Tristana/Capítulo XX

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Capítulo XX

Al caer de la tarde, en uno de los últimos días de Enero, entró en su casa D. Lope Garrido melancólico y taciturno, como hombre sobre cuyo ánimo pesan gravísimas tristezas y cuidados. En pocos meses, la vejez había ganado a su persona el terreno que supieron defender la presunción y el animoso espíritu de sus años maduros; inclinábase hacia la tierra; su noble semblante tomaba un color terroso y sombrío; las canas iban prosperando en su cabeza, y para completar la estampa del decaimiento, hasta en el vestir se marcaba cierta negligencia, más lastimosa que el bajón de la persona. Y las costumbres no se quedaban atrás en este cambiazo, porque D. Lope apenas salía de noche, y el día se lo pasaba casi enteramente en casa. Bien se comprendía el motivo de tanto estrago, porque habrá que repetirlo, fuera de su absoluta ceguera moral en cosas de amor, el libertino inservible era hombre de buenos sentimientos y no podía ver padecer a las personas de su intimidad. Cierto que él había deshonrado a Tristana, matándola para la sociedad y el matrimonio, hollando su fresca juventud; pero lo cortés no quitaba lo valiente; la quería con entrañable afecto y se acongojaba de verla enferma y con pocas esperanzas de pronto remedio. Era cosa larga, ¡ay!, según dijo Miquis en la primera visita, sin asegurar que quedase bien, es decir, libre de cojera.

Entró, pues, D. Lope, y soltando la capa en el recibimiento, se fue derechito al cuarto de su esclava. ¡Cuán desmejorada la pobrecita con la inacción, con la pena moral y física de su dolorosa enfermedad! Encajada y quieta en un sillón de resortes que su viejo le compró, y que se extendía para dormir cuando la necesidad de sueño la agobiaba; envuelta en un mantón de cuadros, las manos en cruz y la cabeza al aire, Tristana no era ya ni sombra de sí misma. Su palidez a nada puede compararse; la pasta de papel de que su lindo rostro parecía formado era ya de una diafanidad y de una blancura increíbles; sus labios se habían vuelto morados; la tristeza y el continuo llorar rodeaban sus ojos de un cerco de transparencias opalinas.

«¿Qué tal, mona? -le dijo D. Lope, acariciándole la barbilla y sentandose a su lado-. Mejor, ¿verdad? Me ha dicho Miquis que ahora vas bien, y que el mucho dolor es señal de mejoría. Claro, ya no tienes aquel dolor sordo, profundo, ¿verdad? Ahora te duele, te duele de firme; pero como una desolladura... eso es. Precisamente es lo que se quiere: que te duela. La hinchazón va cediendo. Ahora... niña (sacando una cajita de farmacia), vas a tomar esto. No sabe mal: dos pildoritas cada tres horas. En cuanto al medicamento externo, dice D. Augusto que sigamos con lo mismo. Con que anímate, que dentro de un mes ya podrás brincar y hasta bailar unas malagueñas».

-¡Dentro de un mes! ¡Ay!, yo apuesto a que no. Dices eso por consolarme. Lo agradezco; pero, ¡ay!... Ya no brincaré más.

El tono de hondísima tristeza con que lo dijo enterneció a D. Lope, hombre valiente y de mucho corazón para otras cosas, pero que no servía para nada delante de un enfermo. El dolor físico en persona de su intimidad le ponía corazón de niño.

«Ea, no hay que acobardarse. Yo tengo confianza; tenla tú también. ¿Quieres más libros para distraerte? ¿Quieres dibujar? Pide por esa boca. ¿Tráigote comedias para que vayas estudiando tus papeles? (Tristana hacía signos negativos de cabeza.) Bueno, pues te traeré novelas bonitas o libros de Historia. Ya que has empezado a llenar tu cabeza de sabiduría, no te quedes a la mitad. A mí me da el corazón que has de ser una mujer extraordinaria. ¡Y yo tan bruto, que no comprendí desde el principio tus grandes facultades! No me lo perdonaré nunca».

-Todo perdonado -murmuró Tristana con señales de profundo aburrimiento.

-Y ahora, ¿comemos? ¿Tienes ganita? ¿Que no? Pues, hija, hay que hacer un esfuerzo. Ya que no otra cosa, el caldo y la copita de jerez. ¿Te chuparías una patita de gallina? ¿Que no? Pues no insisto... Ahora, si la egregia Saturna quiere darme algún alimento, se lo agradeceré. No tengo muchas ganas; pero me siento desfallecido y algo hay que echar al cuerpo miserable.

Fuese al comedor, y sin enterarse del contenido de los platos, pues sus pensamientos le abstraían completamente de todo lo externo, despachó sopa, un poco de carne y algo más. Con el último bocado entre los dientes volvió al lado de Tristana.

-¿Qué tal?... ¿Has tomado el caldito? Bien; me gusta que no hagas ascos a la comida. Ahora te daré tertulia hasta que te entre sueño. No salgo, por acompañarte... No, no te lo digo para que me lo agradezcas. Ya sé que en otros tiempos debí hacerlo y no lo hice. Es tarde, es tarde ya, y estos mimos resultan algo trasnochados. Pero no hablemos de eso; no me abochornes... Si te incomodo, me lo dices; si gustas de estar sola, me voy a mi cuarto.

-No, no. Estate aquí. Cuando me quedo sola pienso cosas malas.

-¿Cosas malas, vida mía? No desbarres. Tú no te has hecho cargo de lo mucho bueno y grande que te reserva tu destino. Un poquillo tarde he comprendido tu mérito; pero lo comprendo al fin. Reconozco que no soy digno ni del honor de darte mis consejos; pero te los doy, y tú los tomas o los dejas, según te acomode.

No era la primera vez que D. Lope le hablaba en este tono; y la señorita de Reluz, dicha sea la verdad, le oía gozosa, porque el marrullero galán sabía herirla en lo más sensible de su ser, adulando sus gustos y estimulando su soñadora fantasía. Hay que advertir, además, que algunos días antes de la escena que se refiere, el tirano dio a su víctima pruebas de increíble tolerancia. Escribía ella sus cartas sin moverse del sillón, sobre una tabla que para el caso le había preparado convenientemente Saturna. Una mañana, hallándose la joven en lo más recio de su ocupación epistolar, entró inesperadamente D. Lope, y como la viese esconder con precipitación papel y tintero, díjole con bondad risueña:

-No, no, mocosa, no te prives de escribir tus cartitas. Me voy para no estorbarte.

Pasmada oyó Tristana las gallardas expresiones que desmentían en un punto el carácter receloso y egoísta del viejo galán, y continuó escribiendo tan tranquila. En tanto, D. Lepe, metido en su cuarto y a solas con su conciencia, se despachó a su gusto consigo mismo en esta forma: «No, no puedo hacerla más desgraciada de lo que es... ¡Me da mucha pena, pero mucha pena... pobrecilla! Que en esta última temporada, hallándose sola, aburrida, encontrara por ahí a un mequetrefe y que este me la trastornara con cuatro palabras amorosas... Vamos... pase... No quiero hacer a ese danzante el honor de preocuparme de él... Bueno, bueno; que se aman, que se han hecho mil promesas estúpidas... Los jóvenes de hoy no saben enamorar; pero fácilmente le llenan la cabeza de viento a muchacha tan soñadora y exaltada como esta. De fijo que le ha ofrecido casarse, y ella se lo cree... Bien claro está que van y vienen cartitas... ¡Dios mío, las tonterías que se dirán!... Como si las leyera. Y matrimonio por arriba, matrimonio por abajo, el estribillo de siempre. Tanta imbecilidad me movería a risa si no se tratara de esta niña hechicera, mi último trofeo, y como el último, el más caro a mi corazón. ¡Vive Dios que si estúpidamente me la dejé quitar, ha de volver a mí; no para nada malo, bien lo sabe Dios, pues ya estoy mandado recoger, sino para tener el gusto de arrancársela al chisgarabís, quien quiera que sea, que me la birló, y probar que cuando el gran D. Lope se atufa, nadie puede con él! La querré como hija, la defenderé contra todos, contra las formas y especies varias de amor, ya sea con matrimonio, ya sin él... Y ahora, ¡por vida de...!, ahora me da la gana de ser su padre, y de guardarla para mí solo, para mí solo, pues aún pienso vivir muchos años, y si no me cuadra retenerla como mujer, la retendré como hija querida; pero que nadie la toque, ¡vive Dios!, nadie la mire siquiera».

El profundo egoísmo que estas ideas entrañaban fue expresado por el viejo galán con un resoplido de león, accidente muy suyo en los casos críticos de su vida. Fuese luego junto a Tristana, y con mansedumbre que parecía surgir de su ánimo sin ningún esfuerzo, le acarició las mejillas diciéndole: «Pobre alma mía, cálmate. Ha llegado la hora de la suprema indulgencia. Necesitas un padre amoroso, y lo tendrás en mí... Sé que has claudicado moralmente, antes de cojear con tu piernecita... No, no te apures, no te riño... Mía es la culpa; sí, a mí, sólo a mí, debo echarme los tiempos por ese devaneo tuyo, resultado de mi abandono, del olvido... Eres joven, bonita. ¿Qué extraño es que cuantos monigotes te ven en la calle te galanteen? ¿Qué extraño que entre tantos haya saltado uno, menos malo que los demás, y que te haya caído en gracia... y que creas en sus promesas tontas y te lances con él a proyectillos de felicidad que pronto se te vuelven humo?... Ea, no hablemos más de eso. Te lo perdono... Absolución total. Ya ves... quiero ser tu padre, y empiezo por...».

Trémula, recelosa deque tales declaraciones fueran astuto ardid para reducirla a confesar su secreto, y sintiendo más que nunca el misterioso despotismo que D. Lope ejercía sobre ella, la cautiva negó, balbuciendo excusas; pero el tirano, con increíble condescendencia, redobló sus ternuras y mimos paternales en estos términos: «Es inútil que niegues lo que declara tu turbación. No sé nada y lo sé todo. Ignoro y adivino. El corazón de la mujer no tiene secretos para mí. He visto mucho mundo. No te pregunto quién es el caballerito, ni me importa saberlo. Conozco la historia, que es de las más viejas, de las más adocenadas y vulgares del humano repertorio. El tal te habrá vuelto tarumba con esa ilusión cursi del matrimonio, buena para horteras y gente menuda. Te habrá hablado del altarito, de las bendiciones y de la vida chabacana y obscura, con sopa boba, criaturitas, ovillito de algodón, brasero, camillita y demás imbecilidades. Y si tú te tragas semejante anzuelo, haz cuenta que te pierdes, que echas a rodar tu porvenir y le das una bofetada a tu destino...».

-¡Mi destino! -exclamó Tristana, reanimándose; y sus ojos se llenaron de luz.

-Tu destino, sí. Has nacido para algo muy grande, que no podemos precisar aún. El matrimonio te zambulliría en la vulgaridad. Tú no puedes ni debes ser de nadie, sino de ti misma. Esa idea tuya de la honradez libre, consagrada a una profesión noble; esa idea que yo no supe apreciar antes y que al fin me ha conquistado, demuestra la profunda lógica de tu vocación, de tu ambición diré, si quieres. Ambicionas porque vales. Si tu voluntad se dilata, es porque tu entendimiento no cabe en ti... ¡Si esto no tiene vuelta de hoja, niña querida! (Adoptando un tonillo zumbón.) ¡Vaya, que a una mujer de tu temple salirle con la monserga de las tijeras y el dedalito, de la echadura de huevos, del amor de la lumbre, y del contigo pan y cebolla! Mucho cuidado, hija mía, mucho cuidado con esas seducciones para costureras y señoritas de medio pelo... Porque te pondrás buena de la pierna y serás una actriz tan extraordinaria, que no haya otra en el mundo. Y si no te cuadra ser comedianta, serás otra cosa, lo que quieras, lo que se te antoje... Yo no lo sé... tú misma lo ignoras aún; no sabemos más sino que tienes alas. ¿Hacia dónde volarás? ¡Ah!... si lo supiéramos, penetraríamos los misterios del destino, y eso no puede ser.