Tristana/Capítulo XXV

Capítulo XXV

Impresión honda hizo en la señorita de Reluz la vista de aquellas pinturas, semblantes amigos que veía después de larga ausencia, y que le recordaban horas felices. Fueron para ella, en ocasión semejante, como personas vivas, y no necesitaba forzar su imaginación para verlas animadas, moviendo los labios y fijando en ella miradas cariñosas. Mandó a Saturna que colgase los lienzos en la habitación para recrearse contemplándolos, y se transportaba a los tiempos del estudio y de las tardes deliciosas en compañía de Horacio. Púsose muy triste, comparando su presente con el pasado, y al fin rogó a la criada que guardase aquellos objetos hasta que pudiese acostumbrase a mirarlos sin tanta emoción; mas no manifestó sorpresa por la facilidad con que las pinturas habían pasado del estudio a la casa, ni curiosidad de saber qué pensaba de ello el suspicaz D. Lope. No quiso la sirviente meterse en explicaciones, que no se le pedían, y poco después, sobre las doce, mientras daba de almorzar al amo una mísera tortilla de patatas y un trozo de carne con representación y honores de chuleta, se aventuró a decirle cuatro verdades, valida de la confianza que le diera su largo servicio en la casa.

«Señor, sepa que el amigo quiere ver a la señorita, y es natural... Ea, no sea malo y hágase cargo de las circunstancias. Son jóvenes, y usted está ya más para padre o para abuelo que para otra cosa. ¿No dice que tiene el corazón grande?».

-Saturna -replicó D. Lope, golpeando en la mesa con el mango del cuchillo- Lo tengo más grande que la copa de un pino, más grande que esta casa y más grande que el Depósito de Aguas, que ahí enfrente está.

-Pues entonces... pelillos a la mar. Ya no es usted joven, gracias a Dios; digo... por desgracia. No sea el perro del hortelano, que ni come ni deja comer. Si quiere que Dios le perdone todas sus barrabasadas y picardías, tanto engaño de mujeres y burla de maridos, hágase cargo de que los jóvenes son jóvenes, y de que el mundo y la vida y las cositas buenas son para los que empiezan a vivir, no para los que acaban... Con que tenga un... ¿cómo se dice?, un rasgo, D. Lepe, digo, don Lope... y...

En vez de incomodarse, al infeliz caballero le dio por tomarlo a buenas.

«¿Con que un rasgo...? Vamos a ver: ¿y de dónde sacas tú que yo soy tan viejo? ¿Crees que no sirvo ya para nada? Ya quisieran muchas, tú misma, con tus cincuenta...».

-¡Cincuenta! Quite usted jierro, señor.

-Pongamos treinta... y cinco.

-Y dos. Ni uno más. ¡Vaya!

-Pues quédese en lo que quieras. Pues digo que tú misma, si yo estuviese de humor y te... No, no te ruborices... ¡Si pensarás que eres un esperpento!... No; arreglándote un poquito, resultarías muy aceptable. Tienes unos ojos que ya los quisieran más de cuatro.

-Señor... vamos... Pero qué... ¿también a mí me quiere camelar? -dijo la doméstica, familiarizándose tanto, que no vaciló en dejar a un lado de la mesa la fuente vacía de la carne y sentarse frente a su amo, los brazos en jarras.

-No... no estoy ya para diabluras. No temas nada de mí. Me he cortado la coleta y ya se acabaron las bromas y las cositas malas. Quiero tanto a la niña, que desde luego convierto en amor de padre el otro amor, ya sabes... y soy capaz, por hacerla dichosa, de todos los rasgos, como tú dices, que... En fin, ¿qué hay?... ¿Ese mequetrefe...?

-Por Dios, no le llame así. No sea soberbio. Es muy guapo.

-¿Qué sabes tú lo que son hombres guapos?

-Quítese allá. Toda mujer sabe de eso. ¡Vaya! Y sin comparar, que es cosa fea, digo que D. Horacio es un buen mozo... mejorando lo presente. Que usted fue el acabose, por sabido se calla; pero eso pasó. Mírese al espejo y verá que ya se le fue la hermosura. No tiene más remedio que reconocer que el pintorcito...

-No le he visto nunca... Pero no necesito verle para sostener, como sostengo, que ya no hay hombres guapos, airosos, atrevidos, que sepan enamorar. Esa raza se extinguió. Pero, en fin, demos de barato que el pintamonas sea un guapo... relativo.

-La niña le quiere... No se enfade... la verdad por delante... La juventud es juventud.

-Bueno... pues le quiere... Lo que yo te aseguro es que ese muchacho no hará su felicidad.

-Dice que no le importa la pata coja.

-Saturna, ¡qué mal conoces la naturaleza humana! Ese hombre no hará feliz a la niña, repito. ¡Si sabré yo de estas cosas! Y añado más: la niña no espera su felicidad de semejante tipo...

-¡Señor...!

-Para entender estas cosas, Saturna, es menester... entenderlas. Eres muy dura de mollera y no ves sino lo que tienes delante de tus narices. Tristana es mujer de mucho entendimiento, ahí donde la ves, de una imaginación ardiente... Está enamorada...

-Eso ya lo sé.

-No lo sabes. Enamorada de un hombre que no existe, porque si existiera, Saturna, sería Dios, y Dios no se entretiene en venir al mundo para diversión de las muchachas. Ea, basta de palique; tráeme el café...

Corrió Saturna a la cocina, y al volver con el café permitiose comentar las últimas ideas expresadas por D. Lope.

«Señor, lo que yo digo es que se quieren, sea por lo fino, sea por lo basto, y que el don Horacio desea verse con la señorita... Viene con buen fin».

-Pues que venga. Se irá con mal principio.

-¡Ay, qué tirano!

-No es eso... Si no me opongo a que se vean -dijo el caballero, encendiendo un cigarro-. Pero antes conviene que yo mismo hable con ese sujeto. Ya ves si soy bueno. ¿Y este rasgo?... Hablar con él, sí, y decirle... ya, ya sabré yo...

-¿Apostamos a que le espanta?

-No; le traeré, traerele yo mismo. Saturna, esto se llama un rasgo. Encárgate de avisarle que me espere en su estudio una de estas tardes... mañana. Estoy decidido. (Paseándose inquieto por el comedor.) Si Tristana quiere verle, no la privaré de ese gusto. Cuanto antojo tenga la niña se lo satisfará su amante padre. Le traje los pinceles, le traje el armónium, y no basta. Hacen falta más juguetes. Pues venga el hombre, la ilusión, la... Saturna, di ahora que no soy un héroe, un santo. Con este solo arranque lavo todas mis culpas y merezco que Dios me tenga por suyo. Con que...

-Le avisaré... Pero no salga con alguna patochada. ¡Vaya, que si le da por asustar a ese pobre chico...!

-Se asustará sólo de verme. Saturna, soy quien soy... Otra cosa: con maña vas preparando a la niña. Le dices que yo haré la vista gorda, que saldré exprofeso una tarde para que él entre y puedan hablarse como una media hora nada más... No conviene más tiempo. Mi dignidad no lo permite. Pero yo estaré en casa, y... Mira, se abrirá una rendijita en la puerta para que tú y yo podamos ver cómo se reciben el uno al otro y oír lo que charlen.

-¡Señor...!

-¿Tú qué sabes...? Haz lo que te mando.

-Pues haga usted lo que le aconsejo. No hay tiempo que perder. D. Horacio tiene mucha prisa...

-¿Prisa?... Esa palabra quiere decir juventud. Bueno, pues esta misma tarde subiré al estudio... Avísale... anda... y después, cuando acompañes a la señorita, te dejas caer... ¿entiendes? Le dices que yo ni consiento ni me opongo... o más bien, que tolero y me hago el desentendido. Ni le dejes comprender que voy al estudio, pues este acto de inconsecuencia, que desmiente mi carácter, quizá me rebajaría a sus propios ojos... aunque no... tal vez no... En fin, prepárala para que no se afecte cuando vea en su presencia al... bello ideal.

-No se burle.

-Si no me burlo.

-Bello ideal quiere decir...

-Su tipo... el tipo de una, supongamos...

-Tú sí que eres tipo (soltando la risa). En fin, no se hable más. La preparas, y yo voy a encararme con el galán joven.

A la hora convenida, previo el aviso dado por Saturna, dirigiose D. Lope al estudio, y al subir, no sin cansancio, la interminable escalera, se decía entre toses broncas y ahogados suspiros: «Pero, ¡Dios mío, qué cosas tan raras estoy haciendo de algún tiempo a esta parte! A veces me dan ganas de preguntarme: ¿Y es usted aquel D. Lope...? Nunca creí que llegara el caso de no parecerse uno a sí mismo... En fin, procuraré no infundir mucho miedo a ese inocente».

La primera impresión de ambos fue algo penosa, no sabiendo qué actitud tomar, vacilando entre la benevolencia y una dignidad que bien podría llamarse decorativa. Hallábase dispuesto el pintor a tratar a D. Lope según los aires que este llevase. Después de los saludos y cumplidos de ordenanza, mostró el anciano galán una cortesía desdeñosa, mirando al joven como a ser inferior, al cual se dispensa la honra de un trato pasajero, impuesto por la casualidad.

«Pues sí, caballero... ya sabe usted la desgracia de la niña. ¡Qué lástima, ¿verdad?, con aquel talento, con aquella gracia...! Es ya mujer inútil para siempre. Ya comprenderá usted mi pena. La miro como hija, la amo entrañablemente con cariño puro y desinteresado, y ya que no he podido conservarle la salud ni librarla de esa tristísima amputación, quiero alegrar sus días, hacerle placentera la vida, en lo posible, y dar a su alma todo el recreo que... En fin, su voluble espíritu necesita juguetes. La pintura no acaba de distraerla... la música tal vez... Su incansable afán pide más, siempre más. Yo sabía que usted...».

-De modo, Sr. D. Lope -dijo Horacio con gracejo cortés-, que a mí me considera usted juguete.

-No, juguete precisamente, no... Pero... Yo soy viejo, como usted ve, muy práctico en cosas de la vida, en pasiones y afectos, y sé que las inclinaciones juveniles tienen siempre un cierto airecillo de juego de muñecas... No hay que tomarlo a mal. Cada cual ve estas cosas según su edad. El prisma de los veinticinco o de los treinta años descompone los objetos de un modo gracioso y les da matices frescos y brillantes. El cristal mío me presenta las cosas de otro modo. En una palabra: que yo veo la inclinación de la niña con indulgencia paternal; sí, con esa indulgencia que siempre nos merece la criatura enfermita, a quien es forzoso dispensar los antojos y mimos, por extravagantes que sean.

-Dispénseme, señor mío -dijo Horacio con gravedad, sobreponiéndose a la fascinación que el mirar penetrante del caballero ejercía sobre él, encogiéndole el ánimo-, dispénseme. Yo no puedo apreciar con ese criterio de abuelo chocho la inclinación que Tristana me tiene, y menos la que por ella siento.

-Pues por eso no hemos de reñir -replicó Garrido, acentuando más la urbanidad y el desdén con que le hablaba-. Yo pienso lo que he tenido el honor de manifestarle; piense usted lo que guste. No sé si usted rectificará su manera de apreciar estas cosas. Yo soy muy viejo, muy curtido, y no sé rectificarme a mí propio. Lo que hay es que, dejándole a usted pensar lo que guste, yo vengo a decirle que, pues desea usted ver a Tristanita, y Tristanita se alegrará de verle, no me opongo a que usted honre mi casa; al contrario, tendré una satisfacción en ello. ¿Creía tal vez que yo iba a salir por el registro del padre celoso o del tirano doméstico? No, señor. No me gustan a mí los tapujos, y menos en cosa tan inocente como esta visita. No, no es decoroso que ande el novio buscándome las vueltas para entrar en casa. Usted y yo no ganamos nada, el uno colándose sin mi permiso, y el otro atrancando las puertas como si hubiera en ello alguna malicia. Sí, Sr. D. Horacio, usted puede ir, a la hora que yo le designe, se entiende. Y si resultase que habría que repetir las visitas, porque así conviniera a la paz de mi enferma, ha de prometerme usted no entrar nunca sin conocimiento mío.

-Me parece muy bien -afirmó Díaz, que poco a poco se iba dejando conquistar por la agudeza y pericia mundana del atildado viejo-. Estoy a sus órdenes.

Sentía Horacio la superioridad de su interlocutor, y casi... y sin casi, se alegraba de tratarle, admirando de cerca, por primera vez, un ejemplar curiosísimo de la fauna social más desarrollada, un carácter que resultaba legendario y revestido de cierto matiz poético. La atracción se fue acentuando con las cosas donosísimas que después le dijo D. Lope pertinentes a la vida galante, a las mujeres y al matrimonio. En resumidas cuentas, que le fue muy simpático, y se despidieron, prometiéndole Horacio obedecer sus indicaciones y fijando para la tarde siguiente las vistas con la pobre inválida.