Tradiciones peruanas
Tercera serie (1894) de Ricardo Palma
Un camarón


Entre los diversos papeles que forman el legajo o códice 456 del Archivo Nacional, hay un pliego que contiene la copia de un recurso presentado al muy noble Cabildo de Lima el 30 de junio de 1802, apelando de una sentencia pronunciada por el regidor juez de espectáculos. Tan original es el asunto que nos da tela para hilvanar esta tradicioncita.

Era la tarde de San Pedro Apóstol, y gran concurso de jugadores ocupaba el coliseo de gallos, situado entonces en la plazuela de Santa Catalina y en la vecindad del cuartel de artillería, cuya construcción se principiaba.

No hay público más abigarrado que el que concurre a la cancha. El gallero es un tipo digno de especial estudio, y acaso un día lo exhiba nuestra pluma.

Afortunadamente la afición empieza a decaer, y ya no se codean en el circo generales y magistrados con zapateros y rufianes, como sucedía hasta los años 1860. Por entonces hubo un gallero bautizado, por lo ridículo y grotesco de su estampa, con el apodo de Chauchilla, el cual dejó a su muerte un legado de cien mil duros en favor de los pobres y de los hospitales da Lima.

Tratábase de una pelea de siete jugadas a navaja, y el gallo destinado para defender la cuarta parte por uno de los partidos era un malatobo, bien laminado y de excelente registro, famoso en los anales del circo por haber pisado la cancha cinco veces en lo corrido del año, y salido siempre incólume después de despachar a sus rivales. Ese gallo era el Cid de los de la familia de cresta y espolones.

El dueño del malatobo no consintió nunca que otro individuo sino él en persona amarrase la navaja a su gallo, cosa propia de un verdadero aficionado y tolerada por el reglamento del coliseo.

Aquella tarde el malatobo iba a habérselas con un ajiseco claro, machetón, de pata culebreadora, vencedor en cuatro lidias. Era un adversario digno del Cid.

Careados los gallos, ambos se remontaron a la altura de una vara sin supeditarse en el vuelo: tomaron tierra, y el ajiseco se le prendió a la mecha al malatobo: éste zafó con malicia arrastrando el ala izquierda, y mientras el ajiseco culebreaba en vago, su contrario le clavó la navaja hasta el su único hijo.

La batalla duró veintidós segundos, y nadie habría osado poner en duda el triunfo del malatobo si un muchacho no hubiera gritado: «¡Camarón! ¡Camarón! ¡Camarón!».

En el tecnicismo gallístico camarón significa trampa.

Era el caso que, enredado en las plumas del cuello y roto por los esfuerzos de la lucha, arrastraba el malatobo un delgado cordoncito al cual estaba atada una crucecita de Guamantanga.

Anualmente había por aquellos tiempos una concurrida romería religiosa al pueblecito de Guamantanga, distante quince leguas de Lima, donde se tributa culto a una efigie del Señor, tenida, en concepto del devoto pueblo, por muy milagrosa. Los romeros regresaban de su peregrinación trayendo unas crucecitas de media pulgada, primorosamente labradas, de la madera de un árbol cerca del cual está situada la capilla. Las crucecitas, que son de un color amarillo subido, eran bendecidas por el cura el día de la fiesta y, a guisa de reliquias, obsequiadas a los fieles que contribuían con limosnas para el divino culto.

Todo limeño que emprendía la peregrinación regresaba a la ciudad con un cargamento de cruces para la parentela y las amiguitas. No había, pues, buena moza que, colgada al cuello y pendiente de un cordoncito de oro, no luciese su crucecita de Guamantanga. Esta costumbre es la que nos pinta el gran poeta cómico Manuel Segura, poniendo en boca de un galancete estos versos:


«¡Por Cristo que nos dio luz,
qué cuello tan soberano!
Deja que bese la cruz,
que yo también soy cristiano».


La gritería que se alzó en el circo fue atroz. Algunos de los partidarios del difunto se vinieron, garrote levantado, sobre el dueño del malatobo quien, cargando con su gallo, corrió a refugiarse al lado del regidor, juez de la lidia.

Los partidarios del ajiseco sostuvieron que el malatabo no había jugado limpio; pues no debía la victoria a su ñeque o pujanza, sino al amuleto o reliquia que lo hacía invencible.

El regidor convino en que adornar un gallo con crucecita de Guamantanga equivalía a recurrir a malas artes, y que había algo de hechicería, conjuro e irreverencia. Por ende declaró tablas la pelea y, envió a la cárcel al dueño del gallo.

Si el Cabildo confirmó o revocó el fallo de su regidor, ni lo dice el manuscrito ni hemos tenido espacio ni voluntad para averiguarlo.