Trato hecho
de Arturo Reyes


Antonio el Moreno se dirigió a la mesa junto a la cual estaba el Pelirrojo, y sentándose junto a éste, no sin antes golpearle afectuosamente con una mano en el hombro, exclamó, dirigiéndose al mozo de «Los Leones», que, reclinado contra una de las cuarterolas y con los brazos cruzados sobre el pecho, entreteníase en silbar uno de los tangos más en boga:

-A ver, tú, Isidoro, café pa mí y unas copas de veneno pa la compaña.

El Pelirrojo permaneció, grave y circunspecto, sin abrir los labios, como era en él casi sistema, y sólo cuando Isidoro hubo colocado delante de él los nuevos cortados de aguardiente, dignóse preguntar, con voz campanuda, al recién llegado:

-Qué, ¿cerraste por fin el trato con el de Osuna?

-Ca, señó Curro; pos no está ese gachó mu dequivocaíllo, camará. Usté supóngase que, el mu alma mía, se me ha dejao caer ofreciédome por los seis muletos y los dos potros dos mil pesetas, cuando las dos mil pesetas, como usté sabe mu requetebién, lo valen na más que el pasarle las manos por las ancas.

-Sí, que los bichos valen lo suyo -dijo el señor Curro, con acento reposado-, y yo creo que el hombre subirá la tara y arrematará por llevárselos. Pero es que como está tan a gusto aquí, pos es natural, ese tira y afloja que se trae contigo le sirve al hombre de pretexto pa no izar el ancla de esta badía.

-¿Y él qué interés tiée en no izar el ancla de esta badía?

-¡Pos ni que tú vivieras en la luna! Pos si toíto er mundo sabe que el gachó está una miajita ilusionao por la Lucesita, la novia de tu compadre, Antonio el Tarambana.

-¿Por la novia del Tarambana? -exclamó, mirando lleno de inquietud al Pelirrojo, el Moreno.

-Por la misma, y lo más peor no es que él esté por ella una miajita ilusionao, sino que, según parece, a ella no le pone él tampoco la boca amarga, y pa mí que si el de Osuna no agüeca pronto el ala de aqui, va a tener tu compadre que tomar la mar de zarzaparrilla de Bristo.

Cuando una hora después penetró en su casa el Moreno, iba con el entrecejo fruncido y la cara para que nadie intentara pedirle un favor.

-¿Qué es lo que te ha pasao a ti, so mal ange, que traes una cara que ni pintipará pa que yo pía el divorcio? -le preguntó su mujer, la cual, con las mangas arremangadas y dejando ver, por tanto, desnudos sus brazos redondos, y tan nítidos que dejaban transparentar las azules venas; y sus pies, de indiscutible abolengo andaluz, empleábase en tender la ropa, recién lavada, que iba sacando de una canasta.

Antonio el Moreno, que al penetrar en el patio lo primero que había hecho había sido quedarse en mangas de camisa y sentarse en una vieja mecedora, no se dignó contestar a la pregunta de su bizarrísima consorte, y, durante algunos minutos, permanecieron ambos silenciosos.

El patio presentaba un risueño golpe de vista con sus bien cuidados arriates, que la mano de Mariquita cuidábase de limpiar de hojas secas y de flores mustias, y que sus desvelos habían convertido en reducidos verjeles, en que imperaban las notas de rubíes de los geranios y las no menos purpurinas de los claveles de bengala; un a modo de tapiz de enredaderas vestía la parte más ruinosa del muro, donde ponían una nota de intensa poesía las azules campanillas; un carambuco lucía, en uno de los extremos, sus áureos botones, y en otro, un jazmín lucía sus flores perfumadas; en el centro del patio, y sobre el carcomido brocal del pozo, goteaba el cubo, pendiente de una garrucha, y junto al brocal, sobre un tenderete de pino, el enorme lebrillo de lavar, aún lleno de jabonosas y espumeantes aguas, hablaba elocuentemente de la índole pulcra y hacendosa de Mariquita.

-¿Conque no se puée saber -preguntó ésta- qué malita yerba ha sío la que ha pisao hoy el hombre más pelmazo y más guasón que ha puesto un divé en este valle de lágrimas?

Sonrió Antonio, y como ya sentía hervirle en el corazón lo que tanto le preocupaba, y como no se sentía nunca a gusto hasta confiar cuanto pensaba y sentía a su compañera,

-Cállate tú, chiquilla -exclamó con acento malhumorado-, que acaba de decirme una cosa el señor Juan el Pelirrojo que me ha puesto la boca más amarga que la tuera.

¿Y qué ha sío lo que te ha dicho esa carretá de años y de güesos y de malas intenciones?

-Pos lo que me ha dicho ha sío... Tú sabes mu bien lo que yo quiero a mi compadre, Antoñico el Tarambana.

-Vaya si lo sé; pregúntamelo a mí, que cuasi tuve que peirle por la Pastora Divina que no me pusiera chinitas en el camino, cuando tuve el mal gusto de consentir en ser yo la que te lavara y la que te zurciera toas tus prendas interiores.

-Y tú sabes -continuó el Moreno, sin parar mientes en las palabras de su mujer -que si Antonio ha dío a Córdoba no ha sio más sino porque yo se lo peí por favor, pa que me arreglara una chapuza que yo tenía por arreglar con los Mellizos de Tebas.

-¿Pos no lo he de saber, qué gracioso que eres tú; no lo he de saber, si me jiciste que te emprestara los cuatro chavicos que tenía yo arrejuntaos pa pagarle a tu compadre el viaje, porque aquel día estabas tú con más boqueras que un mirlo?

-Y que de eso te puées tú quejar, salero, cuando eres peor que nadie pa las gabelas.

-¿Y el peligro que corro yo de que no me pagues? ¿No ves tú que si te cito a juicio no me va a querer servir el Juzgao?

-Güeno, dejemos eso y vamos a lo que más interesa, o sea, a lo de mi compadre, al que me parece que le voy a poner un parte pa que se venga enseguía.

-Pero ¿eso por qué?

-Pos por una razón mu sencilla; porque, según me acaba de decir el señor Juan, Pedro el de Osuna, el que ha venío a ver si puée arrecoger los seis muletos y los dos potranquillos, anda dándole coba a la Lucesita, y como la Lucesita, sin ser mala, le gusta más el chufleo con los hombres que a ti mirarte en los ojos e mi cara...

-Josús, María y José, ya ves, por tu causa me he costipao.

-Pos bien: conforme te diba diciendo, como si mi compadre ha dío a Córdoba, ha dío por mo de mí, pos es naturá, estoy que me ajogo con un soplío.

-¿Y qué curpa tiées tú que a la Lucesita le guste más que el turrón que la miren y la chufleen?

-Sí, pero es que yo sé que mi compadre está más loco que un cencerro por la Luz, y si viée y se trompieza con que el de Osuna le jace musarañas a su jembra, es mu posible que al hombre le dé la picá, y ya sabes tú lo que es el compadre cuando le da la picá, que dos picás que le han dao en su vía, una le costó estar tres meses y pico en el hospital y la otra una temporá en el Peñón de la Gomera.

-¿Y qué quiées tú jacerle, qué curpa tiées tú de to eso, si es que pasa?

-Es que si mi compadre no hubiera dío por mo de mí a Córdoba, no hubiera pasao naíta; porque como la Luz, a pesar de to, a quien bien quiere es a mi compadre y, además, le teme más que a una espá esnúa, pos, ¡como si lo viera!, al primer guiño del de Osuna le hubiera güerto la espalda, y se acabó mi cuento.

-Sí, en eso tiées razón -murmuró, pensativa, Mariquita, y tras algunos momentos de meditación,

-Vamos a ver -preguntó maliciosamente a su marido-: ¿qué te costaron a ti los seis muletos y los dos potranquillos?

-¿Y qué tiée que ver eso con lo que yo digo?

-Vamos a ver, tú contéstame a lo que yo te pregunto.

-Pos bien: a mí, entre lo que me costaron y lo que se ha arrimao, me vienen a estar..., me vienen a estar...

Y, tras echar cuentas durante algunos instantes de modo mental, el Moreno continuó:

-Pos bien: entre unas cosas y otras y chispa más o chispa menos, a mí me vendrán a estar en unos seis mil reales mal contaos.

-¿Y cuánto te ha ofrecido a ti por ellos el de Osuna?

-Pos a lo más que ha llegao a subir ha sío a dos mil tordas y la convidá.

-¿Y tú cuánto quieres sacar más de eso?

-Yo menos, pero que un peazo menos de lo que valen. Tú suponte que lo que yo quiero que me den es diez mil quinientos reales.

-¿Y dices tú que el de Osuna no ha vinío aquí más que a cerrar este trato?

-Como que si ha vinío no ha sío más que porque yo le aconsejé que viniera.

-Es decir, que en cuantito cierre el trato el hombre y arrecoja los bichos, ya puée el gachó estar saliendo de estampía, ¿no es asín?

-Eso creo yo.

-Pos, hijo, premíteme que te diga que hay días que te alevantas con los cinco sentíos jechaos en espíritu de vino. Si el de Osuna se va en cuantito cierre el trato; si lo que hay entre él y la Lucesita no es más que cuatro pamplinas y cuatro quiebros de cintura; si tú estimas tantísimo a tu compadre; si tu compadre ha dío a Córdoba por mo de ti; si tú temes que si se entera del pamplineo de Luz con el otro puée el hombre buscarse una esaborición; si a ti los bichos te están en seis mil reales mal contaos y el de Osuna te ofrece ocho mil, una de dos, u eso del apego a tu compadre es pura guayaba, u hay días en que habría que ponerte una iluminación en la mollera.

-Pero ¿a qué viée to eso? -preguntó a Mariquita mirándola con los párpados entornados el Moreno.

-Pos viée a que no sé yo porqué has de apurarte tantísimo. Y si no, ¿quiées tú saber lo que yo jaría en tu lugar?

-Pos de juro que quisiera yo saberlo.

-¿Y qué me vas a dar porque yo te lo diga?

-Según sea lo que tú me digas.

-Pos suponte tú que yo te digo lo que yo jaría en tu lugar, y que tú lo jaces y te queas tan contento y con la frente más lisa que la palma de la mano, y con la cabeza libre de tantas cavilaciones.

-En ese caso..., chavó, en ese caso yo te daría..., yo te daría...

-Vamos a ver, ¿qué sería lo que tú me darías?

-Pos yo te daría cien mil millones de besos de los de chipé, y tos ellos en la boca.

-A mí me dejas tú de besos, que es mucha la cosecha que tengo yo de eso to el año. Lo que yo necesito son parneses u cosa que lo parezca.

-Vaya, güeno; pos te daré el mantón que vende la señá Dolore la Garabito.

-¡Olé por mi San Antonio! -gritó repiqueteando los dedos como crótalos Mariquita la Clavelera, y después

-Pos mira -dijo al Moreno-, lo que yo haría en tu lugar sería llamar o buscar enseguiita al de Osuna y decirle: «Mire usté, mozo güeno, como usté ha vinío a Málaga por mo de mí y se ha metío usté en gastos y yo soy hombre de consencia, yo le doy a usté los seis machos y los dos potrancos en las dos mil púas del ala, pero se los doy a usté con la condición de que se vaya usté enseguiita y se lleve usté mismo los bichos». Y como el de Osuna lo que se trae con la Luz no es más que un tonteo, pos el gachó trinca los bichos, se larga tan campante a Córdoba, y aquí no ha pasao na, pero que naíta que ha pasao.

Antonio se quedó mirando como entontecido a Mariquita, y

-Pero eso ¿cómo no se me ha ocurrío a mí? -exclamó lleno de asombro-. ¡Si eso no vale el mantón que te he prometío! ¡Si eso se le ocurre a un tapón de corcho, a un puñao de virutas, a un rancho de calamares! Si eso no es na, si eso no vale na, si eso es como dicir Jesús cuando se estornúa.

Mariquita miró con expresión de cómica indignación al que de modo tan cruel recompensaba su feminil clarividencia, y

-Pos eso no quiée dicir más, sino que tú chanelas menos que un tapón y que un puñao de virutas y que un rancho de calamares, y como yo no tengo la curpa de na de eso, a mí me tiées tú que mercar el mantón de la señá Lola Garabito.

-Si, mujer, sí -se apresuró a decir el Moreno-; te lo compraré, ya lo creo que te lo compraré, ¿qué culpa tiées tú de que yo sea tan bruto? ¡Por vía e la Malena! Ahora mismito me voy a buscar al de Osuna.

Y aquella tarde, cuando ya dado fin a los cuotidianos quehaceres, penetró de nuevo en su hogar Antonio el Moreno, exclamó sonriente y dirigiéndose a su mujer, que, graciosamente acicalada, tocado de flores el magnífico cabello, le esperaba cosiendo sentada junto a la puerta del patio, en el que el sol muriente ponía sus últimas claridades:

-Dicho y jecho, camará. Dicho y jecho, y toma y guarda en la gabeta esos parneses.

Y al decir esto arrojaba algunos billetes de Banco en la falda a su mujer, que le preguntó sonriendo:

-¿Y qué, se va mañana, por fin, ese arma mía?

-Mañana mismo se va, gracias a Dios y a tu boquita de grana.

-Pa que aluego presuma la Luz con los tonteos del de Osuna. Y ya ves tú si puée tontear, cuando no ha valío pa él tan siquiera ni dos mil quinientos riales.

Y con razón, con sobradísima razón habíale contestado aquella tarde a su marido Mariquita la Clavelera cuando aquél le ofreciera cien mil millones de besos en pago de sus consejos, que de besos tenía ella siempre más que sobradísima cosecha.