Un despejo en Acho


Fuese porque a los cachimbos o guardias nacionales de la era colonial les brotaran humos de echarla de militaras en forma, o porque razones de alta política que yo no atino a explicarme influyeran en el virrey Abascal, ello es que en los tiempos de éste nació la costumbre de que en las corridas de toros saliese al redondel una compañía de soldados con uniforme de parada a hacer evoluciones, en las que había casi siempre mucho de baile de cuadrillas, con trenzado, balancín y cambio de parejas. A esto se bautizó con el nombre de despejo, y hasta ha poquísimos años, en que a Dios gracias y con sobra de buen sentido por parte del gobierno tan ridícula exhibición se ha proscrito, vimos despojos en que los soldados se arrodillaban, y con flores sacadas de la cartuchera trazaban letras en el suelo hasta poner un Viva mi amor, que no lo escribiera más lindo pendolista de oficina.

En los tan renombrados toros de la Concordia fue cuando por primera vez los oficiales del batallón de tal nombre, que eran jóvenes acaudalados, del comercio y de la aristocracia limeña, idearon esta mojiganga militar, que fue muy del gusto del público y que hasta nuestros días siguió siéndolo.

A San Martín y Bolívar, que no eran taurófilos, no les convenía indisponerse con el pueblo cortando por lo sano, y muy a su pesar toleraron que los veteranos del ejército continuaran exhibiéndose en la plaza de Acho. Gobiernos posteriores llegaron hasta a conferir ascenso al capitán que ideaba un despejo lucido, en que los militronchos formaban estrellas, triángulos, círculos, pentágonos, y qué sé yo cuántas figuras geométricas.

Verdad que ni entonces ni después faltaron militares que protestasen contra los despejos, considerándolos como depresivos al decoro de la carrera de las armas, que ciertamente no ha sido el ejército creado para divertimiento y solaz de las turbas populares. En el campo de instrucción es en donde únicamente es lícito al soldado evolucionar coram pópulo.

Y de la primera y muy enérgica protesta contra los despejos, es de la que con venia de ustedes voy a ocuparme.

El 8 de diciembre de 1830 un granuja, a quien faltaban cinco meses para cumplir quince años, después de escaparse del colegio de San Fernando, se presentó en Huaura al general San Martín, diciéndole que él también era insurgente y que quería matar godos. El Protector lo agasajó mucho, y lo destinó como cadete en Numancia. En esta clase asistió el muchacho a todas las peripecias del primer sitio del Callao, y el 15 de enero de 1822 recibió el tan anhelado título de oficial.

Zepita, Junín, Ayacucho y su concurrencia al segundo sitio del Callao, en que raro fue el día sin cambio de confites de plomo, hicieron de nuestro hombrecito, a los veinte años cabales, todo un señor capitán con mando de compañía.

Se aproximaba el 3 de septiembre de 1826, día en que Bolívar debía embarcarse para regresar a Colombia, donde las cosas políticas andaban más que turbias por insubordinaciones de Páez, desacatos de Santander y marimorena del Congreso.

El Cabildo de Lima, que siempre fue taurómano, se propuso festejar al Libertador, por vía de despedida, con una función de cornúpetos, y el 1.º de septiembre no había en cuartos, tablado ni galerías asiento sin dueño. Todo Lima estaba allí a las dos en punto de la tarde.

Llegó don Simón con la comitiva palaciega y tomó asiento en la galería del gobierno, mientras las músicas militares lo saludaban tocando el himno nacional, lo cual, inter nos y en confianza sea dicho, es muy antidemocrático. Esos honores sólo en las monarquías es tolerable que se tributen a la persona del soberano. Mal cuadran a mandatario republicano, y menos en espectáculo populachero. El himno nacional debe ser excluido de actos que no revistan solemnidad, y no es digno de prodigarse.

Vamos al despejo.

Llevando a la cabeza banda de música, que fue a situarse en el templador, salió en columna con su capitán y oficiales, elegantemente uniformados, una compartía del batallón «Legión Peruana», la que luego desplegó en orden de batalla frente a la galería del gobierno, presentando las armas al jefe de la Nación.

El despejo prometía ser de lo bueno lo mejor. El pueblo rompió en atronador palmoteo.

Hecha la presentación de armas cesó la música; y el capitán, a toque de corneta, hizo lo que en tecnicismo militar se llama ejercicio de compañía, tal como diariamente lo practicaba en el patio del cuartel. Terminado el ejercicio, el corneta tocó fajina y los soldados se dispersaron a buscar asiento en el tendido.

¡Por vida de Carracuca, y lo que se arremolinó el respetable público! Eso no era despejo ni cosa que se le pareciese. Eso era insulso, muy insulso. Eso no tenía maldita la gracia. «¡Que me vuelvan mi plata! -¡Empresario ladronazo! -¡Yo he venido por el despejo, y quiero despejo! -¡A robar a Piedras Gordas! -¡Esto es un engaño al público! -¡Que metan en la cárcel a ese capitán! -¡Así no va mi plata!». ¡Dios de Dios y los dicharachos y los sapos y culebras y el toletole y la grita del concurso!

Y en esto salió a la plaza el primer toro, que dio cinco primorosas suertes al capeador de a caballo Esteban Arredondo, con lo que calmada un tanto la efervescencia popular, ya nadie pensó sino en los lances de la lidia.

Sólo Bolívar y La Mar, que estaba sentado a la derecha del Libertador, sonreían durante la algazara, diciendo el último:

-Tiene razón el capitán.

-Pienso como usted, general -contestó bolívar-. La patria no paga soldados para pantomimas.

¡Ah! Me olvidaba de decir a ustedes el nombre del capitancito que tan sutilmente protestó contra los despejes. Ustedes me dispensen la distracción.

Se llamaba Felipe Santiago Salaverry.