Un Deber Nacional
<< Autor: José Batlle y Ordóñez
Martes 2 de Febrero de 1915, EL DIA
Editorial
Un Deber Nacional
¿Podrá alguien, que no viva en la región astral de los ensueños internacionalistas o que no esté enceguecido por el afán de mirarlo todo a través de pasiones lugareñas, sostener la inutilidad de las aptitudes de nuestro pueblo para su propia defensa? -¿Es acaso sensata la discusión sobre necesidades vitales que la experiencia consagra como ineludibles, como inherentes a la propia personalidad nacional, como condición misma de la seguridad en el pleno goce de la propiedad del territorio y de la independencia política? -¿Cuál es el pueblo de la tierra, capas de propios destinos, capas de ideales, de esfuerzos y de responsabilidades automáticas, por inagresivo, pacifista y soñador que sea, que no considere necesario, fundamentalmente necesario, asegurar el respeto de su patrimonio y la libertad de su acción por medio de una organización militar preventiva, en la medida de sus recursos, de sus derechos y de sus intereses? –El desarme universal es una gran ilusión, es una hermosa utopía, es una aspiración intelectual y sentimental a la vez, vaporosa y colorista, que enardece las inspiraciones. –No hay sociedad humana, no hay partido, no hay hombre alguno, aún en el momento de desencadenar las furias homicidas de los conflictos de sangre, que no describa con frases conmovedoras la necesidad, la gloria y la bondad de la paz. –Pretensión sería de los socialistas, por ejemplo, que blasonan de Quijotes de la armonía universal, del internacionalismo sin cañones y del derecho ideal fundado en la sola justicia del esfuerzo económico nivelador, considerarse propagandista exclusivos de postulados que proclaman a diario los pensadores y estadistas de las más opuestas extracciones sociales y de las más antagónicas tendencias filosóficas y políticas. -¿Quién se atrevería hoy, en medio del inmenso desastre en que se agita el mundo entero, a blasfemar de la paz, a estimarle siquiera loas sempiternas al ideal de la paz? –Interróguese al más duro tudesco, criado y educado en el culto de la fuerza, y dirá que esa fuerza está destinada, precisamente, no a agredir, no a conmover el orden de las relaciones normales de los pueblos, sino a garantir y consolidar el supremo bien de la armonía internacional. –Pero es claro que cada uno entiende a su manera, este supremo bien; y cada uno entiende a su manera, igualmente, la forma en que a de ponerlo a los demás, confiando en el derecho medieval que subsiste, modernizado, reformado o meramente disfrazado, bajo la armadura brutal de cesares o razas indóciles al respeto de justicias incapaces de hacerse valer por la violencia. –Y así la violencia, los unos es preventiva o defensiva, como un seguro vital indispensable para marchar adelante en integridad de sus fueros; y en los otros, amenaza, intimidación, instrumento de vasallaje o de conquista. –La humanidad, desgraciadamente, es así: para defenderse un semejante más fuerte que puede salirse al paso para humillarlo o para desvalijarlo, el hombre se arma contra otro hombre. –Y entre los pueblos sucede lo mismo: la nación que quisiese hacer práctica de romanticismo pacifista, desarmándose, librando su suerte a factores puramente morales, estaría condenada a perecer en medio de las naciones codiciosas a las cuales tentaría con su debilidad apetecible. –Nadie se arma con el franco propósito de agredir: todo el mundo se arma para defenderse. –Y el hecho real, positivo, indiscutible, es que quien no se defiende, o por lo menos, no se coloca en condiciones de defensa, es, tarde o temprano, absorbido y anulado, si a tiempo no reacciona, movido por la intensa necesidad de sobrevivir. –El ejemplo universal corrobora lo que decimos. –no hay nadie que pueda considerarse a cubierto de conflictos lesivos de su soberanía y de sus derechos. –La hecatombe europea de este inmenso crepúsculo0 histórico, nos dice con trágica elocuencia cual es la suerte que reserva la seguridad indefensa de la paz a los pueblos menos comprometidos en las grandes combinaciones de los fuertes. –Suiza y Bélgica son prototipos de pueblos neutrales y neutralizados. –Bien pudieron concretarse a ser industriosos y ricos, al amparo de la fe de los tratados, como espectadores sin alarmas de todos los dramas de las vecindades fronterizas. –En ninguna parte, el pacifismo teórico podría haber tenido relación más halagadora. –Sin embargo, ni Bélgica ni Suiza pudieron liberar a sus ciudadanos del deber militar más disciplinario, unánime y dispendioso. –Jamás pudieron juzgarse ajenos al ambiente trágico que vibrara en las fortalezas contiguas, con amenazantes ecos. –Suiza armó a todos sus ciudadanos, soldados desde la escuela. –Y así pudo imponer, por si misma, la ley de la neutralidad. –Bélgica, no tan capacitada para el esfuerzo colectivo, más ilusionada acaso, o más fácil de avasallar por su propia situación geográfica y topográfica, no pudo resistir el primer avance formidable de la “nación amiga” que en un minuto hizo pedazos los tratados de seguridad que la inmunizaban contra el virus de la guerra. –Y Bélgica fue atropellada, desecha, sangrientamente despojada, convertida en un inmenso y desastroso campamento del conquistador. –La sombría realidad habla por nosotros. –Es muy hermoso predicar contra los armamentos y contra la fuerzas militares, suponiéndola siempre, con injusticia muchas veces, agresivas y enervantes. –Pero más hermoso, más humano, más viril, más prudente y previsor es que cada pueblo, como cada hombre, esté capacitado, en cualquier momento, para defender su honor y su vida, para hacer posible su derecho a labrarse su propio destino. –Un pueblo sin ejercito, un pueblo sin armas, un pueblo sin aptitudes capaces de asegurar el resultado de su propio esfuerzo, en cualquier terreno y ante cualquiera agresión, es un valor negativo, un súbdito en potencia, una balanza sin fiel, una cosa puesta a disposición de los demás en la encrucijada de bandoleros de la conquista. –Así es la vida. –Mientras no se reforme, el indefenso no merece respeto, por más grande, por más prestigioso, por más civilizado que sea. –La fuerza es necesaria a la vida. –Está visto que en las relaciones internacionales hay que lleva en una mano el protocolo y en otra una cartuchera. –Sin pólvora no se hacen salvas!
¿Cuál es nuestro deber en presencia de esa dolorosa verdad universal que subleva el corazón y adolora el espíritu? –El deber de ser fuertes, en la forma más eficaz y menos gravosa en que podamos realizar la más noble aspiración conservadora en nuestro patrimonio. –No tenemos nada. –Tampoco lo tuvo Bélgica. –No tenemos, ni tendremos tal vez conflictos, porque vivimos consagrados a nuestro hogar y a nuestros intereses, que no son incompatibles, ni solidarios con los demás. -¿Pero podríamos afirmas que nuestro País está exento de peligros eventuales en un porvenir que nadie podría escrutar?
En un próximo artículo concretamos las condiciones en que este deber debe cumplirse.