Triste experiencia
-Pero, Pepillo, ¿quieres dejar al gato?... Mira que como vaya... Y tú, Paco, ¿quieres no meter más las manos en la lejía?... Pero, Pepillo, ¿no te he dicho que dejes al minino, que te va a arañar?... ¡Ay!, Virgen Santísima, a mí me quitan del mundo estos charranes... Usté perdone, señor Rafael, usté perdone y siéntese usté... No, en esa silla no, que ésa no se la ofrezco yo más que a las personas que no quiero que vuelvan más por esta casa.
-Pos que Dios te lo pague, hija mía... ¡Ajajá! Ahora sí que estoy la mar de bien... Ahora un cigarrito, y fumando y mirandote no me cambio yo ni por la estrella del rabo.
-Pues que le conste a usté... Pero, Paco, por los clavos de Cristo, ¿te quieres estar quieto?... ¿No ves que hay visita?... ¡Ay, señor Rafael, usté perdone!
-Déjalos, mujé. ¡Si no están haciendo naíta!
-¡Eso es! ¡Déjalos! Pos si no fuera porque estoy desde que amanece hasta que anochece como un padre misionero...
-Bueno, pues dime lo que me encomenzaste a decir, que me parece a mí que diba a ser una cosa más resalerosa que un dulce.
-Pos lo que yo le diba a decir a usté era que si a usté le sabe a azúcar el estar aquí, el que usté lo esté no me sabe a mí a retama.
-¿A pesar de mis sesenta y pico, de mi panza y de mi pelito blanco?
-A pesar de to eso, no, sino por eso mismamente, y por lo otro, porque, gracias a usté, cuando vuelvo la vista a mi alreor no me jallo tan sola ni tan desamparaíta en el mundo... Pero, ahora que me acuerdo, cuando usté entró me dijo usté que tenía que decirme una cosa mu interesante.
-Vaya, ¡y tan interesante como es lo que te tengo que decir!
-Pos encomience usté ya, que ya lo escucho.
Y diciendo esto, acercó Dolores una silla a la que ocupaba el viejo y sentose en ella, poniendo de relieve al hacerlo, merced a la ductilidad de la falda, sus piernas redondas como columnas y descubriendo sus pies brevísimos y arqueados que holgaban en unas chinelas no acreedoras a aprisionar tales primores.
El sol, un sol otoñal, iluminaba espléndidamente la escena, el reducido patio invadido casi del todo por el lebrillo de lavar, por una higuera despojada de pámpanos y frutos y convertida en tendedero, y por la orza de la lejía, en que uno de los dos rapaces hundía los desnudos brazos, mientras su compañero impacientaba a una gata de morisca piel que sufría pacientemente sus infantiles travesuras.
Y al par que iluminaba el sol el reducido patio, la retorcida higuera convertida en tendedero y los encuerinos rapaces, bañaba en su luz al viejo, el cual aún resistía gallardamente las sesenta y pico de otoñadas que pesaban sobre sus hombros, y que aún no habían conseguido borrar del todo las huellas de su juventud en su rostro limpio, sonrosado y de expresión bondadosa y risueña.
Y frente por frente al viejo destacábase Dolores, una hermosa plenitud de la vida a la que la maternidad no había logrado hurtarle turgencias y valentías en el seno, ni esbeltez en la cintura; una hermosa plenitud de ojos enormes de córnea azulada, en que las pupilas negrísimas y luminosas parecían dormir eternamente un sueño lánguido y voluptuoso; una hermosa plenitud, alta, mórbida, ondulante, de sonrisa picaresca, de pelo abundoso, de cuello tornátil, de frente amplia y noble y de voz de ritmo susurrante y desmayado.
Durante algunos instantes paseó el viejo sus ojos por la cara y por el cuerpo de Lola, por aquel cuerpo suyo, mal engalanado con un vestido de pobre urdimbre y un delantal mallorquín, y, tras contemplarla durante algunos instantes con acariciadora expresión, dijo, al par que arrojaba por boca y nariz tres espirales de humo:
-Pos, señó, lo que yo tenía que decirte era una cosa, y no sé yo si endispués de decírtela me vas a poner al sol en la puerta de tu casa.
-Eso nunca -exclamó aquélla con voz plácida-; eso no lo podría jacer yo nunca con un hombre al que debo
- más retegüenas partías
- que tiéen lágrimas las penas
- y risas las alegrías.
-A mí tú no me debes naíta, que, por el contrario, yo soy el que a ti te debe, porque si bien yo algo jice alguna vez en tu favor, no tiée la cosa más valer que el que tú le das, y no tiée valer arguno porque yo soy más solo que un ermitaño. Yo, gracias a un divé, y a las caballás que di por la serranía, tengo más de lo que necesito pa comer, pa merendar y pa orsequiar al sereno. Yo te quiero a ti porque cuando tu madre te sortó fue mi Rosalía, que en paz descanse, la que te dio por primera vez los tres jarabes, y desde entonces ya no te he perdío de vista ni me alejé de tu trato, y además que tú has sío mu desgraciaíta, porque tú perdiste a tu padre cuando más falta te jacía, porque tu madre te quitó su apego por ponerlo en Antoñico el del Pirulo, que en lugar de ser pa ti un segundo bato, fue pa ti el peor de tus cuchillos, porque no sólo no te quiso, sino que te robó la voluntá de tu probe madre, a la que Dios tenga en su santísima gloria.
-No -dijo Dolores-; la probe de mi madre me quería; pero como aquel hombre era como era.
-Güeno, dejemos eso, que al pasao se le dice adiós, y platiquemos de otros asuntos. Pero antes de decirte lo que yo te tenía que dicir, quisiera yo preguntarte unas cuantas cosas, si es que tú me lo permites.
-Pos empiece usté a preguntar lo que le dé a usté la repotentísima gana.
-Pos vamos a ver si me dices cuántos son los guasones que viéen tos los días a rondarte en tu aguaero.
-Y qué sé yo -repúsole Dolores, encogiéndose desdeñosamente de hombros-. Además, que ésos son los maderos de San Juan, que unos vienen y, otros van; pero yo no me fijo en ninguno; bastante tengo yo con este par de salcillos que me dejó al morir mi probretico Antoñuelo.
Y un hondo suspiro brotó de la garganta de Dolores al evocar el recuerdo del hombre por ella tan hondamente amado y tan prontamente perdido.
El viejo, tras concederle algunos instantes de silencio, le preguntó, procurando ahuyentar con su festivo sonreír sus tristísimas evocaciones:
-Pero es que una cosa es el corazón y otra cosa son los ojos de la cara; y como los ojos son niños, alguno de los que te cimbelean te habrá sío, sin duda, más simpático que los otros.
-Yo a eso digo lo que dice la copla:
- Pa mí toítos son iguales,
- campanas son las campanas
- de toítas las catedrales.
-Y yo a ésa te contesto con ésta:
- Pos siendo asín, punto en boca,
- y en mis alforjas me llevo
- lo que truje en mis alforjas.
-No, señó, eso sí que no, que ya sabe usté que la curiosidá vive más cerca de mí que mi casero.
-Güeno, pos hablaré; pero con la condición de que me respondas tú con el corazón en la mano.
-Pos bien: lo haré con el corazón en la mano; pero antes dígame usté por qué me está usté hoy haciéndome esas preguntas.
-Pos te lo diré: te las estoy jaciendo porque a mí, hier tarde, estando yo en ca de Pepico el Quitamanchas se me arrimó un gachó al que yo estimo, porque son de batista toas sus prendas interiores, y el tal gachó me dijo: «Señó Rafaé, usté que es güeno dende la cepa al racimo, usté que sabe que yo soy un hombre que lleva siempre la verdá a la grupa y la hombría de bien en la bandolera, usté que está enterao de que yo tengo pa más de un cuarto de gallina, si me la receta el méico; usté que sabe que yo no tengo más parientes que mis dientes, ni más parienta que la vía que me alienta, y usté que es, en fin, un hombre al que Dios le ha conservao to er pelo pa que cuando se muera usté sirva er pelo de usté de reliquia, usté va a jacer conmigo una obra de misericordia, porque aquí aonde usté me ve, con más fuerza que una yunta, más reondo que una bola con ca carrillo que pesa una carnicera, con una partía de bautismo que certifica que entoavía no he pasao de los treinta y pico de años, y con la salú por arrobas y con los güenos propósitos por quintales; aquí aonde usté me ve, yo estoy a pique de ponerme flaco y ojeroso y de perder la panza y de ver mi alegría de cuerpo presente; porque ha de saber usté que yo estoy enamorao, pero que tonto perdío, por una gachí que es to un acontecimiento de bonita y otro acontecimiento como mujer de bien y de su casa, y ha de saber usté que manque es libre, endispués de haber sío prisionera, yo no me atermino más que a mirarla, porque cuando le voy a platicar se me aflojan los gonces y se me traba la lengua; y por eso, porque yo necesito que ella me quiera, es por lo que yo he vinío a usté pa que usté me preste su ayuda, que Dios se lo pagará a usté con lo que Él saca pa pagarles a los güenos de su rica faltriquera».
Dolores, que había escuchado, ligeramente turbada, al anciano, dado que éste hubo fin a su pintoresca plática, exclamó:
-Ya sé yo quién es el que le ha dicho a usté toíto ese montón de cosas: Pepico el Talabartero.
-El mesmito que tú dices, Pepico el Talabartero.
-¿Y qué le contestó usté a Pepico?
-Pos yo le contesté que no lo podía servir, porque tú estabas loquita der to por mis jechuras y por mi ange y por mi sangre torera.
Dolores hizo un graciosísimo mohín, y después, poniéndose algo seria, le contestó:
-Pos bien: yo lo siento y yo le estimo a ese hombre su güena voluntá; pero no puée ser lo que ese hombre desea.
-Pero ¿es que no te gusta a ti ese hombre?
-Es el que más me gusta y el que mejor me parece de tos los que me rondan la calle.
-Pos siendo asín, y siendo güeno como es, y teniendo como tiée pa que no pases fatigas, y estando tú como estás rompiéndote esas manitas de nácar pa sacar alante a tus pícaros churumbeles, ¿por qué, vamos a ver, por qué no te casas con Pepe el Talabartero?
Dolores posó una mirada plácida en su viejo amigo, y después, con voz siempre desmayada y dulce como una amante caricia, le repuso:
-Por eso mismamente no me caso con él, porque me gusta, porque me es simpático, porque podría tal vez llegar yo a quererlo como mi madre quiso, en mal hora y por mi mal, a su Antoñico el Pirulo.
Y, levantándose, se dirigió rápida hacia sus hijos, los estrechó bruscamente entre sus brazos esculturales, puso en sus churretosas mejillas una granizada de besos de madre apasionada, y exclamó con voz llena de ternura:
-Cualisquier día me caso yo con José el Talabartero.