Traga sardinas
Traga sardinas
editarAl señor don Raimundo de Miguel
- Como usted, mi querido y respetado amigo, es autor de la mejor colección de fábulas morales que se ha escrito en lengua castellana, el recuerdo del fabulista Samaniego, que evoco en este cuento, ha traído a mi memoria el de usted, siempre grato para mí, porque además de ser el de un maestro benemeritísimo, el de un poeta esclarecido y el de un ciudadano tan honrado en la vida privada como en la vida pública, es para mí el de un excelente amigo. Una humilde florecilla del campo salpicada de rocío es recuerdo tan tierno como una flor de oro salpicada de brillantes, y por eso me atrevo a ofrecerle a usted esta humilde florecilla de mi ingenio.
I
editarEl insigne fabulista alavés don Félix María de Samaniego casó en Bilbao, donde vivió mucho tiempo y dejó muchos recuerdos de su donoso ingenio. Samaniego es en Bilbao algo parecido a lo que es Quevedo en Madrid, o mejor dicho, en España; no hay agudeza de ingenio que no se le atribuya con más o menos verosimilitud. Sin embargo, se cuentan allí muchas que indudablemente son suyas, y a este número pertenece la anécdota que voy a contar. Es posible que esta anécdota no sea original del mismo Samaniego, y sí sólo una de aquellas imitaciones de que tan discreto ejemplo nos dio en muchas de sus fábulas, cuyo pensamiento pertenecía a los fabulistas que le precedieron, desde Esopo a Lafontaine; pero no por eso tiene menos gracia, a pesar de lo pícaramente que yo la voy a contar.
Samaniego tenía mucha afición a la villa de Marquina, que aunque chiquitita, es muy linda, apacible y honrada, y es en Vizcaya el pueblo de más recuerdos literarios, como que de allí eran los Mogueles, que escribieron en vascuence libros piadosos muy buenos y en castellano disertaciones filológicas muy discretas, y hasta hubo en la misma familia una señora que tradujo en lindos versos vascongados una colección de fábulas; de allí procedían los Astarloas, uno de los cuales dio a luz la Apología de la lengua vascongada, y dejó inéditos trabajos importantísimos sobre el mismo asunto[1]; allí residió largo tiempo el ilustre Guillermo de Humboldt, estudiando y aprendiendo la lengua vascongada, para publicar luego sus doctísimas demostraciones de que aquella lengua es resto venerable y apenas adulterado de la que se habló en la generalidad de la península ibérica antes de la dominación romana; y, por último, de allí proceden los Munibes, uno de ellos fundador de la famosa Sociedad Vascongada, que dio origen a las de Amigos del País, y en cuya patriótica empresa invirtió la enorme suma de noventa mil ducados, dato histórico que yo he tenido ocasión de comprobar en el archivo del señor conde de Peñaflorida, digno nieto de aquel ilustre patricio que tiene su patriarcal hogar en Marquina.
No es extraño, pues, que Samaniego, con sus aficiones literarias y su amor a lo apacible, honrado y hermoso, gustase de pasar largas temporadas en Marquina, dejando a su hacendosa y varonil mujer el cuidado de la casa y cuantiosos bienes que tenía en Bilbao y sus cercanías, tanto más, cuanto que su mujer estaba siempre en sus glorias con el tráfago de criados e inquilinos.
II
editarEn Vizcaya hay grandes trabajadores, pero también hay grandes comedores. Si yo fuese a contar las historias de Heliogábalos vizcaínos que he recogido andando por allí de villa en villa, de aldea, en aldea, y de camisería en camisería, escribiría un libro muy curioso; pero como dicen que para muestra basta un botón, me contentaré con mostrar, no uno, sino un par de botones.
En una taberna de Munitibar, que es al pie del monte Oiz, donde se inicia el valle de Lequeitio, hay un letrero hecho a punta de cuchillo, en una puerta, y su historia es la siguiente:
Un anochecer llegaron a la taberna tres lequeitianos, uno de ellos eclesiástico, y determinaron pernoctar allí, porque iban de Bilbao y se les hacía ya tarde pa a continuar a Lequeitio, que está de allí cosa de dos leguas.
-Por supuesto -dijeron a la tabernera-, tendrá usted cena abundante que darnos.
-¡Ojalá que no tuviera tanta! -contestó la tabernera-. Esta mañana han pasado por aquí trece pícaros canteros marquineses, que decían iban a Guernica y volverían a mediodía, y después de haberme encargado que les tuviera dispuesta una buena comida, no han vuelto, y ha quedado todo, como quien dice, para los cerdos.
-Aquí estamos nosotros para cenarnos lo de los trece, y mas que fuera -dijeron los lequeitianos.
La tabernera tornó esto a broma, pero una hora después se había convencido de que no lo era, pues los tres lequeitianos no habían dejado ni los huesos de la comida preparada para los trece canteros.
Y no contentos con esto aquellos bestias (salva la corona del que la tenía), al irse la mañana siguiente, después de almorzar fuerte, escribieron en la puerta del comedor con la punta de un cuchillo:
«El día tantos de tal mes y de tal año se cenaran aquí Fulano, Zutano y Mengano, la comida dispuesta para trece».
Como el hecho es histórico y público y notorio en el valle de Lequeitio, no he querido callar, por más que me pese, la circunstancia de que el héroe principal de esta hazaña fue un señor cura, para tener ocasión de honrar a los buenos sacerdotes, que abundan en Vizcaya, y todo por rogar a los lectores que pidan a Dios le hayan perdonado su glotonería, pues murió hace años, poco menos que reventado a fuerza de comer.
El otro botón que voy a presentar de muestra es un caballero de Marquina, llamado don Lesmes, aunque más conocido por Traga sardinas y célebre por su incansable apetito. Cuéntase que don Lesmes apostó un día a que se comía dos docenas de sardinas frescas y se bebía un azumbre de vino mientras el reloj de la villa daba las doce, y ganó la apuesta, pues al dar el reloj la undécima campanada, don Lesmes se quitaba con el último trago de vino el dejo de la última sardina. A esta hazaña debía el apodo de Traga sardinas.
III
editarDon Lesmes era uno de aquellos que viven para comer, en lugar de comer para vivir. A pesar de ser un caballero de casa solariega bastante rica, era solterón, porque todos sus efectos estaban en el estómago y no un poquito más arriba. Un poquito más arriba ni un poquito más abajo no tenía afecto alguno. No consistía su celebridad sólo en su incansable apetito, sino también en su creencia de que el día que le perdiese ya podía ponerse bien con Dios, porque sin remedio era hombre muerto. Esta creencia tenía su origen en una broma que habían querido darle sus amigos. Como fuese hombre que dividiese su amor a la manducatoria con su amor a la vida, sus amigos habían querido darle un susto tremendo haciéndole creer que se hallaba en eminente peligro de muerte. Puestos de acuerdo al efecto con el médico de la villa, éste le anunció que en el momento en que le faltase el apetito debía disponerse a morir, porque su muerte estaba próxima. Don Lesmes creyó a pies juntillas al médico, porque era tan crédulo y candoroso cuanto comilón, y preparado así, sus amigos se dedicaron a hacerle perder el apetito; pero quienes se llevaron chasco fueron ellos y no don Lesmes, a quien nunca lograban ver harto.
Fue por Marquina el insigne don Félix María de Samaniego, que ya he dicho gustaba de pasar allí largas temporadas, y como le contasen lo inútiles que habían sido sus esfuerzos para asustar a don Lesmes y apelasen a su ingenio para conseguirlo, el buen don Félix les dijo:
-Déjenlo ustedes a mi cargo, que yo apretaré un poco mi flojo ingenio a ver si cumplo con una fábula en acción el precepto de Horacio.
Samaniego vivía en una casa aislada en las cercanías de la villa.
Don Félix y don Lesmes se encontraron al anochecer al retirarse del paseo.
- ¡Oh, señor don Félix!
-¡Oh, señor don Lesmes! ¿Cómo va esa humanidad?
-Bien, a Dios gracias, pues el apetito se conserva excelente. Hoy después de comer me fui a dormir la siesta acostumbrada, que nunca baja de un par de horas; pero no había pasado una, cuando me despertó el pícaro gusanillo...
-Le envidio a usted el buen apetito, porque yo te tengo fatal.
-Dios me le conserve, porque el día que le pierda me voy inmediatamente al otro barrio, según me ha dicho el médico.
-Hombre, ya podía usted acompañarme mañana a comer, porque mañana es mi cumpleaños y me voy a aburrir comiendo solo, y sobre todo con la falta de apetito que tengo estos días.
-Pues acepto el convite.
-Y no le pesará a usted, amigo don Lesmes, pues me han mandado de Laguardia un barril de vino rancio y una docena de perdices, que deben ser cosa buena.
-¡Je! ¡je! ¡je! ¡Cómo se regala este pícaro de don Félix! Pues allá me tendrá usted, y haremos por sacar el escote.
-Váyase usted temprano, que quiero que almorcemos, comamos y cenemos juntos, porque na le suelto a usted hasta el día siguiente.
-¡Je! ¡je! ¡je! Así que despache el chocolate, las paminchas y el vaso de lecho, y duerma la reposada, me tiene usted por allá. Ahora vamos a ver si nos dan de cenar, que me voy cayendo de debilidad con el paseíto que hemos dado hasta Urberoaga.
-Pues lo dicho, señor don Lesmes.
-Lo dicho, señor don Félix.
IV
editarA las ocho de la mañana siguiente subía don Lesmes las escaleras de la casa de Samaniego. Se levantaba temprano, sirviéndole de despertador el estómago, cuya debilidad forticaba con un tazón de cuatro onzas de chocolate, tres o cuatro paminchas (que son unas tortas de pan muy sabrosas, como de cuarterón cada una), y la leche que cabía en uno de aquellos tremendos vasos de asa que suele haber en las aldeas. Lo que llamaba don Lesmes la reposada era una hora de sueño en el sillón, porque hasta después del chocolate había de dormir siempre el buen don Lesmes, si bien entonces se contentaba con dormir en el sillón y no en la cama, como hacía después de almorzar y comer.
A las nueve terminaban Traga sardinas y Samaniego un abundante almuerzo, en cuya preparación había hecho prodigios de habilidad y esmero la cocinera.
Samaniego era buen comedor, pero excitó vivamente la compasión de don Lesmes con su falta de apetito, que decía haber perdido hacía algunos días.
-Ea -dijo don Félix a su huésped-, ¿supongo que ahora querrá usted echar el sueñecillo acostumbrado?
-Eso ya se sabe; sin la reposada ni aun el chocolate me sienta bien.
-Pues venga usted a su cuarto, y duerma a sus anchas.
Don Félix acompañó a don Lesmes a uno de los cuartos más hermosos y retirados de la casa; don Lesmes se desembarazó de la ropa exterior y se acostó, y don Félix, después de cerrar cuidadosamente la ventana para que la luz no le molestara, se salió del cuarto llevándose recatadamente el reloj de don Lesmes, que éste había colocado sobre la mesita de noche.
Hecho esto, Samaniego adelantó la hora, así del reloj del comedor como del de don Lesmes, haciendo que ambos señalaran la una, y acercándose de puntillas al cuarto de don Lesmes escuchó, y como notase que éste roncaba ya como un marrano, entró y colocó el reloj sobre la mesa de noche.
V
editarMedia hora después, es decir, antes de las diez de la mañana, don Félix entró en el cuarto de don Lesmes, gritando al mismo tiempo que abría la ventana:
-¡Arriba, señor don Lesmes!
-¿Qué hay, señor don Félix? -preguntó don Lesmes, despertando sobresaltado.
-¡Qué ha de haber, hombre! Que está ya la sopa en la mesa.
-¿Pues qué hora es?
-¡La una dada!
-¡La una! ¡No puede ser, hombre!
-Vea usted el reloj.
-En efecto -dijo don Lesmes mirando su reloj-.¡Pero hombre, me parecía que acababa de quedarme dormido!
-Es que tiene usted un sueño de ángel, y se conoce que le ha sentado bien el almuerzo.
-Hombre, sí, a Dios gracias.
-¿Supongo que habrá buen apetito?
-Ése, a Dios gracias, no le he perdido yo nunca.
-Y eso que el almuerzo fue muy fuerte. Vamos a la mesa, que la comida no lo será menos.
Don Félix y don Lesmes pasaron al comedor.
Todavía parecía al segundo como que no habían transcurrido cuatro horas desde que terminó el almuerzo; pero el reloj del comedor, que, como el suyo, señalaba más de la una, acabó de disipar sus dudas. Por casualidad, el de la villa estaba aquel día parado.
La comida fue magnífica. Cada vez que salía un nuevo plato, el rostro de don Lesmes se iluminaba de alegría, porque aquellos manjares eran capaces de abrir el apetito a un muerto, por más que ni esto ni el ejemplo del buen diente de don Lesmes bastasen a vencer la parquedad de Samaniego, que la explicaba con lo desganado que andaba hacía días.
Terminada la comida antes de las tres, don Lesmes, reventando de lleno, se fue a dormir la siesta, acompañándole al cuarto don Félix, que cerró cuidadosamente la ventana para que no le molestara la luz, y salió, apoderándose del reloj del tragaldabas y diciendo que él iba también a dormir una buena siesta.
Pero en lugar de ir a dormir la siesta, Samaniego se entretuvo en poner el reloj de don Lesmes y el del comedor las nueve, en cerrar con el mayor esmero todos los balcones y ventanas de la casa y encender la lámpara del comedor, mientras las criadas hacían todas las transformaciones necesarias para la cena.
Acercóse don Félix a oscuras al cuarto de Traga sardinas, y como oyese a éste roncar, entró, y dejando el reloj sobre la mesa de noche, salióse y fue a recibir y encerrar en el cuarto contiguo al comedor a una porción de amigos suyos y de don Lesmes, incluso el médico de la villa, a quienes sintió subir sigilosamente la escalera.
Poco después tomó una luz y se dirigió al cuarto de Traga sardinas.
VI
editar-¡Señor don Lesmes! ¡Señor don Lesmes! -gritó don Félix desde la puerta.
-¿Qué ocurre? -contestó don Lesmes, despertando sorprendido con la luz artificial y aquellas voces.
-¿Está usted malo?
-No, a Dios gracias. ¿Por qué me lo pregunta usted?
-Porque tanto dormir me va dando malísima espina.
-¿Cómo que tanto dormir, si no hace media hora que me acosté?
-¡No tiene usted mala media hora, cuando lleva durmiendo cerca de seis!
-¿Pues qué hora es?
-Las nueve.
-¿Las nueve?
-Sí, señor; y si no, vea usted el reloj.
-¡En efecto! -exclamó don Lesmes, consultando el reloj-. ¡Pero si se me había hecho la siesta un cuarto de hora!
-¡Dichoso usted, que tan apacible sueño tiene! Ea, arriba, vístase usted y vamos a cenar.
-¡A cenar!... -murmuró don Lesmes poniéndose malhumorado, porque creyó que su estómago no recibía aquella noticia con la satisfacción de costumbre.
- Sí, señor, a cenar. ¡Pues qué! ¿No le parece a usted aún hora? Yo mismo me estoy cayendo de debilidad, a pesar de lo desganado que ando estos días. Ya veo que del decantado apetito de usted hay que rebajar mucho.
Don Lesmes se vistió, y un poco caviloso se dirigió al comedor, cuyo reloj marcaba, como el suyo, más de las nueve, y don Félix y él se sentaron a la mesa.
Sirviéronles una ensalada de lechuga con rajas de huevo, que por aquella tierra suele servir de introducción, así como en otras suele servir de postre, y ambos le hicieron los honores correspondientes.
Tras la ensalada vino una enorme fuente de perdices estofadas, que eran el manjar más codiciado de don Lesmes. Éste sonrió de alegría al ver las perdices; pero Samaniego notó que al llevarse a la boca un trozo de tentadora pechuga, se puso descolorido y masticaba como con repugnancia.
-Amigo don Lesmes -dijo don Félix trinchando con delicia el tercer muslo de perdiz-, es necesario convenir en que a ataque de perdiz no hay inapetencia que resista.
Don Lesmes, que a su vez se llevaba a los labios otra pechuga, dejó caer al plato tenedor y presa, exclamando con terror y desesperación:
-¡Ay, señor don Félix!... ¡Soy hombre perdido!
-¿Por qué, señor don Lesmes?
-Porque ha llegado mi última hora. ¡Que venga el médico, o mejor dicho, que venga mi confesor!
-¿Ha perdido usted el juicio, señor don Lesmes?
-¡No, lo que he perdido es el apetito, que es en mí tanto como perder la vida!
Y don Lesmes, llorando y aterrado, clamaba por que llamaran al médico, o más bien a su confesor, porque se moría sin remedio.
Una de las criadas hizo que salía precipitadamente, y un instante después entró en el comedor, seguida del médico, a quien decía haber tenido la fortuna de encontrar apenas puso el pie en la calle.
En efecto, Traga sardinas sentía ansias de muerte y creía llegado su postrer instante.
-¿Qué ocurre, señor don Lesmes? -le preguntó el médico.
-Que he perdido el apetito.
-¿Comiendo a las horas regulares?
-¡Sí señor!
-Si es así, ¡caso desesperado tenemos!
Oyéronse pasos precipitados en el corredor, y entraron los amigos de Traga sardinas fingiéndose profundamente consternados.
-Don Lesmes, ¿qué es lo que ocurre?
-¡Que ha llegado mi última noche!
-Dirá usted su último día.
-¡Ay! ¡Ya no veré el de mañana!
-Pero verá usted el de hoy -dijo el médico.
-Que abran esos balcones para que el moribundo respire el aire libre.
Una criada abrió de par en par el balcón del comedor, y el sol, que todavía estaba muy lejos del ocaso, inundó el comedor de luz e hirió el rostro de don Lesmes, que dio un grito de alegría y sorpresa, al mismo tiempo que todos los circunstantes prorrumpían en ruidosas carcajadas y aplausos a Samaniego, calificando de su más ingeniosa fábula la que acababa de poner en acción.
-Señor don Félix -exclamó el médico-, falta la moraleja de la fábula.
-Entre la fábula y la moraleja debe haber algún espacio -contestó don Félix.
Poco tiempo después los amigos de don Lesmes y de don Félix fueron a dar al segundo la noticia de que el primero, al terminar una comilona, había reventado de lleno.
-¡Ahí tienen ustedes la moraleja de la fábula! exclamó el señor don Félix con tristeza.
Notas:
- ↑ Los principales de estos trabajos son unos Discursos filosóficos de la lengua vascongada, cuyo manuscrito obra en poder de la Diputación general de Vizcaya, esperando que se proceda a su impresión, como lo tiene acordado el Señorío.