorando con las llamaradas de sus pupilas cuanto el amor les diera en alimento y en holocausto a su hermosura. Cristina, en público, conociendo cuanto de ella se pensaba y se decía, presentábase como los reyes, que atraviesan una multitud en que hay amigos y enemigos, odio y admiración; o como los grandes artistas del teatro, que saludan a un público que aplaude y silba; estos personajes aprenden un movimiento singular de los ojos; sus miradas son de una discreción que sólo se adquiere con la experiencia de estas batallas del favor y de la enemistad de la muchedumbre. Cristina fijaba pocas veces los ojos en los individuos de la multitud, cuyos favores, sin embargo, eran los que más agradecía. El público es siempre el rival más temible; la mujer más fiel se distrae y deja de oír al amante por mirarse en los mil ojos del Argos enamorado, de la multitud que contempla. Cristina amaba como ninguna otra mujer al adorador anónimo; a este amante no había renunciado, ni aun después de leer a San Juan y a Schleiermacher; pero temía mirarle cara a cara en los ojos de una de sus personalidades, porque el descaro estúpido, la envidia grosera y cruel y otras cien malas pasiones, le habían devuelto más de una vez miradas de cínica audacia, de repugnante malicia o de irritante desprecio. Esta misma prudencia en el mirar, en el observar el efecto producido, daba más gracia y atractivo a la Duquesa.

A lo menos, a Fernando Flores, que había conocido todo esto, le encantaba aquella extraña y misteriosa relación entre la Duquesa y la multitud.

Él también era multitud. Apoyado en el antepecho que separa el paseo de los palcos, contemplaba todos los viernes a su sabor aquella hermosura célebre, como los verdaderos amantes de la pintura acuden uno y otro día al Museo a contemplar horas y horas, en silencio, una maravilla del pincel de Velázquez o quien sea el pintor favorito.

Fernando llegaba a los treinta, y mirando atrás, no veía en sus recuerdos aventuras en que figurasen duquesas. Dábase por desengañado antes de conocer el mundo, del cual sólo sabía por lo que dicen las novelas y por lo poco que le enseñara una observación constante, sobrado perspicaz y hecha a demasiada distancia. Parecíale tan ridícula la idea de enamorarse de Cristina, que sin miedo la miraba y admiraba. No era presumido en cuanto a galanteos, y despreciaba con noble orgullo a los aventureros del amor, que aspiran a subir adonde jamás llegarían por su propio valor, merced a los favores de las damas.

Cierto viernes del mes de Mayo llegó a su palco Cristina con su hija única, Enriqueta, de quince años, y dos bizarros generales, que habían sido amantes de la Duquesa, a lo menos en la opinión del vulgo. Vestía de negro, como su hija, y su pelo, como la endrina y abundante, recogido en gracioso moño sobre la cabeza, dejaba ver el blanco, fuerte y voluptuoso cuello, tentación irresistible, donde la imaginación del enamorado público daba besos a miles.

La Duquesa, al pasar cerca de Flores, tocole en el rostro con los encajes de una manga, y dejole envuelto en una atmósfera de olores tan delicados, intensos y dulcísimos, tan impregnada de lo que se puede llamar esencia de gran dama, que Fernando expresó así, allá para sus adentros, lo que sintió al aspirar aquella ráfaga de perfumes soñados: «¡Parece que estoy mascando amor!».

Lo cierto es que el pobre muchacho, con gran vergüenza suya, se sintió conmovido hasta los huesos por una nueva clase de emociones, que le indignaba desconocer a sus años, y siendo un novelista acreditado, y acreditado de escribir conforme al arte nuevo, esto es, tomando de la realidad sus obras.

En cuanto Cristina estuvo sentada en su palco, enfrente de Fernando, pero no tan enfrente, que no tuviese que volver un poco la cabeza en el caso inverosímil, absurdo, de querer mirarle, el novelista consagró todo su espíritu a la contemplación ordinaria, y ¡oh casualidad incomprensible e inexplicable por las leyes naturales y corrientes de la vida! Cristina, no bien hubo sacado de la caja los gemelos, dirigiolos al humilde escritor, que tembló como si le mirase con dos cañones cargados de abrasadora metralla.

Figúrese el lector al amante del arte, que antes suponíamos, enamorado de una virgen de Murillo, y que la contempla embelesado días y días, y uno cualquiera ve que la divina figura le sonríe como sonreiría una virgen de Murillo si, en efecto, pudiera. Pues la impresión de este hombre sintió Fernando al ver que los gemelos de la Duquesa se clavaban en él, positivamente en él. El joven contemplaba siempre a la ilustre dama sin más esperanza de correspondencia que la que pudiera tener el que fuera a hacer el oso a una de aquellas hermosas y nobles damas que retrató Pantoja, que miran en su limpia sala del Museo, con miradas de lujuria inacabable, al espectador de todos los siglos. No era, por lo común, descarado nuestro héroe para mirar a las mujeres; pero a Cristina sí la miraba tenazmente, sin miedo, creyéndose seguro en la oscuridad de la multitud. «¡Hay tantos ojos que devoran su hermosura! -pensaba- ¿qué importan dos más?». Y miraba, y miraba, sin que en el placer que mirando recibía entrase para nada la vanidad, que suele ser, en tales ocasiones el principal atractivo. Aunque sabía todos los casos que refieren las novelas, y hasta las historias, de grandes abismos sociales que salta el amor de un brinco, no creía que esto aconteciese en la vida real casi nunca, y la posibilidad lógica de que a él le sucediese encontrarse en una aventura de esta índole parecíale semejante a la de ganar el premio grande de la lotería: jugaba y era posible ganar ese premio; pero ni se acordaba de él. Por más que en Flores protestasen una porción de nobles sentimientos, y hasta el orgullo ofendido con el placer que sentía, antes de que la reflexión pudiera deshacer el encanto, el corazón le latió con fuerza; un sudorcillo tibio, que parecía que le regaba por dentro, le inundó de una voluptuosidad también nueva, y, lo que es peor que eso, sintió en el alma, en el alma espiritual, no en el alma del cuerpo, que dicen que hay algunos filósofos; digo que sintió en lo más íntimo de sí, una ternura caliente, calentísima, que parecía acariciarle las entrañas y aflojar no sé qué cuerdas tirantes que hay en el espíritu de los que se han acostumbrado a sofocar ilusiones, a matar sueños y aspiraciones locas y románticas, decididos a ser unos muy sosos hombres de juicio. De estos era Flores, y esa flojedad que digo sintió, y con ella una alegría que le parecía soplada dentro por los ángeles; y a más de este encanto, en que él era pasivo, notó que, por cuenta propia, se había puesto el corazón a agradecer la mirada de la Duquesa, y agradecerla de suerte que todas las entrañas se derretían, y era el agradecimiento aquel nueva fuente de placeres, que diputó celestiales sin ninguna duda. El pobrecito quiso apartar los ojos de aquellos que le miraban detrás de dos oscuros agujeros, en que él veía llamaradas; pero la voluntad ya era esclava, y fuese tras los ojos a abismarse en la boca de los cañones que tenía enfrente.....



Bueno será que se sepa cómo recibieron allá dentro la mirada del joven del Circo, que era como le llamaba la Duquesa hacía algunas semanas; por supuesto, que se lo llamaba para sus adentros, pues con nadie había hablado de tal personaje.

Cristina, que un mes antes estaba enamorada de San Juan de la Cruz, y hubiera dado cualquier cosa por ser ella la iglesia de Cristo, la esposa mística a quien el santo requiebra tan finamente, había cambiado de ídolo y se había dicho: «Lo que yo necesito es un amor humano; pero verdadero, espiritual, desinteresado, en que no entre para nada el deseo de poseerme como carne, que incita, ni la vanidad de hacerse célebre siendo mi amante». Los adoradores jurados le causaban hastío. Todos le parecían el mismo. Cerraba los ojos y veía un hombre en habit noir, como decían ellos, con gran pechera almidonada (plastrón), que daba la mano como un clown, que era uniformemente escéptico, sistemáticamente glacial, y que decía en francés todas las vulgaridades traducidas a todos los idiomas. La Duquesa esperaba a los treinta y seis años algo nuevo, que no fuese un adulterio más, sino un amor puro, como ella no lo había conocido, como lo deseaba para su Enriqueta.

¡Cuántas veces, mirando con su rápida y prudentísima mirada a la multitud que la rodeaba, se había dicho: «¿Estará ahí?»! Una noche, en Price, al decir bon soir a un joven aristócrata, a quien llamaban Pinchagatos (Dios sabe por qué), flaco, menudo, casi ciego, pero atrevidísimo con las mujeres, Cristina, que le daba la mano con repugnancia, observó que los ojos de un espectador del paseo se fijaban, se clavaban en el sietemesino insolente. Salió del palco Pinchagatos, que se fue saludando a todas las damas que encontraba al paso, y la mirada tenaz le seguía. Cuando el joven aristócrata y mal formado se perdió de vista, los ojos del paseo volviéronse a Cristina, y suaves, melancólicos, tranquilos ya, fijáronse en ella, como para saborear un deleite habitual interrumpido. Desde aquel momento, aunque Flores no pudo comprenderlo, ni lo soñó siquiera, su contemplación constante fue espiada. Y ¡qué hubiera dicho el infeliz si hubiese sabido que existía en Madrid una gran dama para quien eran todos los placeres de la corte, y que todos los despreciaba, mientras aguardaba ansiosa la noche del viernes, el día de moda de Price! Y ¿por qué? Porque esa noche la consagraba ella, hacía algunas semanas, a un espionaje que le causaba una clase de delicias que tenían la frescura y el encanto fortísimo de las emociones nuevas. Cristina no miraba a Fernando cuando sabía que él la miraba; pero gozaba del placer de sentir, sin verle, que sus ojos estaban cebándose en ella. Veíale y no le veía, mirábale y no le miraba; esto ya saben todas las mujeres cómo se hace. Flores no sospechaba nada; creíase a solas en su contemplación y procuraba saciar el apetito de contemplar sin miedo de ser sorprendido. Bien conocía esto la Duquesa; veía que el joven del Circo la miraba, como hubiera podido hacerlo un miserable insecto de los que cantan himnos al sol en los prados al mediodía. ¿Qué le importa al insecto que el sol le vea o no? Para gozar de la delicia que le dan sus rayos, y agradecérsela cantando, le basta con la humildad de su oscuro albergue bajo la hierba. Esto del insecto no le había caído a la Duquesa en saco roto, como se dice; desde que se le ocurrió tal comparación, tomose ella por sol, al pie de la letra, y Flores fue el insecto enamorado, que le cantaba con los ojos himnos de adoración. ¡Qué delicadeza de sentimiento, qué divina voluptuosidad, qué caridad sublime, qué distinción, en suma, había en preferir bajarse a contemplar el mísero gusano y despreciar a las estrellas de su corte interplanetaria! ¡Qué orgullosa estaba Cristina! ¡Cuán por encima de las coquetas vulgares del gran mundo se contemplaba, consagrando entera su alma a aquel purísimo, delicado placer, que a espíritus menos escogidos les parecía insípido e indigno de una grande de España! Las mil invitaciones que cada día la obligaban a dejar tal o cual proyecto de diversión no la obligaron nunca, desde que vio a Flores, a perder su abono de los viernes. Sus amigos habían llegado a sospechar si estaría enamorada de algún clown o de algún atleta. Lo cierto es que ella gozaba, como en su primera juventud, al llegar la hora del espectáculo, al sentirse arrastrada en su coche hacia el circo de Recoletos, al atravesar los pasillos, al sentarse en su palco, saboreando de antemano las delicias de aquella noche. Si Flores aún no estaba en la primera fila del paseo, casi enfrente del palco, la Duquesa se alarmaba seriamente. ¿No vendrá? Pero nunca tardó más de un cuarto de hora. Llegaba con su abrigo al brazo, modestamente vestido, pero con una elegancia natural, que era más del cuerpo que del traje; poco a poco iba abriéndose camino entre los espectadores del paseo, llegaba a la primera fila, pues nadie resistía a la insistencia del que quería estar allí (como sucede en los demás negocios del mundo), y dejando el abrigo sobre el antepecho, y apoyando el brazo en el abrigo, y en la mano la cabeza, consagrábase a sus religiosos ejercicios de admiración estática. Ya estaba contenta Cristina; parecíale que habían dado más luz a la cinta de gas que festoneaba las columnas; que la música era más alegre y estrepitosa, los alcides más fuertes, los clowns más graciosos; el olor acre que subía de la pista le encendía los sentidos; las resonancias del Circo le parecían voces interiores, y como que se restregaba el perezoso espíritu, sintiendo dulcísimo cosquilleo, contra aquella mirada que era firme muralla de acero. Sí, se apoyaba el alma de la Duquesa en la mirada de Fernando, como su espalda en el respaldo de la silla, en abandono lánguido. Esto no es amor, se decía la Duquesa al acostarse. Yo ya no amo; todo eso ha concluido. Pero es mucho mejor que el amor lo que siento. Ese muchacho no me gusta ni me disgusta como físico; es otra cosa lo que me encanta en él; es su adoración tenaz, sin esperanza, torpe para adivinar que está vista y que está agradecida. Algunas veces, aunque temerosa de romper el encanto haciendo dar un paso a la sutil aventura, había arriesgado la Duquesa miradas que podían llamar la atención de Flores. De repente, cuando sabía que la miraba, volvía ella los ojos hacia los suyos, como un disparo certero, y las pupilas chocaban, desde lejos, con las pupilas. Pero en vano; los ojos de Flores no revelaban ninguna emoción; parecían los de un ciego que están en una mirada eterna fijos, mirando la oscuridad, cual esas ventanas pintadas, por simetría, en las paredes, por donde no pasa la luz. Cristina, perspicaz, llegó a explicarse esta impasibilidad, y al dar con la verdadera causa, sintió más placer que nunca. El joven, que no ponía ni pizca de vanidad en cuanto hacía, que no iba a hacer el oso a una Duquesa, era bastante modesto para figurarse que su adoración era conocida; creía que Cristina le miraba sin verle, como a tantos otros, por casualidad. Pero, entretanto, ella comenzaba a impacientarse; todo aquello era delicioso, pero no debía ser eterno; y siguiendo, sin darse cuenta, tácticas antiguas, quiso adelantar algo, ya que de él no había que esperar nada. No creía ella que adelantando perdería la aventura su carácter ideal, fantástico, su naturaleza etérea, incomprensible para el vulgo de las grandes señoras. Y entonces fue cuando se resolvió a clavarle los gemelos al joven del paseo.

La mirada que Fernando dejó caer, sin quererlo, dentro de aquellos, que se le antojaban dos cañones, debía de ir llena de la expresión de aquellas nuevas, profundas, tiernas y dulces emociones que procuré describir a su tiempo; porque Cristina, al recogerla dentro de sus gemelos, y sentirla pasar por la retina al alma, quedose como espantada de gozar placer tan intenso en regiones de su ser en que jamás había sentido más que unas ligeras cosquillas.

Separó del rostro los gemelos; viéronse y miráronse cara a cara la gran dama y el humilde escritor... Todavía Fernando aferrado a su modestia, miró hacia atrás, dudando que fuese para él mirada en que había ya hasta palabras... Pero no cabía dudar más; a su espalda estaba un segoviano con la boca abierta, y detrás de este las gradas vacías. ¡Le miraba a él! ¡La Duquesa del Triunfo miraba a Fernando Flores, autor de dos novelas naturalistas vendidas por seis mil reales cada una!



La Duquesa solía salir del Circo antes de terminar la función. Aquella noche vio hasta el comienzo del último ejercicio; entonces se levantó, se dejó poner el chal, salió del palco, se acercó a Fernando, que no movía ni pie ni mano, nada; al llegar a tocar con el hombro en los bigotes del muchacho, que estaba inclinado sobre el antepecho del paseo, se detuvo para esperar a Enriqueta, que estaba en el palco todavía. Fueron pocos segundos; el hombro de la Duquesa tocó en el bigote y en la nariz del novelista; él se incorporó un tanto; los ojos estuvieron frente a los ojos, a un decímetro escaso de distancia; la mariposa cayó en la llama; ¡rayos y truenos! La Duquesa dejó que en su rostro se dibujara como la aurora de una sonrisa; Fernando, sin querer, sonrió con el encanto; la sonrisa de la Duquesa se definió entonces; se besaron los ojos... y mientras la orquesta tocaba la Marcha Real, porque el Rey salía de su palco, Cristina se perdía a lo lejos entre las otras damas que dejaban el Circo. Fernando, inmóvil, olvidado del mundo de fuera, se dividía en dos por dentro: uno, el que era más que él, gozaba el placer más intenso de su vida, y el otro, avergonzado, sentía la derrota de la orgullosa modestia. «¡Al fin, soy un necio! -decía este censor de la conciencia-. ¡Creo que le he gustado a una duquesa; estoy enamorado de la Duquesa del Triunfo; me ha sonreído y he sonreído; soy su adorador y ella lo sabe! ¡Ridículo! ¡Eternamente ridículo!...». Y huyó del teatro; y creía, huyendo, que el sonar del bombo y los platillos era una gran silba que le daba el público, una silba solemne, con los acordes de la Marcha Real, que es, en ocasiones, una gran ironía, un sarcasmo...



Fernando llegó a su modesta habitación de la fonda, como escritor silbado que huye del público cruel. Sobre el velador de su gabinete estaban esparcidas infinidad de cuartillas, en blanco unas, y otras ennegrecidas por apretados renglones; un Musset, poesías, asomaba entre aquel cúmulo de papeles sueltos. En aquel desorden estaba su pensamiento de pocas horas antes, y parecíale que ya le separaban de él siglos: al ver todo aquello, recordó el estado de su espíritu según era antes de haber ido al Circo. ¡Malhadada noche! Adiós el artista, diosecillo egoísta que vivía para sí y de sus propios pensamientos, viendo en el mundo nada más que una serie de hermosas y curiosas apariencias, cuya única razón de ser era servir al novelista de modelo para sus creaciones. Pensó en su libro, en el que estaba esparcido sobre el velador; parecíale obra de otro, insulsa invención, sofistería fría y descarnada sin vida real. Su voluntad le pedía otra cosa ahora: acción, lucha; quería ser actor en la comedia del mundo, y esto era lo que avergonzaba a Flores; al verse caer en un abismo, en el abismo de la vida activa, para la cual sabía perfectamente que no tenía facultades. ¡Esa mujer me arrastrará al mundo; seré un necio más; al rozarme, al chocar con las pasiones vulgares, pero fuertes, de que hoy me burlo, me contagiaré y seré un vanidoso más, un ambicioso más, un farsante más! No temo tanto el desengaño infalible que me espera, no sé cómo ni cuándo, pero que siempre viene como temo el remordimiento, el amargo dejo que traerá consigo, cuando vuelva a buscar en el arte, en la muda y pasiva observación, un consuelo tardío... Y se acostó. No leyó aquella noche para dormirse. Apagó la luz y se quedó pensando: «Allá va don Quijote; esta es la segunda salida...», y se despreciaba y se burlaba de sí propio de todo corazón. Ya se figuraba como su amigo Gómez, eternamente en habit noir, mendigando de palco en palco sonrisas de mujeres, apretones de manos de ilustres damas, sufriendo desaires que había de disimular, como Gómez, con una plácida sonrisa de ángel hecho a todo... «¡Oh, sí!, y como ella lo exija, llegaré a escribir crónicas de salones, y describiré trajes de bailes y bibelots de chimenea... Después de todo, esa mujer no ha hecho más que mirarme y sonreír. Sí, pero me ha mirado toda la noche y me ha sonreído de un modo... y no atendía a los que la rodeaban; no pensaba más que en mí, esto es seguro. ¿Y yo estoy enamorado? El interés que esa mujer singular, quizá no tan singular como yo imagino, ha despertado en mí, ¿es amor?, ¿merece este nombre? Pero ¿qué es el amor? ¿No sé yo que hay mil maneras de padecer, de creerse enamorado, y ninguna quizá de estarlo de veras? El caso es que yo no sabré resistir si ella insiste... El ridículo es inevitable. A mis ojos ya estoy en plena novela cursi. ¡Conque suceden estas cosas! Y ella se creerá una mujer aparte, y a mí me querrá no por mis escasos merecimientos, sino porque soy el amante cero, el amante de la multitud». Y, sin querer, empezó a recordar muchos casos parecidos de novelas idealistas. Pero también recordó algo parecido en Balzac; recordó a la Princesa que se enamora de un pobre republicano que la contempla estático desde una butaca del teatro... y recordó también La Curée, de Zola, donde Renée, la gran dama, cede a la insistencia de un amante de azar, de un transeúnte desconocido, sin más títulos que su audacia... «Yo soy el capricho, quizá el último capricho de esa mujer». Casi dormido, y como si en él funcionase de repente otra conciencia, pensó con tranquilidad: «¿Si lo único ridículo que hay aquí será que he visto visiones?...».



A la misma hora, reposando en un lecho cuya blandura, suavidad y olores voluptuosos Fernando Flores no podía imaginar siquiera, Cristina pensaba en el joven del Circo, decidida a que fuera el último y el mejor amante: lo principal era que aquel encanto, desconocido hasta entonces, no degenerase en aventura vulgar, como todas las de su vida. Había que huir de la seducción de la materia: Schleiermacher y San Juan, de consuno, exigían que aquel amor fuera por lo divino. Ya se figuraba la Duquesa a Fernando acudiendo a misteriosa cita todas las noches; ella le recibiría con un traje que no hablase a la materia; ya discurriría ella cómo puede una bata estar cortada de modo que no hable más que al espíritu: tomaría por figurín algún grabado en que estuviera bien retratada Beatriz, y aún mejor sería recurrir a la indumentaria griega; algo como la túnica de Palas Atenea o de Venus Urania. Y ¿de qué se hablaría en aquellas sesiones de amor místico? La verdad es que a ella no se le ocurría ningún asunto propio de tan altas relaciones amorosas. Pero, en fin, ello diría... ¡El amor espiritual es tan fecundo en grandes ideas!... y en último caso, hablarían los ojos. Este espiritualismo, que hoy apenas se usa, se le representaba a la Duquesa como el manjar más escogido del alma, porque ella había vivido en plena realidad, envuelta siempre en aventuras en que predominaba el sentido del tacto; y las quintas esencias del amor ideal, los matices delicadísimos de las pasiones excepcionales, con sus encrucijadas de sentimientos inefables, de adivinaciones y medias palabras, eran lo más nuevo que se pudiera ofrecer al gusto de aquel paladar acostumbrado a platos fuertes. Cristina se durmió pensando en el amor de Flores. En sueños tuvo el disgusto de notar que el joven del Circo se propasaba, procurando una mezcla de deleites humanos y divinos, principio de una corrupción sensual que era preciso evitar a toda costa.

A la mañana siguiente, el pensamiento de Cristina y el de Fernando al despertar fue el mismo. Era necesario buscarse.

Y se buscaron y se encontraron. La aventura se pareció, mucho más que la Duquesa deseara, a todas las aventuras en que son parte una gran señora y un joven de modesta posición. Tuvo ella que animarle, y luchó no poco entre el encanto que le causaba la vaguedad, la indecisión de los poéticos comienzos, y el miedo de asustar al amante con un fingido retrato. Él, estaba visto, no había de atreverse sin grandes garantías de buen éxito, y fue ella quien tuvo que arriesgar más de lo justo. Al fin se hablaron. Fue en un coche de alquiler. No hubo mejor medio, aunque lo buscó la Duquesa, que sentía, en su nueva vida espiritual, una gran repugnancia ante semejantes vehículos. Hubiera sido mucho más a propósito una gruta, con o sin cascada; pero fue preciso contentarse con un simón. Flores pensó: «¿Habrá leído Mme. Bovary esta mujer?». No, infeliz, no ha leído tal cosa; Cristina lee a Schleiermacher y a Fray Luis de Granada, no temas. El novelista acudía a las citas de amor como si fuera a fabricar moneda falsa. Estaba avergonzado hasta el fondo de la conciencia. Era un cursi más definitivamente. Gómez, con su gran pechera, su clack bajo el brazo, ya le parecía un héroe, no un ente ridículo. ¡También él era Gómez!

Pasaba el tiempo, y los amantes estaban como el Congreso de Americanistas y otros por el estilo, siempre en las cuestiones preliminares. Se había convenido: 1.º, que aquel amor no era como los demás; 2.º, que la Duquesa no podía ofrecer a Fernando la virginidad de la materia; pero que, en rigor, hasta la fecha no había amado de veras, y, por consiguiente, podía ofrecerle la virginidad del alma, y váyase la una por la otra; 3.º, que aunque la modestia de Flores protestase, estaba averiguado que él era un hombre superior, excepcional, que tenía en su espíritu tesoros de belleza que no podría comprender ni apreciar jamás una mujer vulgar. Afortunadamente, la Duquesa no era una mujer vulgar, sino muy distinguida, singular, única, y leía en el alma de Fernando todas las bellezas que había escrito Dios en ella; 4. º, que no siendo puñalada de pícaro el contacto de los cuerpos, se conservaría el statu quo en punto a relaciones carnales, sin que esto fuese comprometerse a una castidad perfecta, toda vez que nadie puede decir de esta agua no beberé.

Fernando estuvo alucinado algún tiempo. Llegó a creer en la verdad de los sentimientos de Cristina y a sí propio se juzgó enamorado; así que, de buena fe, buscó y rebuscó en su imaginación, y hasta en su memoria, alimento para aquellos amores en que tan gran papel desempeñaban la retórica y la metafísica. Días enteros hubo en que no pensó, siquiera una vez, que todo aquello era ridículo. Con toda el alma, sin reservas mentales, acudía a dar la conferencia de sus amores, y explicaba un curso de amor platónico, como si no pudiera emplearse la vida en cosa más útil. Cristina estaba en el paraíso; se había creado para ella sola un mundo aparte: sus amigos nada sabían de estos amores. Aquel romanticismo místico-erótico, que es ya en literatura una antigualla, era un mundo nuevo de delicias para la pobre mujer que desertaba de la vida grosera del materialismo hipócrita, de buenas formas y bajos instintos y gustos perversos, del gran mundo de ahora. Mientras él mismo participó del engaño, Flores no pudo ver que era interesante, al cabo, aquella mujer tan experimentada en las aventuras corrientes de la vida mundana, pero tan inexperta y cándida en aquellas honduras espirituales en que se había metido.

Una noche, Fernando oyó en el café a un amigo una historia de amores que, aunque no lo era, se le antojó parecida a la suya. En ella había un amante que jamás llegaba al natural objeto del amor, al fin apetecido (tomando lo de fin, no por lo último, sino por lo mejor). Flores se puso colorado; casi creyó que hablaban de él, y volvió al tormento de verse en ridículo. Si hasta allí había sido tímido y había respetado la base 4.ª del tratado preliminar, porque él mismo creía un poco en la posibilidad de los amores en la luna (aunque como literato y hombre de escuela los negaba), desde aquel momento se decidió a ser audaz, grosero si era necesario. La Duquesa había agradecido a Fernando su delicadeza, aquel respeto a la base 4.ª; pero no dejaba de parecerle extraño, quizás un poco humillante, acaso algo sospechoso ese firme cumplimiento de convenciones que, al fin, no eran absolutas, según el mismo texto de la ley; repito que ella agradecía esta conducta tan conforme con su ideal, pero no la hubiera esperado.

Fernando fue todo lo brutal que se había propuesto. Todo antes que el ridículo. Pero la Duquesa resistió el primer asedio con una fortaleza que sirvió para encender de veras los sentidos del amante. Mas ¡ay!, al mismo tiempo que en Fernando brotaba el deseo que daba a sus devaneos un carácter más humano, se le cayó la venda de los ojos, y vio que si antes había sido ridículo, menos acaso de lo que él creía, ahora comenzaba a ser un bellaco. ¿Amaba él de veras a aquella mujer? No, decididamente no; ya estaba convencido de ello. En tal caso, ¿tenía derecho a exigir el último favor, a llevarla hasta el adulterio? ¡Bah, la Duquesa! Una vez más, ¿qué importaba? -respondía el sofisma-. Pero ¿aquella mujer no estaba arrepentida? ¿No se había arrancado, por espontáneo esfuerzo, a las garras del adulterio material, grosero? ¿No estaba aquella mujer en camino de regeneración? ¡Bah!, era una Magdalena sin Cristo; su arrepentimiento no era moral, era un refinamiento de la corrupción; ¡su espiritualismo, su misticismo eran falsos, eran ridículos! ¡Ridículos!, ¿quién sabe? Lo parecían sin duda; pero ¿no había alguna sinceridad en aquel arrepentimiento, aunque pareciese otra cosa? ¿No había, por lo menos, una buena intención? Si Cristina hubiese tenido un verdadero director espiritual, ¿no hubiera buscado salvación por mejor camino?... Arrastrar otra vez a aquella mujer a la concupiscencia del cuerpo era un crimen; no era un adulterio más; era el peor de todos, peor acaso que el primero. «Sí, sí -acabó por pensar Fernando que mantenía esta lucha con su conciencia-; ¡ahora me vengo con escrúpulos! Lo que tengo yo, que soy un cobarde, que no se me logra nunca nada de puro miedo; todos estos tiquismiquis morales no son más que el miedo de dar el segundo ataque a esa fortaleza restaurada...». Y otra vez el pánico del ridículo le llevó a ser atrevido, brutal, grosero. Cristina sucumbió; el deleite material despertó en ella todos sus instintos de

Montón de carne lasciva,


que dijo el poeta. Schleiermacher y los místicos se fueron a paseo, según expresión brutal de ella misma. Quince días de embriaguez de los sentidos bastaron para que Flores llegara al hastío. Empezaba a saber la gente algo de aquello, y el novelista, apagada ya la sed del placer, y satisfecho como hombre de aventuras, quiso villanamente coger velas y huir del abismo que iba a tragarle. La posición de amante oficial de la Duquesa del Triunfo obligaba a mucho. ¡Oh, infamia! Flores hizo, contando por los dedos, el presupuesto ordinario de los gastos a que aquella vida le obligaba; no daban los libros para tanto. Además, los salones le ocuparían demasiado tiempo, «y él era, ante todo, un artista». Una mañana, que durmió hasta muy tarde, arrojó en un bostezo el resto de su falso amor. «¡Ea! -se dijo, revolviendo las cuartillas desordenadas de la novela, que esperaba en los primeros capítulos al distraído autor de sus páginas-. ¡Ea!, esto se ha concluido; yo no soy un Don Juan, ni un sietemesino, ni un hombre de mundo siquiera; yo soy un artista. Es necesario que lo sepa Cristina. No se ha perdido el tiempo al fin y al cabo. Hágome cuenta que he trabajado en la preparación de un libro; he observado, he recogido datos; creí un momento haber encontrado el amor: ¡no!, es algo mejor; he encontrado un libro... La mujer no es para mí, no podía ser; pero tengo... el documento. Cristina me servirá en adelante como documento humano. Hagamos su novela; es un caso de gran enseñanza. Los necios dirán que es inverosímil; pero yo le daré caracteres de verdad cambiando el original un poco». Y escribió cuatro renglones a la Duquesa despidiéndose de ella. «La inspiración le había visitado. Iba a encerrarse con la inspiración algunos meses fuera de Madrid, y en todo ese tiempo no podrían verse. Acaso les convenía. ¿No se acordaba de aquella Dalila de Feuillet, que tanto le gustaba antes de que él, Fernando, le hubiese hecho despreciar a los escritores de la escuela idealista? Pues bien; el ejemplo de Dalila era una lección. El verdadero amor exigía este sacrificio. Ella sería la primera que leyese el libro que le mandaba escribir el deus in nobis...».

Cristina leyó esta carta con pena; pero no con tanta pena como hubiera tenido si el desengaño hubiera precedido a la caída. Llamaba ella la caída al momento en que sus amores con Fernando dejaron de ser metafísicos. «¡Al fin estas relaciones iban pareciéndose a las otras! ¡Oh, no; ni estas ni otras... Basta... basta... El amor es así!...». ¿Sintió despecho? Eso sí; siempre se siente en tales casos.

Pasó cerca de un año. Cristina no tuvo amante; se dejaba adorar, pero no admitía confesores. Una noche recibió un libro encuadernado en tafilete. Era la novela de Flores, con una dedicatoria del autor: «A mi eterna amiga». Cristina despidió a Clara, su doncella, y sin acostarse, pasó la noche, de claro en claro, devorando el libro. Era la historia de su vida, según ella la había dejado ver, en el abandono del amor ideal, al redomado amante. ¡Qué infamia! Fernando no la había amado, la había estudiado. Cuando sus ojos se clavaban en los de Cristina para anegarse en ellos, el traidor no hacía más que echar la sonda en aquel abismo. Como obra de arte, el libro le pareció admirable. ¡Cuánta verdad! Era ella misma; se figuró que se veía en un espejo que retrataba también el alma. En algunos rasgos del carácter no se reconoció al principio; pero reflexionando, vio que era exacta la observación. El miserable no la había embellecido: cuestión de escuela. Al amanecer se quedó dormida, después de leer dos veces la última página...

A las doce, despierta; arregla apenas su traje desaliñado con el desasosiego de aquel sueño de pocas horas, y vuelve a leer... Pero antes ha dado orden terminante de no recibir a nadie. Quiere estar sola. «Es verdad, sola está; ¡qué sola! Aquel hombre implacable, artista sin entrañas, observador frío como un escalpelo, le ha hecho la autopsia en vida y le ha hecho asistir a ella. ¡Una vivisección de la mujer que se creyó amada!». A las tres almuerza Cristina, y bebe para alegrarse, para animarse. A los postres pide un frasco de benedictino, del cual solía probar Fernando. Se sirve una copa; pide a Clara recado de escribir, y manda esta carta a Flores:

«Fernando: He recibido tu libro. Como novela, es una obra maestra; pero, de todas maneras, tú eres un plebeyo miserable. La Duquesa del Triunfo».

¡Ah, sí, un plebeyo! -se quedó pensando-. ¡La multitud, esa multitud que me admira y me espía! De ahí le saqué... ¡Por algo la miraba yo con miedo!



El libro de Fernando gustó mucho a los inteligentes; la crítica más ilustrada y profunda le consagró largos análisis psicológicos. Alguien dijo que el tipo de aquella mujer no existía más que en la imaginación del novelista. Fernando contestaba a esta censura con una sonrisa amarga. «¡Oh, sí, existía la mujer; era la que se había vengado de muchas injurias llamándole plebeyo!».

Madrid, Junio 1882.


Este cuento forma parte del libro Pipá (Cuentos)