Tratado de la pintura/XXVIII
§ XXVIII.
editarToda figura se debe poner de modo que solo reciba aquella luz que debe tener en la composición que se haya inventado: de suerte, que si la figura se ha de colocar en el campo, deberá estar rodeada de mucha luz, no estando el sol descubierto, pues entonces serán las sombras mucho mas oscuras respecto á las partes iluminadas, y también muy decididas tanto las primitivas como las derivativas, sin que casi participen de luz; pues por aquella parte ilumina el color azul del aire, y lo comunica á todo lo que encuentra. Esto se ve claramente en los cuerpos blancos, en donde la parte iluminada por el sol aparece del mismo color del sol, y mucho mas al tiempo del ocaso en las nubes que hay por aquella parte, que se advierten iluminadas con el color de quien las ilumina; y entonces el rosicler de las nubes, junto con el del sol, imprime el mismo color arrebolado en los objetos que embiste, quedando la parte á quien no tocan del color del aire; de modo que á la vista parecen dichos cuerpos de dos colores diferentes. Todo esto, pues, debe el Pintor representar cuando suponga la misma causa de luz y sombra, pues de otro modo sería falsa la operación. Si la figura se coloca en una casa oscura, y se ha de mirar desde afuera, tendrá la tal figura todas sus sombras muy deshechas, mirándola por la línea de la luz, y hará un efecto tan agradable, que dará honor al que la imite, porque quedará con grande relieve, y toda la masa de la sombra sumamente dulce y pastosa, especialmente en aquellas partes en donde se advierte menos oscuridad en la habitación, porque alli son las sombras casi insensibles; y la razón de ello se dirá mas adelante.[1]