Tristana/Capítulo XIII
Capítulo XIII
Y desde aquel día ya no pasearon más.
Pasearon, sí, en el breve campo del estudio, desde el polo de lo ideal al de las realidades; recorrieron toda la esfera, desde lo humano a lo divino, sin poder determinar fácilmente la divisoria entre uno y otro, pues lo humano les parecía del Cielo y lo divino revestíase a sus ojos de carne mortal. Cuando su alegre embriaguez permitió a Tristana enterarse del medio en que pasaba tan dulces horas, una nueva aspiración se reveló a su espíritu, el arte, hasta entonces simplemente soñado por ella, ahora visto de cerca y comprendido. Encendieron su fantasía y embelesaron sus ojos las formas humanas o inanimadas que, traducidas de la Naturaleza, llenaban el estudio de su amante; y aunque antes de aquella ocasión había visto cuadros, nunca vio a tan corta distancia el natural del procedimiento. Y tocaba con su dedito la fresca pasta, creyendo apreciar mejor así los secretos de la obra pintada y sorprenderla en su misteriosa gestación. Después de ver trabajar a Díaz, se prendó más de aquel arte delicioso, que le parecía fácil en su procedimiento, y entráronle ganas de probar también su aptitud. Púsole él en la izquierda mano la paleta, el pincel en la derecha, y la incitó a copiar un trozo. Al principio, ¡ay!, entre risotadas y contorsiones, sólo pudo cubrir la tela de informes manchas; pero al segundo día, ¡caramba!, ya consiguió mezclar hábilmente dos o tres colores y ponerlos en su sitio y aun fundirlos con cierta destreza. ¡Qué risa! ¡Si resultaría que también ella era pintora! No le faltaban, no, disposiciones, porque la mano perdía de hora en hora su torpeza, y si la mano no la ayudaba, la mente iba muy altanera por delante, sabiendo cómo se hacía, aunque hacerlo no pudiera. Desalentada ante las dificultades del procedimiento, se impacientaba, y Horacio reía, diciéndole: «Pues ¿qué crees tú?, ¿que esto es cosa de juego?».
Quejábase amargamente de no haber tenido a su lado, en tanto tiempo, personas que supieran ver en ella una aptitud para algo, aplicándola al estudio de un arte cualquiera. «Ahora me parece a mí que si de niña me hubiesen enseñado el dibujo, hoy sabría yo pintar, y podría ganarme la vida y ser independiente con mi honrado trabajo. Pero mi pobre mamá no pensó más que en darme la educación insustancial de las niñas que aprenden para llevar un buen yerno a casa, a saber: un poco de piano, el indispensable barniz de francés, y qué sé yo... tonterías. ¡Si aun me hubiesen enseñado idiomas, para que, al quedarme sola y pobre, pudiera ser profesora de lenguas...! Luego, este hombre maldito me ha educado para la ociosidad y para su propio recreo, a la turca verdaderamente, hijo... Así es que me encuentro inútil de toda inutilidad. Ya ves, la pintura me encanta; siento vocación, facilidad. ¿Será inmodestia? No, dime que no; dame bombo, anímame... Pues si con voluntad, paciencia y una aplicación continua se vencieran las dificultades, yo las vencería, y sería pintora, y estudiaríamos juntos, y mis cuadros... ¡muérete de envidia!, dejarían tamañitos a los tuyos... ¡Ah, no, eso no; tú eres el rey de los pintores! No, no te enfades; lo eres, porque yo te lo digo. ¡Tengo un instinto...! Yo no sabré hacer las cosas, pero las sé juzgar».
Estos alientos de artista, estos arranques de mujer superior, encantaban al buen Díaz, el cual, a poco de aquellos íntimos tratos, empezó a notar que la enamorada joven se iba creciendo a los ojos de él y le empequeñecía. En verdad que esto le causaba sorpresa, y casi casi empezaba a contrariarle, porque había soñado en Tristana la mujer subordinada al hombre en inteligencia y en voluntad, la esposa que vive de la savia moral e intelectual del esposo, y que con los ojos y con el corazón de él ve y siente. Pero resultaba que la niña discurría por cuenta propia, lanzándose a los espacios libres del pensamiento, y demostraba las aspiraciones más audaces. «Mira, hijo de mi alma -le decía en aquellas divagaciones deliciosas que les columpiaban desde los transportes del amor a los problemas más graves de la vida-, yo te quiero con toda mi alma; segura estoy de no poder vivir sin ti. Toda mujer aspira a casarse con el hombre que ama; yo, no. Según las reglas de la sociedad, estoy ya imposibilitada de casarme. No podría hacerlo, ni aun contigo, con la frente bien alzada, pues por muy bueno que conmigo fueras, siempre tendría ante ti cierto resquemor de haberte dado menos de lo que mereces, y temería que tarde o temprano, en un momento de mal humor o de cansancio, me dijeras que habías tenido que cerrar los ojos para ser mi marido... No, no. ¿Será esto orgullo, o qué será? Yo te quiero y te querré siempre; pero deseo ser libre. Por eso ambiciono un medio de vivir; cosa difícil, ¿verdad? Saturna me pone en solfa, y dice que no hay más que tres carreras para las mujeres: el matrimonio, el teatro y... Ninguna de las tres me hace gracia. Buscaremos otra. Pero yo pregunto: ¿es locura poseer un arte, cultivarlo y vivir de él? ¿Tan poco entiendo del mundo que tengo por posible lo imposible? Explícamelo tú, que sabes más que yo».
Y Horacio, apuradísimo, después de muchos rodeos, concluía por hacer suya la afirmación de Saturna.
«Pero tú -agregaba-, eres una mujer excepcional, y esa regla no va contigo. Tú, encontrarás la fórmula, tú resolverás quizá el problema endiablado de la mujer libre...».
-Y honrada, se entiende, porque también te digo que no creo faltar a la honradez queriéndote, ya vivamos o no juntos... Vas a decirme que he perdido toda idea de moralidad.
-No, por Dios. Yo creo...
-Soy muy mala yo. ¿No lo habías conocido? Confiésame que te has asustado un poquitín al oírme lo último que te he dicho. Hace tiempo, mucho tiempo, que sueño con esta libertad honrada; y desde que te quiero, como se me ha despertado la inteligencia, y me veo sorprendida por rachas de saber que me entran en el magín, lo mismo que el viento por una puerta mal cerrada, veo muy claro eso de la honradez libre. Pienso en esto a todas horas, pensando en ti, y no ceso de echar pestes contra los que no supieron enseñarme un arte, siquiera un oficio, porque si me hubieran puesto a ribetear zapatos, a estas horas sería yo una buena oficiala, y quizás maestra. Pero aún soy joven. ¿No te parece a ti que soy joven? Veo que pones carita burlona. Eso quiere decir que soy joven para el amor, pero que tengo los huesos duros para aprender un arte. Pues mira, me rejuveneceré; me quitaré años; volveré a la infancia, y mi aplicación suplirá el tiempo perdido. Una voluntad firme lo vence todo, ¿no lo crees tú así?
Subyugado por tanta firmeza, Horacio se mostraba más amante cada día, reforzando el amor con la admiración. Al contacto de la fantasía exuberante de ella, despertáronse en él poderosas energías de la mente; el ciclo de sus ideas se agrandó, y comunicándose de uno a otro el poderoso estímulo de sentir fuerte y pensar hondo, llegaron a un altísimo grado de tempestuosa embriaguez de los sentidos, con relámpagos de atrevidas utopías eróticas y sociales. Filosofaban con peregrino desenfado entre delirantes ternuras, y, vencidos del cansancio, divagaban lánguidamente hasta perder el aliento. Callaban las bocas, y los espíritus seguían aleteando por el espacio.
En tanto, nada digno de referirse ocurría en las relaciones de Tristana con su señor, el cual había tomado una actitud observadora y expectante, mostrándose con ella muy atento, mas no cariñoso. Veíala entrar tarde algunas noches, y atentamente la observaba; mas no la reprendía, adivinando que, al menor choque, la esclava sabría mostrar intenciones de no serlo. Algunas noches charlaron de diversos asuntos, esquivando D. Lope, con fría táctica, el tratar del idilio; y tal viveza de espíritu mostraba la niña, de tal modo se transfiguraba su nacarado rostro de dama japonesa al reflejar en sus negros ojos la inteligencia soberana, que D. Lope, refrenando sus ganas de comérsela a besos, se llenaba de melancolía, diciendo para su sayo: «Le ha salido talento... Sin duda ama».
No pocas veces la sorprendió en el comedor, a horas desusadas, bajo el foco luminoso de la lámpara colgante, dibujando el contorno de alguna figura en grabado o copiando cualquier objeto de los que en la estancia había. «Bien, bien -le dijo a la tercera o cuarta vez que la encontró en semejante afán-. Adelantas, hija, adelantas. De anteanoche acá noto una gran diferencia».
Y encerrándose en su alcoba con sus melancolías, el pobre galán decadente exclamaba, dando un puñetazo sobre la mesa: «Otro dato. El tal es pintor».
Pero no quería meterse en averiguaciones directas, por creerlas ofensivas a su decoro e impropias de su nunca profanada caballerosidad. Una tarde, no obstante, en la plataforma del tranvía, charlando con uno de los cobradores, que era su amigo, le preguntó: «Pepe, ¿hay por aquí algún estudio de pintor?».
Precisamente en aquel instante pasaban frente a la calle transversal, formada por edificios nuevos de pobretería, destacándose entre ellos una casona de ladrillo al descubierto, grande y de provecho, rematada en una especie de estufa, como taller de fotógrafo o de artista. «Allí -dijo el cobrador- tenemos al señor de Díaz, retratista al óleo...».
-¡Ah!, sí, le conozco -replicó D. Lope-. Ese que...
-Ese que va y viene por mañana y tarde. No duerme aquí. ¡Guapo chico!
-Sí, ya sé... Moreno, chiquitín.
-No, es alto.
-Alto, sí; pero un poco cargado de espaldas.
-No, garboso.
-Justo, con melenas...
-Si lleva el pelo al rape.
-Se lo habrá cortado ahora. Parece de esos italianos que tocan el arpa.
-No sé si toca el arpa. Pero es muy aplicado a los pinceles. A un compañero nuestro le llevó de modelo para apóstol... Crea usted que le sacó hablando.
-Pues yo pensé que pintaba paisajes.
-También... y caballerías... Flores retrata que parecen vivas; frutas bien maduras, y codornices muertas. De todo propiamente. Y las mujeres en cueros que tiene en el estudio le ponen a uno encandilado.
-¿También niñas desnudas?
-O a medio vestir, con una tela que tapa y no tapa. Suba y véalo todo, D. Lope. Es buen chico ese D. Horacio, y le recibirá bien.
-Yo estoy curado de espanto, Pepe. No sé admirar esas hembras pintadas. Me han gustado siempre más las vivas. Vaya... con Dios.