Un cuento de amores/Capítulo IV
Música
Apenas de estas quimeras
que en la mente se acumulan
del que tranquilo se duerme
y a dormirse en paz le ayudan,
en la del joven viajero
se iban lentas una a una
disipando, a cada instante
apareciendo más turbias;
apenas del blando insomnio
las vaporosas figuras
dejaban a sus sentidos
del sueño en la paz profunda
y su tranquilo reposo
gustaba, cuando la muda
soledad turbó a deshora
grata y acordada música;
y del mancebo llegando
al oído en lid oculta,
con su sueño fué ganándole
el sitio que en él ocupa.
Tornaron a producirse
otra vez las inseguras
fantasías del insomnio,
y muy pronto entre su turba
incolora, tornó a alzarse
la imagen radiante y pura
de Flor-del-Alba, más bella
y luminosa que nunca.
Pronto el corazón amante
(que por acercarse pugna
al hechicero fantasma
que parece que le busca)
soñando cree que realiza
mil esperanzas absurdas.
Ya la trasparente imagen
de la adorada hermosura
cree que a su lado desciende,
y de sí mismo tan junta,
que con que extienda los brazos
la puede tener segura;
ya al amoroso fantasma
ve que una y otra vez cruza
por la alcoba en que reposa,
y cree que el rumor escucha
de sus pisadas, y el roce
de sus leves vestiduras.
Ya que a la trémula llama
de la lámpara que alumbra
su aposento, le contempla
con amorosa ternura,
y con su aliento purísimo
le orea, porque le infunda
su amor el divino aroma
que el blando aliento perfuma.
Ya en una transición rápida
de que los sueños abundan,
la mujer se trueca en ángel,
el ser terrenal se ofusca
tras de su célica esencia:
de tornasoladas plumas
brotan alas de sus hombros
que a sus espaldas se agrupan,
formando un fondo nevado,
sobre el cual de su cintura,
de sus brazos y su cuello
los contornos se dibujan.
De un arpa de oro que al lado
tiene, y cuyas cuerdas pulsa,
hace brotar ricas cláusulas
de embriagadora dulzura.
El alma amante con ellas
en armonía se inunda,
y a las etéreas regiones
arrebatada se juzga;
mas vibran de tal manera
las notas con que preludia
en el alma del dormido,
y le hieren tan agudas
y tan íntimas, que pronto
será fuerza que interrumpan
la influencia soporífica
del sueño que le subyuga.
Y así es: los lentos párpados
abre al fin; con mano ruda
ase del cómodo lecho
las plegadas colgaduras;
y aun mal despierto –¿Quién va?–
con ahogada voz pregunta.
Nadie responde: al reflejo
de la lamparilla mustia,
reconoce el aposento
que como huésped ocupa.
Mas todavía del sueño
piensa que el sopor le abruma;
pues dél recordando a espacio
las imágenes confusas,
de Flor-del-Alba y del ángel
al recordar la hermosura,
el son del arpa recuerda;
y cree que se perpetúa
el ensueño, pues de un arpa
oye el acorde, no hay duda.
Por más que tenaz dar crédito
a sus sentidos rehusa,
interrumpe el son de un arpa
la tranquilidad nocturna,
y una voz suave cantando
con sus cláusulas se ayuda.
Del dulce canto atraído,
y a indagar quién le produzca
impelido el caballero,
sentó la planta desnuda
en el pavimento frío,
y con precauciones sumas
entreabriendo la ventana
por la que se oye la música,
asomóse poco a poco
por si a quien canta columbra.
Mas en vano: desde el zenit
con pálida luz la luna
platea un huerto, en que reinan
el abandono y la incuria.
Su tierra, fértil un día,
cubre enredada espesura
de silvestre yerba, y claro
se ve, que el dueño renuncia
como a reponer su casa
a labrar la huerta inculta.
Ésta en su origen fué patio,
pero recibió cultura
cuando sus antiguos dueños,
al dar en peor fortuna,
sembraron en cuanta hubieron
no posesores de mucha.
Este huerto o este patio
que altas paredes circundan,
forma el centro de la fábrica
de este edificio, que anuncia
próxima ruina doquiera
por infinitas roturas.
Sólo de las cuatro torres
que le ciñen, en la una
se habita, pues el revoque
de sus paredes lo acusa.
Y en esta torre frontera
a la en que el joven procura
desde su ventana ver
de la misteriosa música
el origen, hay abierta
otra ventana; mas cuya
interior habitación
a su avara vista hurtan
de un enramado jazmín
la espesa rama fecunda,
y una estrecha celosía
en que las ramas se anudan.
Allí está, pues, la cantora:
de entre la fresca espesura
de aquel toldo de jazmines
y florecillas menudas,
brota aquella voz suavísima:
y de allí en sus alas húmedas
la esparce el aura de mayo
por la trasparente anchura
de los cóncavos espacios
que el aire diáfano azula.
De allí parte aquella voz,
y si es de una criatura
humana, Naturaleza
al dársela la hizo única,
pues la formó de los tonos
con que armónicos la arrullan
los ruiseñores del bosque,
las fuentes que le fecundan
los ecos que les remedan
en las escondidas grutas,
y el aura que entre las hojas
suelta y lasciva susurra.
Tal es la voz que la calma
de la muda noche turba.
Voz que encierra
en el concento
de su acento
celestial,
cuantos ecos
de alegría,
de victoria,
de agonía,
y de gloria
juntaría,
si se oyera
toda entera,
la armonía universal.
Voz que gime
congojosa;
voz sublime,
vagarosa,
que levanta
misteriosa
melancólica canción.
Voz sonora
que a par canta,
y a par llora
los delirios
apacibles,
los martirios
insufribles
de un amante corazón.
Blando son
que el viajero
con aliento
retenido,
oye atento
y embebido
en su balcón:
Y antes que suene en su oído,
de aquella nocturna endecha
va la música derecha
a arrullar su corazón.
Vago encanto
con secreta
simpatía
le sujeta
de aquel canto
a la armonía:
y aunque ciego
no comprende
la razón,
siente luego
que la calma
de su alma
pierde ciego
y le enciende
dulce fuego,
al oír la voz lejana,
que a través la celosía
de la florida ventana,
el mágico son le envía
del arpa y de la canción.
Escuchábala embebido
con intensísimo gozo
el aventurero mozo
de su entreabierto balcón,
sin reparar de la noche
en el insano rocío,
y en el aire húmedo y frío
propio aún de la estación.
Escuchaba él y seguía
de sus armónicas frases
los melodiosos compases
y maestra ejecución;
y cuanto más escuchaba
aquel acento encantado,
más se creía engañado
por una vana ilusión.
Escuchaba, y comprendía
más claro a cada momento,
que aquel primoroso acento,
y aquel sentido cantar,
rebosando de armonías
y poesía galana,
de una garganta villana
no se podía lanzar.
No es ese el canto monótono
cuya armonía sencilla
de los campos de Castilla
ronco entona el labrador:
no es esa la endecha tosca
que alza en la fiesta campestre
el labriego, al son silvestre
de la gaita y el tambor.
Es el cántico suavísimo
de una voz rica, argentina,
que vibra, gorjea y trina
con limpieza sin igual;
canto profundo, inspirado
tierno, sonoro, vibrante,
que oye absorto el caminante
por su bien o por su mal.
Y elevado en una escena
que embellecen la oportuna
tranquila luz de la luna,
del misterio la ilusión;
parece un himno celeste
por un ángel entonado,
y en el aura acompañado
por las arpas de Sión.
Tal lo juzga el forastero
que embebecido lo escucha,
mientras con la fuerza lucha
de su mágica impresión:
y tanto al cabo se hechiza
con el cantar peregrino,
que al impulso repentino
de curiosa imprevisión
abrió el balcón entornado:
mas con este movimiento
cuanto logró, en un momento
perdió la necia ambición:
porque notando sin duda
su presencia impertinente,
cesó repentinamente
la misteriosa canción.
Volvióse desconsolado
el forastero a su lecho,
el pensamiento ocupado
con la música que oyó:
y tras de inquieto desvelo
que agitaron halagüeñas
mil imágenes risueñas,
cansado al fin se durmió.
Y alto estaba ya el sol del nuevo día
cuando el mancebo despertó, al sonido
del acento del viejo conocido,
que a llamarle venía.
El mozo de la cama saltó al punto,
y entrándose en la cámara el anciano,
las ventanas abriendo,
al mancebo gentil tendió la mano:
plática tal los dos entreteniendo.
EL VIEJO
Acaso no habrá sido
tan cómodo mi lecho
como en el que a dormir estaréis hecho;
mas en fin, ¿cómo en él habéis dormido?
EL FORASTERO
La dulce paz y hospitalario techo,
señor, de vuestra casa
sólo comodidades me ha ofrecido.
EL VIEJO
Perdonad que en estancia semejante,
de la parte que habito tan distante,
os haya así alojado;
que el edificio están tan mal tratado
que no pude en los cuartos de adelante
sitio hallar para vos acomodado.
EL FORASTERO
Mucho tiempo hace ya, y os lo aseguro,
que noche no gocé tan deliciosa:
y el aposento hallé de tal manera,
que si preciso caso me obligara
esta casa a habitar, yo os suplicara
que vuestra autoridad me permitiera
que en él siempre habitara.
EL VIEJO
Sin que ese caso y precisión viniere,
yo os le ofrezco de grado:
permaneced el tiempo que os pluguiere,
que en ello seré yo siempre el honrado.
EL FORASTERO
No plazca a Dios que por antojo mío
molestia os ocasione:
yo os lo agradezco, pero parto.
EL VIEJO
Fío
que si a emprender volvéis en tiempo alguno
por estos pobres valles otro viaje,
y os hace otra vez falta un hospedaje,
no olvidéis que aquí siempre tenéis uno.
EL FORASTERO
Y yo a mi turno fío
que el habitado espacio
de este antiguo palacio
recuerde alguna vez el viaje mío.
EL VIEJO
¡Si, a fe! Mas el almuerzo preparado
nos aguarda.
EL FORASTERO
Y Brillante impacientado,
también el suyo aguardará.
EL VIEJO
Servida
le fué ya su ración.
EL FORASTERO
¡Tanto cuidado!
EL VIEJO
Obligación no más de huésped. ¡Ea!
Venid, que todo al fin se hará a medida
de vuestra voluntad, a lo que creo:
y aunque más pronta acaso
de lo que apeteciera mi deseo,
yo os haré la más franca despedida
rogando a Dios que os ilumine el paso.
Y hablando así la cámara dejaron,
y el oscuro camino que trajeron
cuando de noche al camarín vinieron,
volviendo a hacer, al comedor bajaron.