Un cerro que tiene historia

Tradiciones peruanas - Quinta serie
Un cerro que tiene historia​
 de Ricardo Palma


A un cuarto de legua de la plaza Mayor de Lima y encadenado a una serie de colinas, que son ramificación de los Andes, levántase un cerrillo de forma cónica, y cuya altura es de cuatrocientas setenta varas sobre, el nivel del mar. Los geólogos que lo han visitado convienen en que es una mole de piedra, cuyas entrañas no esconden metal alguno; y sabio hubo que, en el pasado siglo, opinara que la vecindad del cerro era peligrosa para Lima, porque encerraba nada menos que un volcán de agua. Las primeras lluvias del invierno dan al cerro pintoresca perspectiva, pues toda su superficie se cubre de flores y gramalote que aprovecha el ganado vacuno.

En 1536 el inca Manco, a la vez que con un ejército de doscientos mil indios asediaba el Cuzco, envió sesenta mil guerreros sobre la recién fundada ciudad de Lima. Éstos, para ponerse a, cubierto de la caballería española, acamparon a la falda del cerro, delante del cual pasaba un brazo del Rimac, cuyo curso continuaba por los sitios llamados hoy de Otero, y el Pedregal.

A propósito del río, consignaremos que en 1554 el conquistador Jerónimo de Aliaga, alcalde del Cabildo de Lima, representó y obtuvo que con gasto que no excedió de veinte mil duros se construyese un puente de madera; mas en 1608, viendo el virrey marqués de Monteselaros que las crecientes del Rimac amenazaban destruirlo, procedió a reemplazarlo con el de piedra que hoy existe, y cuya construcción se terminó en 1610 con gasto de cuatrocientos mil reales de a ocho.

En 1634 una creciente del Rimac destruyó la iglesia de Nuestra Señora de las Cabezas, a cuya reedificación se puso término cinco anos después.

En la noche del 11 de febrero de 1696 se desbordó el brazo de río que pasa por el monasterio de la Concepción, llegando el agua hasta la plaza Mayor. En las tiendas de los Portales, cuya construcción acababa de terminar el virrey conde de la Monclova con gasto de veinticinco mil pesos, subió el agua a media vara de altura; y como casi todas eran ocupadas por escribanos que tenían los protocolos en el suelo y no en estantes, por lo caro de la madera, pudriéronse documentos cuya reposición fue, si no imposible, muy difícil. Desde entonces se trasladaron los escribanos a otras calles, legando su nombre al Portal que habían ocupado.

Con las continuas avenidas sufrieron tanto los cimientos del famoso y monumental puente de piedra, que en tiempo del virrey Amat cundió la alarma de que el primer ojo amenazaba desplomarse. Desde 1766 hasta 1777 duraron los trabajos de reparación, terminados los cuales, y en reemplazo de la estatua ecuestre de Felipe V, que se derrumbó en el terremoto de 1746, colocaron sobre la arcada el reloj de los jesuitas, instituto que acababa de ser abolido. En 1852 el presidente general Echenique reemplazó este reloj con otro que había mandado traer de Europa y que desapareció en 1879 a consecuencia de un voraz incendio.

Larga nos ha salido la digresión. Reanudemos el relato.

Durante diez días sostuvieron los indios recios combates con los defensores de la ciudad, cuyo número alcanzaba escasamente a quinientos españoles.

Entonces fue cuando, según lo apunta Quintana refiriéndose al cronista Montesinos, la querida de Pizarro, Inés Huayllas Ñusta, hermana de Atahualpa, instigada por una coya o dama de su servicio, fue sorprendida dirigiéndose al real de los sitiadores, llevándose un cofre lleno de oro y esmeraldas.

Pizarro perdonó a su querida, a la que fue después madre de sus hijos Gonzalo y Francisca; pero mandó dar garrote a la coya, instigadora de la fuga.

Eso de haber sido benévolo para con la querida, es virtud que cualquiera la tiene y que está en la masa de la sangre. ¡Miren qué gracia! Aquí viene de molde este pareado:

Pues yo también soy hecho de igual barro
que el inmortal conquistador Pizarro.


Siempre que los sitiadores emprendían el paso del río, para consumar la derrota y exterminio de los sitiados conquistadores, volvíase tan impetuosa la corriente, que centenares de indios perecieron ahogados. Por el contrario, a los españoles les bastaba encomendarse a San Cristóforo (cargador de Cristo) para vadear el río sin peligro, y embestir sobre los atrincheramientos del enemigo, bien que con poco éxito, pues eran constantemente rechazados y tenían que replegarse a la ciudad.

A no obrar el cielo un milagro, los españoles estaban perdidos.

Y ese milagro se realizó.

En la mañana del 14 de septiembre, día en que la Iglesia celebra la fiesta de la Exaltación de la Cruz, los indios emprendieron la retirada, sin que haya podido ningún historiador explicar las causas que la motivaron.

A las cuatro de la tarde de ese día, D. Francisco Pizarro, seguido de sus bravos conmilitones, se dirigió al cerro, lo bautizó con el nombre de San Cristóbal, y para dar principio a la erección de una capilla puso en la cumbre una gran cruz de madera.

Como por entonces no había en Lima templo alguno, la misa dominical se celebraba en la plaza Mayor, en altar portátil que se colocaba frente al callejón de Petateros; mas en 1537 inaugurose la capillita del cerro de San Cristóbal, a la que, por devoción y por paseo, afluía el vecindario en los días de fiesta.

Después, anualmente, el 14 de septiembre efectuábase una bulliciosa romería al San Cristóbal.

Había en ella danza de moros y cristianos, abundancia de cohetes y francachela en grande.

Aunque el terremoto de 1746 destruyó la capilla, dejando en pie parte de los muros, no por eso olvidó el pueblo la romería anual, y en el sitió que antes fue sagrado se bailaba desaforadamente y se cometía todo linaje de profanos excesos.

Allí, sin respeto a la prohibición de la autoridad, se cantaba hasta el estornudo, cancioncita liviana con que se conmemoraba la peste que afligió a Lima en 1719 y que, entre estornudo y estornudo, condujo algunos prójimos al campo santo. Como muestra de la cancioncilla popular, vaya una de sus coplas:

«Tiene mi dueño
eso pequeño,
chiquito lo otro y estrecho el pie.
¡Ach! ¡María y José!».


En 1784 el arzobispo La Reguera prohibió la romería y mandó que se acabase de demoler la capilla, dejando sólo, como recuerdo del sitio en que existiera, el arco de la puerta y una cruz de madera en memoria de la que colocó Pizarro.