Tropiquillos/I
Finalizaba Octubre. Agobiado por la doble pesadumbre del dolor moral y de la cruel dolencia que me aquejaba, arrastreme lejos de la ciudad ardiente, buscando un lugar escondido donde arrojarme como ser inútil, indigno de la vida, para que nadie me interrumpiese en mi única ocupación posible, la cual era contemplar mi propia decadencia y verme resbalar lento, mas sin tregua ni esperanza, hacia la muerte.
Los campos eran para mí más tristes que el cementerio. Habíanme dicho los médicos: «Te morirás cuando caigan las hojas» y yo las veía palidecer y temblar en las ramas cual contagiadas de mi fiebre y de mi temor.
El sereno cielo irradiaba demasiada luz para mis ojos, y cuando, tras el ardor húmedo del día, venían de las montañas, embozados en sombras y con la espada desnuda, los traidores vientecillos septentrionales, yo me arrebozaba también en mi pobre capa, y escondía la cabeza para que no me tocasen y pasaran de largo. El campo de mis padres y la humilde casa en que nací eran lastimoso cuadro de abandono, soledad, ruinas. Hierbas vivaces y plantas silvestres erizadas de púas cubrían el suelo sin señal ni rastro alguno de la acción del arado. Las cepas sin cultivo, o habían muerto, o envejecidas y cancerosas echaban algún sarmiento miserable, que, para sostenerse, se agarraba a los cercanos espinos. Árboles que antes protegían el suelo con apacible sombra, a cuyo amparo se reunía la familia, habíanse quedado en los puros leños, y secos, desnudos, abrasados de calor o ateridos de frío según el tiempo, esperaban el hacha y la paz de la leñera como espera el cadáver la paz del hoyo. Algunos, conservando un resto de savia escrofulosa en sus venas enfermas, se adornaban irrisoriamente el tronco con pobres hojuelas, semejantes a condecoraciones puestas sobre el pecho del vanidoso amortajado. Las cercas de piedra no resistían ya ni el paso resbaladizo de los lagartos, y se caían, aplastando a veces a sus habitantes.
Por todas partes, veíase el rastro baboso de los caracoles, plantas mordidas por los insectos, enormes cortinajes de tela de araña, y nubes de seres microscópicos, ávidos de poseer tanta desolación.