Tristana/Capítulo VI

V
VII

Capítulo VI

-¿Pues en qué quieres que piense, en cosas alegres? Dime dónde están, dímelo pronto.

Para amenizar la conversación, Saturna echaba mano prontamente de cualquier asunto jovial, sacando a relucir anécdotas y chismes de la gárrula sociedad que las rodeaba. Algunas noches se entretenían en poner en solfa a D. Lope, el cual, al verse en tan gran decadencia, desmintió los hábitos espléndidos de toda su vida, volviéndose algo roñoso. Apremiado por la creciente penuria, regateaba los míseros gastos de la casa, educándose, ¡a buenas horas!, en la administración doméstica, tan disconforme con su caballería. Minucioso y cominero, intervenía en cosas que antes estimaba impropias de su decoro señoril, y gastaba un genio y unos refunfuños que le desfiguraban más que los hondos surcos de la cara y el blanquear del cabello. Pues de estas miserias, de estas prosas trasnochadas de la vida del D. Juan caído sacaban las dos hembras materia para reírse y pasar el rato. Lo gracioso del caso era que, como D. Lope ignoraba en absoluto la economía doméstica, mientras más se las echaba de financiero y de buen mayordomo, más fácilmente le engañaba Saturna, consumada maestra en sisas y otras artimañas de cocinera y compradora.

Con Tristana fue siempre el caballero todo lo generoso que su pobreza cada vez mayor le permitía. Iniciada con tristísimos caracteres la escasez, en el costoso renglón de ropa fue donde primero se sintió el doloroso recorte de las economías; pero D. Lope sacrificó su presunción a la de su esclava, sacrificio no flojo en hombre tan devoto admirador de sí mismo. Llegó día en que la escasez mostró toda la fealdad seca de su cara de muerte, y ambos quedaron iguales en lo anticuado y traído de la ropa. La pobre niña se quemaba las cejas, haciendo con sus trapitos, ayudada de Saturna, mil refundiciones que eran un primor de habilidad y paciencia. En los fugaces tiempos que bien podríamos llamar felices o dorados, Garrido la llevaba al teatro alguna vez; mas la necesidad, con su cara de hereje, decretó al fin la absoluta supresión de todo espectáculo público. Los horizontes de la vida se cerraban y ennegrecían cada día más delante de la señorita de Reluz, y aquel hogar desapacible, frío de afectos, pobre, vacío en absoluto de ocupaciones gratas, le abrumaba el espíritu. Porque la casa, en la cual lucían restos de instalaciones que fueron lujosas, se iba poniendo de lo más feo y triste que es posible imaginar: todo anunciaba penuria y decaimiento: nada de lo roto o deteriorado se componía ni se reparaba. En la salita desconcertada y glacial sólo quedaba, entre trastos feísimos, un bargueño estropeado por las mudanzas, en el cual tenía D. Lope su archivo galante. En las paredes veíanse los clavos de donde pendieron las panoplias. En el gabinete observábase hacinamiento de cosas que debieron de tener hueco en local más grande, y en el comedor no había más mueble que la mesa, y unas sillas cojas con el cuero desgarrado y sucio. La cama de D. Lope, de madera con columnas y pabellón airoso, imponía por su corpulencia monumental; pero las cortinas de damasco azul no podían ya con más desgarrones. El cuarto de Tristana, inmediato al de su dueño, era lo menos marcado por el sello del desastre, gracias al exquisito esmero con que ella defendía su ajuar de la descomposición y de la miseria.

Y si la casa declaraba, con el expresivo lenguaje de las cosas, la irremediable decadencia de la caballería sedentaria, la persona del galán iba siendo rápidamente imagen lastimosa de lo fugaz y vano de las glorias humanas. El desaliento, la tristeza de su ruina, debían de influir no poco en el bajón del menesteroso caballero, ahondando las arrugas de sus sienes mas que los años, y más que el ajetreo que desde los veinte se traía. Su cabello, que a los cuarenta empezó a blanquear, se había conservado espeso y fuerte; pero ya se le caían mechones, que él habría repuesto en su sitio si hubiera alguna alquimia que lo consintiese. La dentadura se le conservaba bien en la parte más visible; pero sus hasta entonces admirables muelas empezaban a insubordinarse, negándose a masticar bien, o rompiéndosele en pedazos, cual si unas a otras se mordieran. El rostro de soldado de Flandes iba perdiendo sus líneas severas, y el cuerpo no podía conservar su esbeltez de antaño sin el auxilio de una férrea voluntad. Dentro de casa la voluntad se rendía, reservando sus esfuerzos para la calle, paseos y casino.

Comúnmente, si al entrar de noche encontraba despiertas a las dos mujeres, echaba un parrafito con ellas, corto con Saturna, a quien mandaba que se acostara, largo con Tristana. Pero llegó un tiempo en que casi siempre entraba silencioso y de mal talante, y se metía en su cuarto, donde la cautiva infeliz tenía que oír y soportar sus clamores por la tos persistente, por el dolor reumático o la sofocación del pecho. Renegaba D. Lope y ponía el grito en el cielo, cual si creyese que Naturaleza no tenía ningún derecho a hacerle padecer, o si se considerara mortal predilecto, relevado de las miserias que afligen a la humanidad. Y para colmo de desdichas, veíase precisado a dormir con la cabeza envuelta en un feo pañuelo, y su alcoba apestaba de los menjurjes que usar solía para el reuma o el romadizo.

Pero estas menudencias, que herían a don Lope en lo más vivo de su presunción, no afectaban a Tristana tanto como las fastidiosas mañas que iba sacando el pobre señor, pues al derrumbarse tan lastimosamente en lo físico y en lo moral dio en la flor de tener celos. El que jamás concedió a ningún nacido los honores de la rivalidad, al sentir en sí la vejez del león se llenaba de inquietudes y veía salteadores y enemigos en su propia sombra. Reconociéndose caduco, el egoísmo le devoraba, como una lepra senil, y la idea de que la pobre joven le comparase, aunque sólo mentalmente, con soñados ejemplares de belleza y juventud, le acibaraba la vida. Su buen juicio, la verdad sea dicha, no le abandonaba enteramente, y en sus ratos lúcidos, que por lo común eran por la mañana, reconocía toda la importunidad y sinrazón de su proceder y procuraba adormecer a la cautiva con palabras de cariño y confianza.

Poco duraban estas paces, porque al llegar la noche, cuando el viejo y la niña se quedaban solos, recobraba el primero su egoísmo semítico, sometiéndola a interrogatorios humillantes, y una vez, exaltado por aquel suplicio en que le ponía la desproporción alarmante entre su flacidez enfermiza y la lozanía de Tristana, llegó a decirle: «Si te sorprendo en algún mal paso, te mato, cree que te mato. Prefiero terminar trágicamente a ser ridículo en mi decadencia. Encomiéndate a Dios antes de faltarme. Porque yo lo sé, lo sé; para mí no hay secretos; poseo un saber infinito de estas cosas y una experiencia y un olfato... que no es posible pegármela, no es posible».