Tristana/Capítulo XXII

XXI
Tristana
de Benito Pérez Galdós
Capítulo XXII
XXIII

Capítulo XXII

El efecto que estas deshilvanadas y sutiles razones hacían en Horacio, fácilmente se comprenderá. Viose convertido en ser ideal, y a cada carta que recibía entrábanle dudas acerca de su propia personalidad, llegando al extremo increíble de preguntarse si era él como era, o como lo pintaba con su indómita pluma la visionaria niña de D. Lepe. Pero su inquietud y confusión no le impidieron ver el peligro tras ellas oculto, y empezó a creer que Paquita de Rímini más padecía de la cabeza que de las extremidades. Asaltado de ideas pesimistas, y lleno de zozobra y cavilaciones, resolvió marchar a Madrid, y ya tenía dispuesto todo para el viaje, a últimos de febrero, cuando un repentino ataque de hemoptisis de doña Trinidad le encadenó a Villajoyosa en tan mala ocasión.

En los mismos días de esta ocurrencia pasaban en Madrid y en la casa de D. Lope cosas de extraordinaria gravedad, que deben ser puntualmente referidas. Tristana empeoró tanto, que nada pudo su fuerza de voluntad contra el dolor intensísimo, acompañado de fiebre, vómitos y malestar general. Desesperado y aturdido, sin la presencia de ánimo que requería el caso, D. Lope creía conjurar el peligro clamando al Cielo, ya con acento de piedad, ya con amenazas y blasfemias. Su irreflexivo temor le hacía ver la salvación de la enferma en los cambios de tratamiento: despedido Miquis, hubo de llamarle otra vez, porque su sucesor era de los que todo lo curan con sanguijuelas, y esta medicación, si al principio determinó algún alivio, luego aniquiló las cortas fuerzas de la paciente.

Alegrose Tristana de la vuelta de Miquis, porque le inspiraba simpatía y confianza, levantándole el espíritu con el poder terapéutico de su afabilidad. Los calmantes enérgicos le devolvieron por algunas horas cada día la virtud preciosa de consolarse con su propia imaginación, de olvidar el peligro, pensando en bienes imaginarios y en glorias remotísimas. Aprovechó los momentos de sedación para escribir algunas cartas breves, compendiosas, que el mismo D. Lope, sin hacer ya misterio de su indulgencia, se encargaba de echar al correo. «Basta de tapujos, niña mía -le dijo con alardes de confianza paterna-. Para mí no hay secretos. Y si tus cartitas te consuelan, yo no te riño, ni me opongo a que las escribas. Nadie te comprende como yo, y el mismo que tiene la dicha de leer tus garabatos no está a la altura de ellos, ni merece tanto honor. En fin, ya te irás convenciendo... Entre tanto, muñeca de mi vida, escribe todo lo que quieras, y si algún día no tuvieras ganas de manejar la pluma, díctame, y seré tu secretario. Ya ves la importancia que doy a ese juego infantil... ¡Cosas de chiquillos, que comprendo perfectamente, porque yo también he tenido veinte años, yo también he sido tonto, y a cuanta niña me caía por delante la llamaba mi bello ideal, y le ofrecía mi blanquísima mano...! Terminaba estas bromas con una risita no muy sincera, que inútilmente quería comunicar a Tristana, y al fin él solo reía sus propios chistes, disimulando la terrible procesión que por dentro le andaba.

Augusto Miquis iba tres veces al día, y aún no estaba contento D. Lope, decidido a emplear todos los recursos de la ciencia médica para sanar a su muñeca infeliz. En aquel caso no se contentaba con dar la camisa, pues la piel misma le hubiera parecido corto sacrificio para objeto tan grande. «Si mis recursos se acaban por completo -decía-, lo que no es imposible al paso que vamos, haré lo que siempre me repugnó y me repugna: daré sablazos, me rebajaré a pedir auxilio a mis parientes de Jaén, que es para mí el colmo de la humillación y de la vergüenza. Mi dignidad no vale un pito ante la tremenda desgracia que me desgarra el corazón, este corazón que era de bronce y ahora es pura manteca. ¡Quién me lo había de decir! Nada me afectaba y los sentimientos de toda la humanidad me importaban un ardite... Pues ahora, la piernecita de esta pobre mujer me parece a mí que nos va a traer el desequilibrio del universo. Creo que hasta el momento presente no he conocido cuánto la quiero, ¡pobrecilla! Es el amor de mi vida, y no consiento perderla por nada de este mundo. A Dios mismo, a la muerte se la disputaré. Reconozco en mí un egoísmo capaz de mover las montañas, un egoísmo que no vacilo en llamar santo, porque me lleva a la reforma de mi carácter y de todo mi ser. Por él abomino de mis aventuras, de mis escándalos; por él me consagraré, si Dios me concede lo que le pido, al bien y a la dicha de esta sin par mujer, que no es mujer, sino un ángel de sabiduría y de gracia. ¡Y yo la tuve en mis manos y no supe entenderla! Confiesa y declara, Lope amigo, que eres un zote, que sólo la vida instruye, y que la ciencia verdadera no crece sino en los eriales de la vejez...».

En su trastorno insano, tan pronto volvía los ojos a la medicina como al charlatanismo. Una mañana le llevó Saturna el cuento de que cierta curandera, establecida en Tetuán, y cuya fama y prestigio llegaban por acá hasta Cuatro Caminos, y por allá hasta los mismos muros de Fuencarral, curaba los tumores blancos con la aplicación de las llamadas hierbas callejeras. Oírlo D. Lope y mandar que viniera la que tales prodigios hacía fue todo uno, y poco le importaba que D. Augusto pusiese mala cara. Descolgose la comadre con un pronóstico muy risueño, y aseguró que aquello era cosa de días. Revivió en D. Lepe la esperanza; hízose cuanto la vieja dispuso; enterose Miquis aquella misma tarde y no se enojó, dando a entender que el emplasto de la profesora libre de Tetuán no produciría daño ni provecho a la enferma. Maldijo D. Lope a todas las charlatanas habidas y por haber, mandándolas que se fueran con cien mil pares de demonios, y se restablecieron los planes y estilos de la ciencia.

Pasó Tristana una noche infernal, con violentos accesos de fiebre, entrecortados de intensísimo frío en la espalda. Garrido, a quien se podía ahorcar con un cabello, no tuvo más que ver la cara del doctor, en su visita matutina, para comprender que el mal entraba en un período de gravedad crítica, pues aunque el bueno de Augusto sabía disfrazar ante los enfermos su impresión diagnóstica, aquel día pudo más la pena que el disimulo. La misma Tristana se le adelantó, diciendo con aparente serenidad: «Comprendido, doctor... Esta... no la cuento. No me importa. La muerte me gusta; se me está haciendo simpática. Tanto padecer va consumiendo las ganas de vivir... Hasta anoche, figurábaseme que el vivir es algo bonito... a veces... Pero ya me encariño con la idea de que lo más gracioso es morirse... no sentir dolor... ¡qué delicia, qué gusto!». Echose a llorar, y el bravo D. Lepe necesitó evocar todo su coraje para no hacer pucheros.

Después de consolar a la enferma con cuatro mentiras muy bien tramadas, encerrose Miquis con D. Lope en el cuarto de este, dejándose en la puerta sus bromas y la máscara de amabilidad caritativa, y le habló con la solemnidad propia del caso.

«Amigo D. Lope -dijo, poniendo sus dos manos sobre los hombros del caballero, que parecía más muerto que vivo-, hemos llegado a lo que yo me temía. Tristanita está muy grave. A un hombre como usted, valiente y de espíritu sereno, capaz de atemperarse a las circunstancias más angustiosas de la vida, se le debe hablar con claridad».

-Sí -murmuró el caballero, haciéndose el valiente, y creyendo que el cielo se le venía encima, por lo cual, con movimiento instintivo, alzó las manos como para sostenerlo.

-Pues sí... La fiebre altísima, el frío en la médula, ¿sabe usted lo que es? Pues el síntoma infalible de la reabsorción...

-Ya, ya comprendo...

-La reabsorción... el envenenamiento de la sangre... la...

-Sí... y...

-Nada, amigo mío. Ánimo. No hay más remedio que operar...

-¡Operar! -exclamó Garrido en el colmo del aturdimiento- Cortar... ¿no es eso? ¿Y usted cree...?

-Puede salvarse, aunque no lo aseguro.

-¿Y cuándo...?

-Hoy mismo. No hay que perder tiempo... Una hora que perdamos nos haría llegar tarde.

Don Lope fue asaltado de una especie de demencia al oír esto, y dando saltos como fiera herida, tropezando con los muebles, y golpeándose el cráneo, pronunció estas incongruentes y desatentadas expresiones:

-¡Pobre niña!... Cortarle la... ¡Oh!, mutilarla horriblemente... ¡Y qué pierna, doctor!... Una obra maestra de la Naturaleza... Fidias mismo la querría para modelar sus estatuas inmortales... Pero ¿qué ciencia es esa que no sabe curar sino cortando? ¡Ah!, no saben ustedes de la misa la media... D. Augusto, por la salvación de su alma, invente usted algún otro recurso. ¡Quitarle una pierna! Si eso se arreglara cortándome a mí las dos... ahora mismo, aquí están... Ea, empiece usted... y sin cloroformo.

Los gritos del buen caballero debieron oírse en el cuarto de Tristana, porque entró Saturna, asustadísima, a ver qué demonches le pasaba a su amo.

«Vete de aquí, bribona... Tú tienes la culpa. Digo, no... ¡Cómo está mi cabeza!... Vete, Saturna, y dile a la niña que no consentiré se le corte ni tanto así de pierna ni de nada. Primero me corto yo la cabeza... No, no se lo digas... Cállate... Que no se entere... Pero habrá que decírselo... Yo me encargo... Saturna, mucho cuidado con lo que hablas... Lárgate, déjanos».

Y volviéndose al médico, le dijo: «Dispénseme, querido Augusto; no sé lo que pienso. Estoy loco... Se hará todo, todo lo que la facultad disponga... ¿Qué dice usted? ¿Que hoy mismo...?».

-Sí, cuanto más pronto, mejor. Vendrá mi amigo el doctor Ruiz Alonso, cirujano de punta, y... Veremos. Creo que practicada con felicidad la amputación, la señorita podrá salvarse.

-¡Podrá salvarse! De modo que ni aun así es seguro... ¡Ay doctor, no me vitupere usted por mi cobardía! No sirvo para estas cosas... Me vuelvo un chiquillo de diez años.¡Quién lo había de decir! ¡Yo, que he sabido afrontar sin un fruncimiento de cejas los mayores peligros!...

-Sr. D. Lope -dijo Miquis con triste acento-, en estas ocasiones de prueba se ven los puntos que calza nuestra capacidad para el infortunio. Muchos que se tienen por cobardes resultan animosos, y otros que se creen gallos salen gallinitas. Usted sabrá ponerse a la altura de la situación.

-Y será forzoso prepararla... ¡Dios mío, qué trance! Yo me muero... yo no sirvo, D. Augusto...

-¡Pobrecilla! No se lo diremos claramente. La engañaremos.

-¡Engañarla! No se ha enterado usted todavía de su penetración.

-En fin, vamos allá, que en estas cosas, señor mío, hay que contar siempre con alguna circunstancia inesperada y favorable. Es fácil que ella, si tanta agudeza tiene, lo haya comprendido, y no necesitemos... El enfermo suele ver muy claro.