​Traspaso​ de Emilia Pardo Bazán

Con gran asombro vieron las comadres del barrio, una mañana, aparecer en la tienda de aceite y vinagre del «señor Leterio» un choto como de dos años, gordo y feo -la verdad ha de decirse-, que jugaba a gatas, más sucio que un polvero, riendo y gorjeando.

No tenía el señor Leterio ni mujer, ni hermanos, ni por dónde le viniesen críos; pasábase la vida en su mezquino comercio, lidiando con la miseria, fiando a réditos y leyendo los periódicos locales, de la cruz a la fecha -como leería los del Japón, pues nunca bajaba a la ciudad ni salía de su cubil, que guardaba hasta el domingo, por miedo a ser robado-. No se podía sospechar, en su existencia de molusco, desliz sentimental, aventura o trapicheo. ¿De dónde salía el chiquitín?

No hay picazón tan fuerte como la curiosidad de una comadre.

La mercera de al lado, Marica del Peine, llamada así tal vez porque no se peinaba nunca, ardió en este fuego y se prometió extinguirlo. Abandonó sus carretes de algodón y sus papeles de agujas comidas de orín, y se metió en la casa del vecino, a pretexto de pedirle prestado un papel de los del día, «para saber lo que anda por el mundo». Y al tenderle el especiero el número de Nautiliense, todo arrugado y oliendo ya a cominos, la mujeruca suspiró de un modo adulador:

-¡Ay, qué presioso es el pequeñito! -y señalaba hacia el chico, que, tiznado de carbón y churretoso de mil cosas indefinibles, jugaba con una caja de fósforos vacía y una lata de sardinas pringosa-. ¡Parese una rosita, labado sea Dios! Luego, ¿es su sobrino?

-¿Sobrino? -refunfuñó el tendero-. ¡Si yo no tengo familia! No es nada mío. Lo tengo ahí..., pchs..., por hacer una caridá.

Repitió esta versión la del Peine, pero la noticia halló sólo incrédulos.

¡Por caridá, el señor Leterio! ¡Mismamente! ¡Caridá! ¿Conque por el valor de una perra pequeña que le debiesen era capaz de poner en vergüenza a una persona honrada..., y había de darle la tarantela de recoger a un niño, de limosna? ¿Y cómo, y cuándo, y dónde había recogido tal criatura, si primero echaría a andar sola la Peña del Purgatorio, con todas sus piñas de percebes encima, que el tendero abandonase su tienda ni para oír misa? ¡Arrea con la caridá!

Confirmó el escepticismo de la gente el relato de un pescador, hijo del barrio, que había estado ausente bastantes días, a bordo del vapor, en la pesca de altura. Refirió éste que la noche de su embarque, al salir de su casa, vio a un hombre, envuelto en una capa vieja y llevando de la mano a un niño pequeño, entrar en la tienda, cuya puerta se cerró tras él. Cosa de una hora después volvió a abrirse y salió solo el hombre. Concordando fechas, se vino a caer en que el niño era el mismo que conducía el misterioso individuo de la raída capa. Y ¡ahora sí que se armó revuelo! ¡El muñeco, sabe Dios de quién sería hijo! ¡De una señorona, vaya, que lo quería esconder! ¡De un personaje de Madrid! Y en torno del chicuelo de rotos calzones se formó una leyenda. No, aquello no era caridá. Para que el señor Leterio se determinase a mantener una boca..., su cuenta le tendría.

Confirmando las habladurías del barrio, a los dos o tres años la tienda sórdida se transformó. El especiero compró la casa, y a renglón seguido otras dos más, contiguas -entre ellas la de Marica la del Peine-, y se metió en el fregado de hacer de las tres una, por el estilo de las que empezaban a hermosear el Ensanche. Mientras la especiería se instalaba en una barraca, el tendero dirigió la obra, con el chico, Pedrete, rodando entre mezcla y escombros, a sus pies. Terminada la edificación a la malicia, la tienda fue asombro de la vecindad. El amplio vidrio del escaparate, las anaquelerías, el mostrador barnizado, las balanzas relucientes, deslumbraron al comadrío. Aquella tienda lucida acabó con los demás. El especiero tomó un dependiente, mocetón de recia nuca, que atrajo a las criadas de los barrios ricos con galanterías que olían a nuez moscada y queso de Flandes. Y el señor Leterio pudo por primera vez darse el lujo de salir a paseo algunos ratos. Bruscamente dijo a Pedrete, que contaría sus cinco a seis años ya:

-Ponte las botas nuevas, coge la gorra... ¡Lístate!

Se esparcieron por la ciudad, admiraron los adelantos de las obras del puerto, la draga, el asfaltado..., y todas las tardes, mientras el dependiente, a aquella hora en que no acude clientela, ponía orden en la abacería, volvieron a salir juntos el hosco viejo y el rollizo choto. Por costumbre, éste llamaba al tendero «papá». Y el tendero, al referirse a él, decía «mi hijo». Sobrevinieron enfermedades. A los nueve años el chico sufrió las viruelas. Don Leterio -ya era don- fue visto con la cara demudada un día que no daba esperanzas el médico. Sanó Pedrete, y al año siguiente cayó el tendero con un ataque cruel de nefritis. El niño no se apartó de su cama. Parecía una persona grande. Él mismo daba las friegas, aplicaba los remedios. Al convalecer el especiero, Pedrete era un semihombrecito, espigado, flaco, en la crisis del crecimiento, que les consume. Don Leterio le llevó al campo un par de meses. Volvieron ambos saludables, alegres, y el pequeño empezó a ayudar al dependiente en la tienda -a pesar, a envolver-. Venía más aseado, medrado, con los ojos muy grandes, las pestañas muy densas y la cabeza ensortijada y limpia, y un día don Leterio se dejó decir a las comadres:

-¿No se ha vuelto guapo mi hijo?

Aquella misma tarde fondeó en el puerto el vapor Potosí, y, a boca de noche, un señor amarillento, con el pelaje inconfundible de los indianos serios, ropa de rico paño negro y leontina gruesa de oro, se acercó a la tienda; la contempló un momento con sorpresa e interés, por los cambios que en ella advertía, y al fin entró, preguntando:

-¿Está el principal?

El dependiente le guió al piso alto y le introdujo en una sala decente. Don Leterio saltó de la butaca... Se miraron, y después se dieron un abrazo mecánico, de fórmula. Al ver el indiano la cara consternada del tendero, sonrió:

-No tengas miedo, hombre, que no te reclamaré los cuartos que vengo remitiéndote anualmente; eso ha sido para que estuviese bien tratado Pedro. Los dineros, tuyos son. Muy bonita está la tienda: ¡a la moda! Que la disfrutes con salud... Y llama a Pedro, que estoy deseando verle. ¿Será un mocito? Ahora me lo llevo conmigo, compadre, porque no es lo de antes, que me estorbaba para abrirme paso... Tiene él que hacerse a mis asuntos y educarse un poco en Inglaterra. ¡Ea, llámale!...

Desencajado, temblón, el tendero juntó las manos en súplica ardiente.

-Oye, compadre, un negocio... Te volveré lo que me adelantaste, todo, sin faltar un real... Tengo algún crédito en la plaza, y de aquí a dos días estará la suma. Tú, en cambio, ¡déjame el niño!

-¿Cómo se entiende? ¡Por el niño he venido y no por los cuartos! ¡Pues me gusta!

-¡Y yo quiero el niño! -replicó Leterio, ya envalentonado-. Te largaste, me lo dejaste... Es mío, no tuyo.

-¡Vaya con la tema! ¿Iba yo a desprenderme de mi hijo? Lo primero, le quiero ver... ¡Pedro! ¡Pedrete! El niño se presentó, saliendo de detrás de una cortina del cuarto inmediato. ¿Sin duda escuchaba?...

-¡Un beso, que soy tu padre! -exclamó el indiano, vehemente.

La respuesta del muchacho no fue dada con la boca. Corrió, se precipitó a estrechar al especiero, escondiendo la cara contra su pecho, contra sus barbas grises.

El padre se echó atrás, mortificado.

-¿No te quieres venir conmigo? -preguntó ásperamente.

No contestó el chico tampoco. ¿Qué falta hacía? Había repetido el apretón, y se quería hundir, incrustar en el cuerpo de don Leterio.

-¡Bueno, bueno; yo no soy un tirano! ¡Quédate, ya que es tu antojo! Así como así, tengo pensado casarme allá; vendrán otros hijitos y me consolarán... ¡Buena suerte! ¡Dispongan de un amigo! ¡Que les vaya bien a los dos!

Y rencoroso, herido, celoso, furioso interiormente, pero sin querer demostrarlo, bajó la escalera y se alejó a paso ágil...

El niño no se había separado del tendero. Le apretujaba con violencia, le lastimaba en las costillas. Y repetía, balbuciente de cariño:

-¡No me sueltes! ¡No me sueltes!