Un alma en pena
Cuento fantástico

de Alejandro Tapia y Rivera


Alfredo había cumplido los 33 años; edad que el Dante llamó il mezzo del cammin di nostra vita y en que el rey de los mártires apuró en el Gólgota, la copa envenenada, que ofrece el mundo a los que pretenden su bien. -Alfredo no era rico y esto es ya un desengaño en ciertos mundos. Es verdad que tenía lo que debiera ser una riqueza: un alma; pero este es valor que no se descuenta en muchos bancos.

La tarde comienza a dejar su puesto a la noche. Es la hora las sombras.

Mob, la ninfa del sepulcro, envuelta en blanco sudario, presenta a Alfredo la copa envenenada.

Se oye el rumor de música agradable, pero en lontananza, como un eco perdido, como un dulce pasado que no volverá.

SUSANA. -Yo fui tu primer amor, la azucena de tu infancia, la rosa de tu adolescencia. Grata y festiva, te di sueños deliciosos que no has podido olvidar-. La impresión de mi diestra juguetona conmueve aun los rizos de tu cabellera; alguna cana los matiza ya, es la ceniza del volcán que ardió y cuya lava era deliciosa. -Lo presente, lo porvenir para nosotros es... la nada ¡adiós, triste amigo, adiós!

JULIA. -(Ataviada con la guirnalda de la fiesta, hermosa y brillante como en otro tiempo.) Yo fui el amor de tu vanidad. Te amaste en mí; era un tributo que debías rendirme. Yo sigo amando y amada como entonces. Cierto es que la decadencia comienza ya a alborear en mi hermosura, pero la verdadera hermosura tarda en marchitarse. ¡Ah! ¡Cuán gratas resuenan aun en mis oídos tus lisonjeras palabras! -En una fiesta al son de la bulliciosa música, ceñidos en dulce abrazo nos deslizábamos por espacioso salón. La luz brillaba en nuestros ojos; nuestro ardiente hálito se confundía, tú, embriagado con mi belleza, aspirabas con ansia, con delicia, con el éxtasis de un paraíso, el jazmín de mi rubia cabellera... Desde entonces un rizo de la blonda beldad te transfigura y te muestra visiones inefables. -Amado Alfredo, yo poseo tu primera juventud. -Tu más hermosa y hechicera memoria te da un adiós eterno. Tal vez nos encontremos de nuevo por la vida, pero ya no seremos el uno para el otro lo que en aquellos días. -Vendrá la primavera, pero las flores del pasado año no vendrán a saludarla.

ELVIRA. -Yo soy aquella que te inspiró el amor heroico; yo fui la Judith de tu Biblia, la Corday de tu fantasía, la Eleonora de tu corazón, la Eloísa que no sabe olvidar, la Julieta que sabe morir. Los huracanes de la vida doblegaron los robles de la selva...

Sombras de mujeres que aparta el océano del mundo y que uno ve pasar desde la ribera. -Dejan en prenda una sonrisa melancólica, un suspiro abrasador.

LA VOZ DE ULRICO. -Amigo mío, los bravos compañeros de la juventud te aguardan, ¡ay! De los que hayan envejecido y sean sordos a nuestro reclamo. La ambición de ofrece a nuestra vista. -Busquemos la gloria.

LA VOZ DEL MUNDO. -No, el oro es mejor. La gloria es humo.

ULRICO. -Es humo, pero es bella y embriaga nuestras almas, es más hermosa que el oro. - ¡Atrás! Mundo miserable. -Alfredo y Ulrico son jóvenes aún, viven de su alma, aun no es llegado el tiempo en que el mundo sea su Dios.

LA VOZ DEL MUNDO. -Seguid y ya veréis.

ULRICO. -Amamos el placer, las fiestas, las mujeres, es verdad, pero el manjar que hinche y apoltrono, preferimos el vino que bulle, emblema de nuestra sangre y que presta imágenes encantadoras; preferimos el festín del sibarita, el que finge mundo desconocidos; preferimos a la mujer positiva, la que nos hace soñar con paraísos y con amores sin límites. -Hoy llamamos humo las ilusiones de los primeros años: pero nuestra mente no se aviene sin ilusiones, busquemos pues las menos frívolas: patria, gloria, humanidad. -Nosotros haremos de la tierra una mansión de hermanos. Surcaremos los mares en pos de regiones ignoradas, alzaremos templos al saber, predicaremos la virtud, combatiremos por ella, por el bien de todos los hombres. Si el martirio nos ataja, sucumbiremos, pero con gloria.

LA VOZ DE UN ANCIANO. -Hermosos corazones engañados: ¡Viva nuestra fe! -Mi labio os bendice anegado en lágrimas... Si queréis el Gólgota... bien está... andad... andad... ya lo hallareis.

UNO DE VUELTA. -Allá no hay nada. -El sacrificio será un escarnio de vuestra sangre. Las espinas de vuestras sienes os atormentarán demasiado, infructuosamente.

ULRICO. -Aun soy tu amigo, aun hay amigos; sígueme.

UN JOVEN DESENCANTADO. -La época es árida y espinosa; gocemos y vivamos.

OTRO ÍDEM. -La eternidad es todo o es nada. -Si es nada, es descanso; si es todo, muramos.

ALFREDO. -(Desfallecido.) ¡Dios mío! ¿qué hacer?

MOB. -(En traje de tumba, presentándole una copa ornada de flores.) ¡Beber y morir!

- II -

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En el horizonte se presenta la luz de la esperanza. No es sol, es pálido lucero.

El rayo de esperanza tomó forma: Era Amelia.

Era una mujer graciosa y modesta. -Derramaba su luz melancólica y vacilante como desconfiada, sobre un cielo de otoño. Parecía que el retraimiento a la que la había condenado un mundo que sólo aprecia lo que lo fascina, había concentrado en su corazón la llama suave de una ternura celestial. Flor un tanto marchita, pálido lirio privado de la rama que era su vida, emblema de un suspiro continuo y ahogado tal vez por el temor a un mundo burlón y desdeñoso, o acaso porque al ser para otro, rayo de esperanza, diese lo que no tenía.

El amor que inspiró a Alfredo no era coreado por la vanidad, nadie exclamaba al verla pasar ¡ahí va ella!

Alfredo confió en que podía sentir, aunque por última vez, una afición que juzgó sincera cuanto desinteresada y perpetua cuanto pura. En ello no había otra vanidad para él que la de haber descubierto un tesoro hasta entonces ignorado. Amelia se presentaba a su corazón como la dulce y generosa, simpatía, pronta a llenar el vacío de su alma, como un ángel de redención, como la virgen del último suspiro. Ella tenía ojos que sabían llorar y que por tanto se hicieron para el amor. -Hela allí esbelta y solitaria como la palma en el desierto, con su dulce mirar de gacela, su voz de calandria herida. Su cabellera blonda recuerda los dorados días que no pueden olvidarse; el azul de sus ojos el risueño celaje de la infancia; su mirada, el sol de la patria para el corazón proscripto.

ALFREDO. -Los hombres censuran lo que no comprenden. -Elevan hosannas a la virtud y la vilipendian cuando no lleva manto dorado. -El ángel en forma de mujer, se hizo mundano y no sabe apurar la copa de un hermoso martirio.

LA VOZ DEL ALMA ELEVADA. -Viva el sentimiento, blasonemos de él, por él murió el Dios hombre.

LA VOZ DEL MUNDO. -Locura, locura.

ULRICO. -Ya, lo ves, Alfredo, esa es la voz del mundo.

Venció Iscariote.

Eloísa tiene razón: el amor empieza con sonrisas y termina con lágrimas.

ULRICO. -Y tendrás que reír Alfredo, pues nada hay mas ridículo que un enamorado quejoso en este siglo. Pasó la época de los Amadeos; sólo Asmodeo reina, y es menester reír, cantar y darla de indiferente y endurecido.

- III -

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Amelia no se sentía con fuerzas suficientes para sobreponerse al barro mundo.

Estaba preparada para entrar en la alcoba nupcial como una estatua vendida. El aprecio hacia el esposo que la razón de familia ordena, no cubre el pudor de una doncella. -El único cendal de este es el amor. Lo demás es una venta que sólo se diferencia de la almoneda pública, con una legalización que promete a la beldad en cambio de sus más preciosos favores, la duración vitalicia en el contrato y la promesa de algunos bienes materiales. Contrato draconiano en que ella entrega su fe, su ser y hasta sus pensamientos como una perdurable y eterna propiedad. Pero tal es el mundo y Judas tenía razón: seguir la voz de aquel es lo más cuerdo y conveniente.

Llegábase Amelia al ara con su guirnalda de azucenas, quizá empapada en lágrimas; quizá se decía que puesto que así estaba establecido, ella hacía bien; acaso se felicitaba por su cordura, cuyo aplauso lisonjeaba su amor propio. ¿Qué mujer no quiere pasar por cuerda? ¡La aprobación ajena tiene tanto influjo sobre los espíritus débiles! Además, el matrimonio ha sido siempre para la mujer un santuario desconocido que aviva su curiosidad, un martirio agradable, un triunfo de la vanidad que produce envidia en las que se quedan al pie de la montaña! Era pues necesario que ella se resignase a ser feliz y aun se hiciese de rogar por lo que tanto quizás deseaba.

Está para verificarse la ceremonia del himeneo. La capilla iluminada y suntuosa ha abierto sus puertas A numerosa concurrencia. -El sí decisivo que las humanas conveniencias trataban de arrancar, iba a ser pronunciado. La doncella trémula y radiante al mismo tiempo, sostenida y aun exaltada por el heroísmo de la abyección, hijo de la ciega obediencia, alzó sus ojos y vio en un rincón de la capilla, en medio de las sombras, un semblante conocido e inolvidable. -Aquel rostro estaba iluminado por unos ojos que en otro tiempo habían sido espejos de felicidad y que ahora eran dos lumbreras de ira, de desdén y de amargura; parecían decir: «no se casa quien puede morir». La doncella no pudo soportar aquella mirada indescriptible y ahogando un gemido en su garganta, cayó muda y desfallecida en los brazos del futuro esposo.


- IV -

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Aquella, noche en lugar de tálamo nupcial había un féretro; en él yacía la interesante, la simpática Amelia.

La muerte venía a salvarla de la profanación de su amor y su himeneo.

Su semblante parecía conservar el rastro de la vida, de aquella vida melancólica y de víctima. La muerte la rehabilitaba.

El ángel había bajado, como en otro tiempo, a remover y purificar las aguas de la piscina Bethsaida, la de los cinco pórticos, y la leprosa sanaba entrando la primera en la, Bethsaida de su alma. -Ella precedía a Alfredo en un cielo en donde debía encontrarla y reconocerla... purificada.

Con la toca de virgen, parecía más bella a la luz de los blandones que a la de las antorchas nupciales.

La iglesia estaba sombría. -El túmulo enlutado, las negras colgaduras prestaban al rostro de los circunstantes un aspecto triste y fúnebre.

Resonaba en las bóvedas del templo el doliente eco de las preces y salmodias funerales. -Aquel terrible Dies irae nada tenía de espantoso para el ser que, abandonando el desdichado limo, tornaba a su mansión primitiva. -Bien podían en un día terrífico y funesto, en el día de la ira y de la justicia, quedar convertidos en pavesas el mundo y los siglos. La voz profética de la sibila de que hablan los divinos salmos, no turbaba aquel espíritu que, si había pagado tributo al mundo, había sin duda lavado con lágrimas una complicidad hija puramente de la materia. El día de ira sería pues para ella un día de justicia y de esplendor. Es verdad que había emponzoñado una existencia; había sido un veneno moral; había impulsado tal vez hacia las tinieblas del escepticismo una moribunda fe que hubiera podido salvar; pero el Señor la perdonaría sin duda, porque ella no sabía lo que había hecho.

Fue conducida la muerta al panteón de su nueva familia.

Alfredo siguió al féretro en compañía de su afectuoso Ulrico, confundidos ambos entre el concurso. -Arrojó un puñado de tierra y un pedazo de su corazón sobre aquella tumba y retirose silencioso al mundo, medio muerto en vida.


Era una noche tenebrosa y triste. Las estrellas no presentaban su faz a los pobres habitantes del valle de lágrimas.

Paseábase Alfredo solitario bajo los árboles que rodeaban la que en otro tiempo fue morada de su Amelia. ¡Aquellas paredes silenciosas eran testigos tan elocuentes de algunos días de felicidad! Cerraba sus ojos para recrear los de su alma en la región de los espíritus.

Dieron las doce en la vecina parroquia; de allí había partido aquel día, envuelto en yerto sudario, el tesoro de su existencia.

Parecíale continuamente oír aquellos cantos de muerte que helaban todo su ser y apretaban su corazón con un dogal de amargura. -Creía ver salir de aquella puerta cirios funerales, un féretro, luctuosa comitiva; oía dolientes gemidos mezclados al canto de los clérigos. -La puerta permanecía cerrada y muda como el cadáver que había atravesado sus dinteles algunas horas antes.

¡Amelia! exclamaba el doliente joven. -¡Pobre de mí! ¿Por qué has desaparecido de la tierra? ¿Por qué me has abandonado en este Calvario de mi soledad, en esta cruz de mi martirio? Era demasiado dulce la felicidad que lo futuro podía brindarme; la muerte burlona, pero ¿qué digo? ¿no se había convertido aquella gloria en cáliz de amargura?

De pronto rechinó la puerta del templo. La calle continuaba silenciosa.

El sereno lejano cantó las doce que acababan de resonar con lento, grave y sonoro campaneo. -Era la voz quo recordaba a los que tuviesen oídos, que el tiempo marcha mientras duermen descansando los peregrinos de la tierra y se acorta su camino hacia el descanso eterno.

Abriose la puerta del templo. -Su interior yacía en tenebroso crepúsculo... Un bulto sombrío atravesó los umbrales, deslizándose como un fantasma... Venía caminando hacia Alfredo. -Su figura parecía la de un monje cubierto con negra capucha... acercábase lentamente sin ruido, sin rumor alguno, sin agitar el ambiente que le circundaba, como un verdadero fantasma...

Acercose a Alfredo... mudo como un espectro. Por debajo de la capucha vislumbró aquel un semblante blanquecino como el ampo de la nieve. Su frente y sus ojos permanecían cubiertos bajo aquella aparente mortaja. -Alfredo sintió que le circulaba el frío que produce la proximidad de una masa de hielo. -El monje le tendió la mano amarilla como la cera, descarnada como la de un esqueleto, contenía un papel a manera de carta. -Alfredo se sentía sobrecogido a pesar de la entereza que debía darle su indiferencia, por todo lo que no fuese ya seguir al sepulcro a la que lo acababa de dejar solo en el mundo. -Tomó maquinalmente la carta. El fantasma desapareció.

El joven sintió el frío de la tumba brotar de aquel billete enlutado. -Su contacto hizo correr por todo su cuerpo un temblor convulsivo; acudió a su casa, medio transtornado, abrió aquel billete que parecía venir desde muy lejos... leyó:

«Basta de lágrimas, Alfredo. -La muerte me ha hecho tuya para siempre.

»El monje portador de esta carta, es un espíritu amigo; tiene una obra que llenar en el mundo y podría servirnos de mensajero en nuestros póstumos amores. -Esta carta encierra un rizo de mis cabellos, de aquellos cabellos que hacían el encanto y que tanto apreciabas. Renueven o finjan ellos en tus manos la perspectiva de algunas horas felices, personifiquen en tu alma la imagen de la pobre mujer cuya presencia has perdido. -También va una azucena de mi corona fúnebre, ella es una flor de mi sepulcro; no temas se marchite: el Señor de las misericordias la ha bendito con su eterno soplo y ya es una flor de la vida. Su perfume, te dará dulces ensueños y generosos impulsos, grato a la eternidad 'No se casa quien puede morir', me dijeron tus ojos: El espíritu piadoso me oyó y me ha enviado el benéfico tránsito de una muerte libertadora. -¡Ay! en el mundo me enseñaron que era modestia y virtud el disimulo y yo cifré en este mi vanagloria; pero esta es la morada de la luz y la sinceridad. No creas, sin embargo que todo es bienandanza. Este no es infierno no es el cielo y se padece porque se suspira por los que se ama, por lo que se ha dejado en el mundo. -El Señor ha dicho por boca del hijo «Donde está tu tesoro allí está tu corazón.» Y como mi tesoro quedaba en la tierra, mi corazón no podía entrar en la morada de los bienhadados; sufro pues, estoy en un doliente purgatorio; sufro y peno por ti, mi bien amado, pero cuán dulce es penar por ti. -Aquí puedo amarte con todo el cariño de que siempre fue capaz mi alma, te amo en espíritu, y en verdad; padezco por ti, temo por ti y solo tú podrás sacarme de esta misteriosa mansión. Pero ¡ay de ti, si una resolución criminal te cierra estas puertas y después las de una perenne bienandanza! ¡Amor y esperanza pueden libertarme, amor y esperanza pueden salvarnos! Adorado Alfredo en el mundo quedó mi tesoro, allá quedó también mi corazón. Alfredo cuida de él, no avives las llamas de este purgatorio... -Adiós.


- VI -

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La luz de una bujía estaba para apagarse. -La habitación de Alfredo iba entrando en la región de las tinieblas...

Alfredo contemplaba el rizo que su amada lo había enviado desde la eternidad. -Su alma evocaba otra alma.

Sus ojos fueron dilatándose en la viva contemplación; parecía alucinado.

Sobre su pupitre estaban abiertos varios libros; era cuanto se ha escrito sobre las manifestaciones del mundo invisible.

Alfredo había buscado la verdad, la luz en el caos; quería convencerse de la existencia de lo invisible y su contacto con las pobres formas de la materia. Tenía pruebas en su mano, carta y prendas de su espíritu querido, buscaba sin embargo una fórmula de evocación ¡ah! hubiera dado toda su existencia por percibir la benéfica visión de la que adoraba; recordaba la posibilidad de la transfiguración descrita por los sabios como un fenómeno positivo. - «Sobrenatural» murmuraba, he aquí una palabra, que no debe existir en absoluto; ¿qué podrá vislumbrar el hombre que no quepa dentro de su naturaleza? ¡La realidad infinita! Ese mismo infinito ¿no es también concepción humana? Esa realidad ¿qué es sino un espacio que llama al espíritu a ser ocupado por él? La materia, lo denso, siendo infinito, cabe en la naturaleza, ¿por qué no, lo espiritual, lo sutil? ¡Ah! cuando mi mente la ve en sueños ¿qué es sino lo sobrenatural en lo natural, qué es sino la realidad de un ciclo que cabe y llevo dentro de mi corazón? «Lo que está en lo alto es como lo que está en lo bajo; lo que está encima es como lo que está debajo». -La síntesis egipcia, la serpiente que muerde su cola. La antigüedad de este misterioso jeroglífico es su mejor testimonio. -El sólido enlazado al líquido, el líquido al vapor, el vapor al éter, el éter a los mundos diáfanos e invisibles, he ahí la cadena. ¡Dios mío! Que yo la vea, como te veo Señor infinito, ya que has permitido que mi mente te alcance, ya que has querido que te vea en ella, como en tu obra. -Que venga a mí atraída a estos ojos de mi cuerpo, por esa cadena impalpable que me une contigo y a ella por los de mi alma. -Que pase su ser desde los misterios en que encubres lo eterno, hasta esta realidad tangible, unida a tu realidad por tu esencia interminable. ¿Qué habrá de milagroso en mi demanda si todas tus obras son un perpetuo milagro? -Que la vea, Dios mío, o mi locura es inevitable. -La he amado mucho y el Cristo tuvo piedad de los que amaron mucho. -Este amor fue una ley tuya. -Aun cuando ella hubiese sumido su rostro en el fango de la tierra, aun cuando todos los elementos se hubiesen conjurado contra ella, yo la hubiera siempre levantado en mi corazón, porque la amaba y la amo mucho, ¿por qué no; siendo ella una de vuestras elegidas, purificándose y purificándome en el fuego de su alma?

De pronto los ojos de Alfredo aparecieron como si quisiesen salirse de sus órbitas; sus cabellos se erizaron, su rostro se puso pálido como la azucena que tenía en sus manos. -La lámpara mortecina dio a su semblante el brillo fantástico que presta el fuego del azufre. -Un perfume de muerte, el ambiente que dejan los cirios al quemarse en la cerrada bóveda de un templo, inundó la habitación. -Parecía que iba a suceder algo extraño allí... Sin duda se acercaba la presencia de lo invisible!...

¡Alfredo! exclamó una voz... Alfredo repitió acercándose... El templo de esta voz era varonil y conocido... Era la de Ulrico que entraba en la habitación. -Vas a volverte loco.

Alfredo se puso sorprendido. -Todo tornó a su ser acostumbrado. -La lámpara volvió a luchar con la oscuridad que casi la absorbía.

Ulrico entró buscando a su amigo. -Éste ocultó con presteza su carta y las prendas que no quería mostrar a los vivientes. Su comercio con el espíritu, hubiera sido llamado locura, y los hombres, aun cuando su opinión tornase para expresarse los labios de un amigo tan sincero como Ulrico, hubiesen profanado un amor que sobrevivía a la muerte.

Alfredo sintió sin embargo junto a sí el rastro de una entidad aérea y simpática, acaso tomó por tal lo que sólo sería efecto de sus nervios susceptibles y excitados por aquel estado visionario en que se hallaba.

Ulrico sintió alguna cosa extraña en el vaho de la habitación, pero atribuyolo a vicio del aire allí encerrado.

ULRICO. -Vas a volverte loco, amigo mío; la juventud, el mundo te llaman. Fuerza es salir de ese estado miserable, umbral del infortunio perpetuo y acaso del suicidio. -No la olvides, puesto que su recuerdo te es tan grato, pero el mal es irremediable. -¿Quién sabe, además? El mundo tiene grandes recursos para la juventud, y el olvido no es extraño al hombre. -Quizás encuentres otra más amable. -¡Oh! es preciso olvidar amigo mío ya que es forzoso vivir Es preciso consolarse.

LA VOZ DEL MUNDO. -Necio del que muere viviendo tras un fantasma.

ULRICO. -Ven pues, amigo mío; para sentir no es necesario volverse loco. -Cierra pues esos libros en donde han consignado sus sueños y sus embustes mil cerebros delirantes y ven al valle de vida que nos espera.

Se oye a lo lejos la música y algazara de una fiesta. -Ulrico arrastra a Alfredo que lo sigue automáticamente.

Alfredo sintió a su oído y en su corazón el eco de un suspiro tan tenue que Ulrico, menos excitado, no pudo percibirlo. -¡Ya se ve, venía aquel de tan lejos!

- VII -

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Hierve el champaña en las copas.

ULRICO. -Jacobo, una canción.

JACOBO. -Comience Carlos, cuyo vino es más alegre.

ULRICO. -Vamos, aquí tenemos en Jacobo otro romántico.

EDUARDO. -Yo creía que el spleen era exclusivo de Alfredo.

Este guarda silencio. -Su palidez no cede ni ante el calor que esparce en sus venas el bullente líquido. Sus ojos se fijan de vez en cuando con distracción, sus labios quieren sonreír en vano; su alma no está allí.

ULRICO. -Jacobo llora también ausencias, Elena, Elvira, Matilde... ¡qué sé yo! Su corazón parece haberse convertido en colmena; cada una tiene allí su celdilla.

EDUARDO. -Vamos, Carlos, olvidemos nuestro desencanto al rumor de las botellas. -Siempre fuiste un buen camarada para destapar algunas flacas. -Estoy por las flacas, suelen ser más espirituales, las botellas, se entiende.

(Cantando.)
Bella es la vida; en la abundante mesa
se ensancha el corazón, el alma goza.
No quiero mas penar; ¡vino, Teresa!
Esta es la vida... lo demás es broza.

CARLOS.

-(Recitando.) Topé yo una mujer con uña y rabo,
de estrepitoso y brusco desenfreno,
de esas que tienen el hocico ameno
y que todo lo toman por el cabo.

ULRICO. -Bravo, bien.

JACOBO. -Adelante.

EDUARDO. -Que glose.

JACOBO. -Silencio.

CARLOS. - «Y que todo lo toman por el cabo».

JACOBO. -Que glose, que glose.

CARLOS. - Al salir de mi casa cierto día
pasé de Finisterre por el cabo,

EDUARDO. -¡Sopla!

JACOBO. -Silencio, adelante.

CARLOS.

- Ninguno de vosotros lo creería
topé yo una mujer con uña y rabo,

Y con cuernos también, que es muy forzoso
la chaveta cubrir cuando hay sereno,
y más si la mujer es un coloso
de estrepitoso y brusco desenfreno.

Era la dama de gentil quilate
de las que pastan la cebada y heno,
que tienen por nariz un disparate,
de esas que tienen el hocico ameno.

Espantéme al mirar sus cucamonas,
y no penséis de esquivez me alabo,
porque era de esas damas retozonas
y que todo lo toman por el cabo.

EDUARDO. -Bravísimo.

ULRICO. -«Y que todo lo toman por el cabo». Soberbio, soberbio.

EDUARDO. -A la salud de Carlos. (Beben.)

D. CELIO ALMODÓVAR. -(Viniendo de la mesa vecina en que se juega.) ¡Acabo de perder mi reserva!

EDUARDO. -¡Qué lástima!

JACOBO. -La célebre onza que nunca se perdía.

EDUARDO. -La que siempre desquitaba.

ALMODÓVAR. -Para rescatarla, jugaría hasta mi puesto en la otra vida.

CARLOS. -¡Picaron! como estás seguro de que acaso no sea muy bueno.

ALMODÓVAR. -Aunque lo fuese.

CARLOS. -(Con sorna.) ¡Blasfemo!

ALMODÓVAR. -¿Qué queréis? Estoy loco. -¡Acabar por perder aquella onza!

ULRICO. -¡Que era la de Almodóvar!

ALMODÓVAR. -¡Y que me prometía con ella labrar algún día esa fortuna cuantiosa con que siempre he soñado!

EDUARDO. -Vamos a ver D. Celio, siéntese V. y tome un trago de lo hermoso... Ahora platiquemos. -Aquí viene V. otros que desean lo que V. -Supóngase el Sr. Almodóvar que el abate Faria resucitase para sólo darle una fortuna rival de la que dio a Dantés. Supóngase que la sombra del bucanero Morgan le llevase a su caverna en la isla de la Mona, para mostrarle lo que todos dicen que guardó allí- ¿Qué haría V. con tanto? Todos lo imaginamos, pero queremos probarle que todo es poco cuando se trata de distribuirlo por gentes como nosotros.

ALMODÓVAR. -En primer lugar mandaría construir un lujoso palacio digno de un Encantador, fantástico, excéntrico a mi modo.

JACOBO. -¡Para V. solo!

ALMODÓVAR. -Para vosotros también, amigos míos; con vosotros quisiera compartir los tesoros de la fábula.

EDUARDO. -Traeríamos cocineros franceses por supuesto.

ANELLO. -El fondista (Metiendo su cuarto a espadas.) Scordasti i macarroni.

EDUARDO. -Sí, sí, cocineros italianos también; Anello es hombre de gusto.

ULRICO. -Olvidábamos que la patria de la poesía y las bellas artes, lo es también de i manggiatori.

EDUARDO. -Y bien visto, la buena cocina es también una de las bellas artes.

ANELLO. -(Sobándose la panza.) Por supuesto; un bel arte, sicurissimo, un bel arte miei signori.

EDUARDO. -Pero volvamos a lo del Palacio; tendríamos cocheros ingleses, mayordomos alemanes, caballos de todas razas.

JACOBO. -Mujeres francesas.

ULRICO. -Ya pareció aquello.

CARLOS. -Circasianas, georgianas, estoy por las bellas esculturas.

EDUARDO. -No señor; ¿a qué tener que entenderse con mujeres que hablan ruso o turco...?

ALMODÓVAR. -No le hace; me agrada la mímica y ya nos entenderíamos.

EDUARDO. -Disparate, estoy mejor por las francesas.

ULRICO. -¿Hay algo más apasionado que una española, que una italiana?

CARLOS. -¿Y a dónde me dejáis los poéticos rostros del Norte, las novelescas britanas, las excéntricas hijas de Washington? ¿Y qué decís de las incomparables sucesoras de los Incas?

ALMODÓVAR. -Vamos, vamos; para que todos estuviesen contentos, traeríamos una de cada nación.

JACOBO. -Bravo, magnífico.

ULRICO. -¿Y qué pensáis del pobre Alfredo? Necesita consuelos; nosotros debemos hacer por él todo lo posible, nuestro querido y triste amigo.

CARLOS. -Le buscaremos algún pálido fantasma de ojos azules que le haga olvidar la pena que le abruma; evocaremos la sombra de Eloísa o iremos a Teruel a buscar los huesos de Isabel de Segura; solo así estará contento este nuevo Marsilla.

ULRICO. -Dejemos esta broma, amigos míos; Alfredo lo que ha menester es la cariñosa, solicitud de sus amigos y sobre todo nada de burla sobre su estado.

JACOBO. -Nada de eso; a Alfredo se las daremos todas y a más nuestros brazos y nuestro corazón. Todos le abrazan.

EDUARDO. -Un brindis por Alfredo.

CARLOS. -Por que torne a su estado la alegría que en él tenía su más vivo espejo.

TODOS. -(Beben.) Bien, bien.

ALMODÓVAR. -Por lo visto, a pesar de ser yo el dueño de la fortuna, me dejaríais sin dama si quedase a vuestra elección.

LETARGO. -(Despertando.) Vamos, para V. amigo Almodóvar, se queda la mujer con uña y rabo de que habló Carlos hace poco. -Vamos no os hagáis el niño, el caso José, pues estamos seguros de que si ella os echara los brazos, no la dejaríais en ellos vuestra capa, como hizo aquel con la mujer de Putifar.

ULRICO. -Caballeros, habló De profundis. -D. Letargo, por lo visto, comprendió que si continuaba dormido, se quedaría sin parte del botín.

LETARGO. -Claro está. -Con sólo hablar de ellas se volvió esto el puerto de arreba-capas y no quiero que cual camarón dormido me arrastre la corriente. -Para Almodóvar tengo yo una trigueña de los trópicos que ya...

CARLOS. -Bien, caballero; basta por lo que respecta al harem.

JACOBO.- Tendríamos allí jardines que envidiaría Lenôtre, lagos y chalupas, bosques poblados de canoras aves.

EDUARDO. -Ya tenemos los idilios -sólo nos falta Leandra vestida de pastora.

ULRICO. -Invitaríamos a Alejandro Dumas, padre, que es todo un buen tercio, a qué pasara un verano con nosotros. Él daría celebridad y realce a nuestro fausto.

EDUARDO. -Sí, porque el aplauso es la corona de los goces. Veríais que romances haría sobre loa Adanes y las Evas de este nuevo Edén.

ULRICO. -Y bien, amigos míos; ¿cuándo esa fortuna tocase a su término?

CARLOS. -Un festín de despedida nos apartaría de este mundo llevando a cuenta bastante cantidad sobre los tesoros del otro.

JACOBO. -¿Y habéis olvidado que aquí había muchos para quienes la vida no es un Edén de riquezas, sino un valle de lágrimas y cuyas quejas y maldiciones podrían atormentarnos en la tumba?

ALMODÓVAR. -Es verdad. -Pero todos estos son por desgracia sueños.

EDUARDO. -De locos.

JACOBO. -Es decir, de hombres.

ULRICO. -Por fortuna tenemos algunas perlas de piedad en el alma y esto no deshonra nuestros sueños de riqueza.

ALMODÓVAR. -Esto es tan cierto como que trato de ir a rescatar la imponderable. -De lo contrario, me suicido con el guijarro que ya sabéis.

ALFREDO. -¡No puedo sufrir más! Ulrico déjame, dejadme amigos míos; quiero estar solo, si no, voy morir... dejadme!

Algunos siguen a Alfredo, a poco vuelven todos... se sientan.

ULRICO. -¡Pobre amigo!

CARLOS. -Es verdad (Llamando.) ¡Jaime, champaña!

Continúa el ruido de las copas, las imprecaciones de los jugadores, los cantos de alegría... o de amargura y despecho disfrazados.

Cae el telón, una de las muchas cortinas de este mundo.

- VIII -

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Vagaba Alfredo alrededor de la Iglesia que ya conoce el lector; la puerta no se abría; el monje-sombra no se presentaba.

¡Me ha olvidado ya! exclamaba.

¡Ah! ¿por qué no la he seguido? Es imposible que sea una vana alucinación. -Aquí, sobre mi corazón está su carta, siento en él la impresión extraña que su contacto produce en mi ser. ¡Ah! indudablemente estoy loco... ¡No se mata quien debe vivir! Y sin embargo, morir sería para mí un consuelo tan grande!

Ahí he dejado a esos amigos que creen vivir pretendiendo embotar en burlas y en sátiras amarguísimas o en sueños de una suspirada ventura, la espina fiera que todo nacido lleva en sus entrañas. -¿Quién no ha visto burlada una esperanza? ¿quién ha podido matar en su alma y para siempre un deseo atormentador? ¡Ah! ¡tu copa, Mob!

Al decir esto sentía hervir su cabeza comprimiéndola entre sus manos como si tratase de ahogar el bullente fuego que devoraba su cerebro. -Paseábase agitado por su habitación, en que acababa de entrar presa de un violento frenesí.

-¡Me ha olvidado ya! -Hace tres, siete, nueve días, que acudo en vano al lugar de sus citas, a su sepulcro, al templo, a las cercanías de la que fue su morada; el sombrío mensajero no se ofrece a mi anhelante afán.

Desde el día en que aquí mismo estuve a punto de ver su imagen querida, evocada en nombre del cielo y de mis dolores, desde entonces está sorda a mi voz; aquel suspiro desgarra aun mi alma. -Ulrico, celoso de lo que llama mi tranquilidad, vino a buscarme entonces para llevarme a ese mundo que detesto y que es ya para mí un desierto sin límites. -Ella se ha olvidado del que sin ella no puede vivir. -¡Amelia, querida Amelia!... Pues bien, yo también la olvidaré, quiero vivir, viviré, haré lo que tantos otros. -Aquí, su carta, su rizo... Me dijo que sus cabellos serían en mi mano un talismán poderoso, un verdadero resorte mágico para evocar su sombra. -¡Ah! ¡cuántas veces la he invocado infructuosamente! Destruya el fuego de una vez tan atormentador hechizo.

Aplica la guedeja a la bujía, comienza a quemarse.

El eco de un doliente suspiro hiere su corazón.

Ilumínase la estancia con resplandor siniestro; crece el espacio de aquella ante sus ojos. Aparecen allá en lontananza los objetos antes cercanos; a lo lejos se levanta un túmulo, luces funerales iluminan un féretro... ábrese éste... álzase de él con solemne y medrosa lentitud una sombra, el cadáver de una virgen; su blanco sudario forma un contraste con lo enlutado de las paredes y del túmulo. Es la sombra de Amelia... pálida como su túnica, demacrada como la muerte. -Sus ojos están fijos como los de una estática- ¡cuán hermosos, sin embargo! El ligero vidriado que les presta la muerte, sólo ha empañado un poco, aquel diáfano espejo de un alma expresiva y bella; ¡ay! aquellos ojos cuya mirada era una sonrisa o una queja, que tenían todo el brillo vago de un hermoso pensamiento, toda la elocuencia de un tierno corazón; aquellos ojos que sabían llorar y se hicieron para el amor. -Su semblante descarnado conservaba aún la dulzura y suavidad de aquellas facciones como el diseño medio borrado, como el iris que va a desaparecer, como el disco de un astro al través de una nube blanquecina. -Estaba triste, ¡ah! traía sobre su ser el padecimiento de la indefinida ausencia, el encanto de una piadosa resignación. Era el rostro de una mártir al subir a la mansión del premio. La corona de azucenas con que se acostó en la tumba, aderezo de sus nupcias funerales estaba cuasi lozana todavía, solo que la incuria del sepulcro había deshojado alguna de sus flores.

Llegose a Alfredo, inmóvil, deslizándose como el ave que se cierne sobre los aires, impulsada por el blando céfiro de regiones ignotas, con la vaguedad de un espíritu... acercose...

Alfredo yacía mudo, doloroso, lleno de pasmo y dominado por terror indescriptible... Quiso hablarla... pero su voz murió antes de ser articulada; sus labios y su seno parecían oprimidos por una masa de hierro.

Acercose más el fantasma; levantó una mano que Alfredo había acariciado tantas veces en dulce arrobamiento, una mano que la muerte había descarnado prestándole el color de amarillenta cera, pero graciosa todavía... Púsola sobre el corazón del joven. -Sintiose éste morir a la impresión de aquel yerto y levísimo contacto; sintió en su frente una impresión más yerta todavía, eran los labios de Amelia, su sensación fue indefinible; sintió el eco en su corazón y cayó desmayado.


- IX -

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Las antorchas brillan, la música resuena; cien bellas danzan adormecidas en brazos de sus alegres amadores. Reina la fiesta, reina la alegría.

ALFREDO. -¡Oh! ¡carga pesada! ¡Por piedad, por piedad, espíritus que me rodeáis, ayudadme a llevar esta pesada cruz de la vida! ¿Por qué, dulce visión mía, al tocar mi corazón con tu mano helada, no me comunicaste, la venturosa muerte? -¿A qué vedarme el morir, ese tránsito que miro como un bien suspirado? ¡Ah! ¡tantos otros que tienen en este mundo lauros y sonrisas, que suspiran de gozo cuando el sol nace y lloran temerosos de que al ponerse no les deje allí! -¡Tanta madre que gemirá a la cabecera del hijo amado, pidiendo al cielo con dolientes quejas la vida que se extingue! ¡Cuánto anciano temeroso, cuánto joven moribundo no podrían saborear esta vida que es para mí un estorbo y que yo les daría en cambio del sepulcro que les amenaza!

UN MÁSCARA. -Alfredo, estás esperando una resurrección que no llegará... todavía. ¿A qué apurarte? La trompeta del Juicio tiene su día marcado y en Josafat hay sitio para todos: Allá nos encontraremos. -Entre tanto escucha resonar con gozo estas trompetas de la locura, y danza alegre en este torbellino. -En él bullen ocultas todas las pasiones que habrá que condenar en Josafat, y hay caras más ridículas que las que allí se verán en aquel día sin sol y sin sombra.

Esto por lo menos, como no es el valle del Juicio, en lo menos que se piensa es en tenerlo o en hacerse justicia. -A la danza pues y hasta entonces, ¡viva la injusticia! Su bondadosa antagonista ha hecho bien en reservarse para otro mundo cuando porque en este la apedrearían.

OTRO MÁSCARA. -Lástima es que no haya otro diluvio universal para ver como nadaban ciertos ánades.

OTRO. -Alfredo ¿estás triste? Este no es sitio de duelo. A llorar a los cementerios; este es un jardín en que hay bellas flores que dan alegría. -Dime, si al bailar con una hermosa como aquella (Indicando a Julia que pasa danzando junto a él.) ¿echarías de menos el paraíso? ¡Oh! que me lo den aquí en la tierra; de seguro que no será tan necio que lo pierda por comer de una manzana... sobre todo cuando hay otras tantas frutas deliciosas.

Alfredo llevaba a su labio la azucena de su amada aquel talismán de los gratos ensueños y de los generosos impulsos.

De pronto oyó pronunciar su nombre. La voz que lo articulaba era una melodía dulce y melancólica, era tenue y grato acento, un eco adorado que penetró en su corazón y sacó de allí dos lágrimas de ternura, de aquellas tanto tiempo detenidas y que en vano había llamado a sus ojos para desahogar la amargura de sus penas.

Volvió la vista; halló junto a sí una misteriosa enmascarada. El corazón lo decía que aquel era su soñado Espíritu. ¡Tenía tantas cosas que decirle! ¡Era tan inesperada su aparición!

En esto resonó un vals, uno de aquellos torrentes armoniosos de Strauss que vierten en la fantasía encantos inefables, cuyas transiciones de lo armonioso a lo melódico semejan ora un despeñado raudal estrepitoso, ora un río apacible y lleno de plácidos rumores; festivos y melancólicos a la vez, invitan ya a la exclamación del contento ya a la queja del dolor. Notas suspiros tan vagos para describirse, cuanto lo son las emociones que ocasionan, encanto del éxtasis, vaguedad del éter. -Strauss es el bardo eufónico de la juventud de nuestros tiempos, entusiasta como las ideas que la inspiran, quejumbrosa al estrellarse contra la roca levantada por el duro y árido positivismo de nuestra época; vagarosa como ese océano de poesía incierta y desconsolada, peculiar de nuestro dudoso siglo; rechazada por do quiera, solo encuentra un cauce en el desierto sin horizontes de su infinito.

A la ruidosa invitación de la orquesta, correspondió un enjambre de parejas que comenzaron a deslizarse como otros tantos torbellinos arrobadores.

La máscara silenciosa apoyó su brazo en el de Alfredo, dejose ceñir por éste la aérea cintura como en ademán de aceptar aquella invitación a la danza, lo que él hizo dejándose llevar maquinalmente.

Un extraño estremecimiento de felicidad desconocida, incalificable, se comunicó a todo su ser; aquel contacto levísimo, imperceptible como un placentero hálito, helaba y enardecía su alma a un mismo tiempo. -Su vista se desvanecía cual si le acometiese un deliquio, un vértigo extraordinario, asediábanle la pena y el contento; en vez de pensamientos, solo tenía imágenes, pero vagas, imperfectas y deliciosas, esquivas a la forma como una emoción, como el sueño de una existencia desconocida, llorosas y risueñas, placenteras y colmadas como la felicidad.

Dejáronse llevar mutuamente en aquel torbellino fugaz, eléctrico, más poderoso que sus fuerzas, más poderoso que su voluntad.

Alfredo sentía escaparse de sus brazos aquel espíritu consolador, impulsábase a asirlo. -¿mas quién podría asegurar entre sus brazos la fantástica sombra de una imagen, de un sueño?

Las espléndidas notas del gran músico alemán, hacían correr por sus venas una lava tibia y grata. -Sus nervios vibraban como las cuerdas de una lira, su cerebro era un panorama en que iban pasando fugaces, al compás de aquella encantadora música, cien y cien visiones celestiales. -Aquellas vagas cadencias retrataban el delicioso extravío de su ser, cada una de ellas era para el alma una ondulación, una vibración divina. Perdíase su alma en los espacios, vela lo invisible, palpaba el éter; en aquella transfiguración hechicera sentía la realidad infinita. -Allí estaba Amelia, la veía, la palpaba, iba con él por aquellos espacios del espíritu en pasmo del alma, en éxtasis beatísimo. -Parecíale ir camino de los cielos, vislumbrando allí su encanto, percibiendo sus coros angélicos, al suave impulso, mecido sobre las alas de un arcángel.

Cuanto hayan imaginado los poetas en su embriaguez de hermosa inspiración, cuanto hayan soñado los elegidos, allí estaba en su alma, en aquel huracán sin estruendo ni rumores. -El salón huía de su vista, los circunstantes eran otros tantos mandos luminosos que le salían al encuentro, que se deslizaban por su lado, que le amagaban sin tocarle, con sus luminosas cabelleras, ¡aquello era morir, pero morir en brazos de los ángeles en las puertas de un amado cielo!...

Al volver Alfredo en sí, se encontró en su habitación; los cuidados de Ulrico y demás amigos le mostraban que su accidente había sido harto grave. -No le quedaba duda de que había sido víctima de una terrible alucinación; sin embargo creía recordar que el Espíritu, al deslizarse de sus brazos, dejó en su crispada mano un girón de su sudario; al volver, había hallado aquella prueba de que su sueño había sido una incomprensible realidad; al comprimir aquel despojo de la tumba, trocose en polvo y luego... en nada; lo que ya era su Amelia para este mundo.

El espíritu había murmurado a su oído o mejor, había escrito en su mente estas palabras: ¡Morir por el bien del hombre no cierra el cielo; todo hombre puede encontrar un glorioso Calvario y después un paraíso!

Estuvo Alfredo gravemente enfermo, no le dejaron sin embargo morir. -El espíritu no vino a verle sin duda por piedad: no era caridad traer al pobre viviente imágenes de un cielo que debía ver escapar.

-Ella padece por mí, murmuraba, me aguarda; ¡vivir aquí teniendo mi tesoro en la eternidad! ¡Estar ella en la eternidad teniendo su tesoro en este mundo! ¡La hora es ya llegada!


- XI -

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La voz de un héroe llama a un pueblo que se agrupa en torno de su bandera. -Aquella bandera está bendita y es el lábaro de la humanidad.

El campamento se agita con los preparativos de la batalla. -El resonar de los clarines y las bélicas músicas enardece la sangre y los espíritus; el entusiasmo de una noble causa se siente bajo aquellos pendones que flamean al matutino soplo; las armas resplandecen y resuenan. -Al acento de los caudillos sucede el silencio momentáneo y solemne de expectación que precede al combate. -En ese momento de incertidumbre y acaso de ansiedad, cada cual trata de justificar en su conciencia la causa por qué va a derramar su sangre y la de sus contrarios, sangre humana y de hermanos; ninguno espera que caiga sobre su cabeza. -Estos son los momentos del examen de conciencia, del testamento moral; recuerdo de cariño por lo que se deja en el mundo, gemido del alma al ver segada en flor alguna ilusión que aun podía realizarse en la vida...

Trábase la lucha; retumba el cañón, el humo y el tumulto cubren el aspecto y la voz de los combatientes. -La lucha es encarnizada, aquellos dejaron de ser hombres para ser tigres, es la sublimidad del león, de la fiera que satisface un brutal instinto, pero ¡ay! desgraciadamente los hombres tienen con frecuencia que reñir para obtener la paz y el bien; toda idea nueva, aun la más generosa, es casi siempre bautizada con sangre. Así está escrito.

Allí estaba Alfredo, allí estaba Ulrico cuyo corazón era el de un soldado de la humanidad, esa hasta hoy madrastra descreída que sus hijos tienen que obligar a ser madre a fuerza de lutos y de lágrimas; allí estaban otros jóvenes gastando gustosos la savia de su alma en un combate desinteresado.

LA VOZ DEL MUNDO. -Allí están algunos jóvenes ilusos que pelean por una palabra, sin más recompensa que la vanidad de un aplauso. -¡Pobres mozos! Olvidan que los redentores son siempre crucificados. -¿Qué sacarán de tanto estruendo? Nada para ellos o lo que es lo mismo un pobre laurel y la necia satisfacción de haber defendido lo que ellos en su juvenil ilusión apellidan «una buena y noble causa».

Terminó el combate.

- XII -

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Tornaron las fuerzas a su campo; es decir, que habían sido rechazados hasta mejor ocasión.

En el combate había recibido Alfredo un balazo en el pecho, sin embargo, aun vivía.

Ulrico estaba junto a su lecho de campaña.

El dolor físico no era bastante a desvanecer el gozoso encanto que expresaba el semblante del herido.

Las sombras eran cada vez más intensas.

El quién vive de un centinela, no correspondido, fue secundado por un disparo y otra serie de ellos que no lograron detener en su impasible marcha, una aparición de figura humana que se introducía en el campamento y que llegaba a la tienda de Alfredo...

Era un enlutado monje que venía a escuchar su confesión... Alfredo reconoció en él a su fantasma amigo, a su sombrío mensajero.

Levantose Alfredo, Ulrico dormitaba rendido de fatiga...

Siguió aquel al monje.

Salieron ambos del campamento.

El silencio mortal les servía de compañero.

Alfredo y el monje entraron en una región desconocida.

Abriose una tumba; un cadáver, mejor dicho, una amada sombra recibió a aquel en sus brazos.

La mano descarnada del clérigo-fantasma bendijo su unión en nombre del cielo.

Apareció en los aires la escala luminosa de Jacob que fue extendiéndose con ellos hasta perderse en las nubes. El manto o la mortaja de Amelia cubría la sombra de Alfredo.

Ulrico vio en sueño los dinteles de un mundo celestial; percibió allí a su amigo y a su amada que entraban gozosos. -Al son del arpa gloriosa del rey-profeta, cantaban los querubes el salmo de la bienaventuranza.

El Cristo escribía con sangre de su costado sobre aquellas almas: «Donde esté vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón».

Aquella música agradable despertó a Ulrico.

Las bandas del campamento hacían resonar la alegre diana.

Tendió Ulrico la vista sobre el lecho de Alfredo; tan solo halló un cadáver querido que abrazó y anegó en amistosas lágrimas.

Que Alfredo murió en aquella batalla es cierto. -Lo demás será un sueño de Ulrico, él es quien todo me lo ha contado.