Trafalgar/10
Al amanecer del día 20, el viento soplaba con mucha fuerza, y por esta causa los navíos estaban muy distantes unos de otros. Mas habiéndose calmado el viento poco después de mediodía, el buque almirante hizo señales de que se formasen las cinco columnas: vanguardia, centro, retaguardia y los dos cuerpos que componían la reserva.
Yo me deleitaba viendo cómo acudían dócilmente a la formación aquellas moles, y aunque, a causa de la diversidad de sus condiciones marineras, las maniobras no eran muy rápidas y las líneas formadas poco perfectas, siempre causaba admiración contemplar aquel ejercicio. El viento soplaba del SO., según dijo Marcial, que lo había profetizado desde por la mañana, y la escuadra, recibiéndole por estribor, marchó en dirección del Estrecho. Por la noche se vieron algunas luces, y al amanecer del 21 vimos veintisiete navíos por barlovento, entre los cuales Marcial designó siete de tres puentes. A eso de las ocho, los treinta y tres barcos de la flota enemiga estaban a la vista formados en dos columnas. Nuestra escuadra formaba una larguísima línea, y según las apariencias, las dos columnas de Nelson, dispuestas en forma de cuña, avanzaban como si quisieran cortar nuestra línea por el centro y retaguardia.
Tal era la situación de ambos contendientes, cuando el Bucentauro hizo señal de virar en redondo. Ustedes quizá no entiendan esto; pero les diré que consistía en variar diametralmente de rumbo, es decir, que si antes el viento impulsaba nuestros navíos por estribor, después de aquel movimiento nos daba por babor, de modo que marchábamos en dirección casi opuesta a la que antes teníamos. Las proas se dirigían al Norte, y este movimiento, cuyo objeto era tener a Cádiz bajo el viento, para arribar a él en caso de desgracia, fue muy criticado a bordo del Trinidad, y especialmente por Marcial, que decía:
«Ya se esparrancló la línea de batalla, que antes era mala y ahora es peor».
Efectivamente, la vanguardia se convirtió en retaguardia, y la escuadra de reserva, que era la mejor, según oí decir, quedó a la cola. Como el viento era flojo, los barcos de diversa andadura y la tripulación poco diestra, la nueva línea no pudo formarse ni con rapidez ni con precisión: unos navíos andaban muy a prisa y se precipitaban sobre el delantero; otros marchaban poco, rezagándose, o se desviaban, dejando un gran claro que rompía la línea, antes de que el enemigo se tomase el trabajo de hacerlo.
Se mandó restablecer el orden; pero por obediente que sea un buque, no es tan fácil de manejar como un caballo. Con este motivo, y observando las maniobras de los barcos más cercanos, Medio-hombre decía:
«La línea es más larga que el camino de Santiago. Si el Señorito la corta, adiós mi bandera: perderíamos hasta el modo de andar, manque los pelos se nos hicieran cañones. Señores, nos van a dar julepe por el centro. ¿Cómo pueden venir a ayudarnos el San Juan y el Bahama, que están a la cola, ni el Neptuno ni el Rayo, que están a la cabeza? (Rumores de aprobación.) Además, estamos a sotavento, y los casacones pueden elegir el punto que quieran para atacarnos. Bastante haremos nosotros con defendernos como podamos. Lo que digo es que Dios nos saque bien, y nos libre de franceses por siempre jamás amén Jesús».
El sol avanzaba hacia el zenit, y el enemigo estaba ya encima.
«¿Les parece a ustedes que ésta es hora de empezar un combate? ¡Las doce del día!» exclamaba con ira el marinero aunque no se atrevía a hacer demasiado pública su demostración, ni estas conferencias pasaban de un pequeño círculo, dentro del cual yo, llevado de mi sempiterna insaciable curiosidad, me había injerido.
No sé por qué me pareció advertir en todos los semblantes cierta expresión de disgusto. Los oficiales en el alcázar de popa y los marineros y contramaestres en el de proa, observaban los navíos sotaventados y fuera de línea, entre los cuales había cuatro pertenecientes al centro.
Se me había olvidado mencionar una operación preliminar del combate, en la cual tomé parte. Hecho por la mañana el zafarrancho, preparado ya todo lo concerniente al servicio de piezas y lo relativo a maniobras, oí que dijeron:
«La arena, extender la arena».
Marcial me tiró de la oreja, y llevándome a una escotilla, me hizo colocar en línea con algunos marinerillos de leva, grumetes y gente de poco más o menos. Desde la escotilla hasta el fondo de la bodega se habían colocado, escalonados en los entrepuentes, algunos marineros, y de este modo iban sacando los sacos de arena. Uno se lo daba al que tenía al lado, éste al siguiente, y de este modo se sacaba rápidamente y sin trabajo cuanto se quisiera. Pasando de mano en mano, subieron de la bodega multitud de sacos, y mi sorpresa fue grande cuando vi que los vaciaban sobre la cubierta, sobre el alcázar y castillos, extendiendo la arena hasta cubrir toda la superficie de los tablones. Lo mismo hicieron en los entrepuentes. Por satisfacer mi curiosidad, pregunté al grumete que tenía al lado.
«Es para la sangre -me contestó con indiferencia.
-¡Para la sangre!» repetí yo sin poder reprimir un estremecimiento de terror.
Miré la arena; miré a los marineros, que con gran algazara se ocupaban en aquella faena, y por un instante me sentí cobarde. Sin embargo, la imaginación, que entonces predominaba en mí, alejó de mi espíritu todo temor, y no pensé más que en triunfos y agradables sorpresas.
El servicio de los cañones estaba listo, y advertí también que las municiones pasaban de los pañoles al entrepuente por medio de una cadena humana semejante a la que había sacado la arena del fondo del buque.
Los ingleses avanzaban para atacarnos en dos grupos. Uno se dirigía hacia nosotros, y traía en su cabeza, o en el vértice de la cuña, un gran navío con insignia de almirante. Después supe que era el Victory y que lo mandaba Nelson. El otro traía a su frente el Royal Sovereign, mandado por Collingwood.
Todos estos hombres, así como las particularidades estratégicas del combate, han sido estudiados por mí más tarde.
Mis recuerdos, que son clarísimos en todo lo pintoresco y material, apenas me sirven en lo relativo a operaciones que entonces no comprendía. Lo que oí con frecuencia de boca de Marcial, unido a lo que después he sabido, pudo darme a conocer la formación de nuestra escuadra; y para que ustedes lo comprendan bien, les pongo aquí una lista de nuestros navíos, indicando los desviados, que dejaban un claro, la nacionalidad y la forma en que fuimos atacados. Poco más o menos, era así:
Eran las doce menos cuarto. El terrible instante se aproximaba. La ansiedad era general, y no digo esto juzgando por lo que pasaba en mi espíritu, pues atento a los movimientos del navío en que se decía estaba Nelson, no pude por un buen rato darme cuenta de lo que pasaba a mi alrededor.
De repente nuestro comandante dio una orden terrible. La repitieron los contramaestres. Los marineros corrieron hacia los cabos, chillaron los motones, trapearon las gavias.
«¡En facha, en facha! -exclamó Marcial, lanzando con energía un juramento-. Ese condenado se nos quiere meter por la popa».
Al punto comprendí que se había mandado detener la marcha del Trinidad para estrecharle contra el Bucentauro, que venía detrás, porque el Victory parecía venir dispuesto a cortar la línea por entre los dos navíos.
Al ver la maniobra de nuestro buque, pude observar que gran parte de la tripulación no tenía toda aquella desenvoltura propia de los marineros, familiarizados como Marcial con la guerra y con la tempestad. Entre los soldados vi algunos que sentían el malestar del mareo, y se agarraban a los obenques para no caer. Verdad es que había gente muy decidida, especialmente en la clase de voluntarios; pero por lo común todos eran de leva, obedecían las órdenes como de mala gana, y estoy seguro de que no tenían ni el más leve sentimiento de patriotismo. No les hizo dignos del combate más que el combate mismo, como advertí después. A pesar del distinto temple moral de aquellos hombres, creo que en los solemnes momentos que precedieron al primer cañonazo, la idea de Dios estaba en todas las cabezas.
Por lo que a mí toca, en toda la vida ha experimentado mi alma sensaciones iguales a las de aquel momento. A pesar de mis pocos años, me hallaba en disposición de comprender la gravedad del suceso, y por primera vez, después que existía, altas concepciones, elevadas imágenes y generosos pensamientos ocuparon mi mente. La persuasión de la victoria estaba tan arraigada en mi ánimo, que me inspiraban cierta lástima los ingleses, y les admiraba al verles buscar con tanto afán una muerte segura.
Por primera vez entonces percibí con completa claridad la idea de la patria, y mi corazón respondió a ella con espontáneos sentimientos, nuevos hasta aquel momento en mi alma. Hasta entonces la patria se me representaba en las personas que gobernaban la nación, tales como el Rey y su célebre Ministro, a quienes no consideraba con igual respeto. Como yo no sabía más historia que la que aprendí en la Caleta, para mí era de ley que debía uno entusiasmarse al oír que los españoles habían matado muchos moros primero, y gran pacotilla de ingleses y franceses después. Me representaba, pues, a mi país como muy valiente; pero el valor que yo concebía era tan parecido a la barbarie como un huevo a otro huevo. Con tales pensamientos, el patriotismo no era para mí más que el orgullo de pertenecer a aquella casta de matadores de moros.
Pero en el momento que precedió al combate, comprendí todo lo que aquella divina palabra significaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en mi espíritu, iluminándolo y descubriendo infinitas maravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de la obscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mi país como una inmensa tierra poblada de gentes, todos fraternalmente unidos; me representé la sociedad dividida en familias, en las cuales había esposas que mantener, hijos que educar, hacienda que conservar, honra que defender; me hice cargo de un pacto establecido entre tantos seres para ayudarse y sostenerse contra un ataque de fuera, y comprendí que por todos habían sido hechos aquellos barcos para defender la patria, es decir, el terreno en que ponían sus plantas, el surco regado con su sudor, la casa donde vivían sus ancianos padres, el huerto donde jugaban sus hijos, la colonia descubierta y conquistada por sus ascendientes, el puerto donde amarraban su embarcación fatigada del largo viaje; el almacén donde depositaban sus riquezas; la iglesia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sus santos y arca de sus creencias; la plaza, recinto de sus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyos antiguos muebles, transmitidos de generación en generación, parecen el símbolo de la perpetuidad de las naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadas parece que no se extingue nunca el eco de los cuentos con que las abuelas amansan la travesura e inquietud de los nietos; la calle, donde se ven desfilar caras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuanto desde el nacer se asocia a nuestra existencia, desde el pesebre de un animal querido hasta el trono de reyes patriarcales; todos los objetos en que vive prolongándose nuestra alma, como si el propio cuerpo no le bastara.
Yo creía también que las cuestiones que España tenía con Francia o con Inglaterra eran siempre porque alguna de estas naciones quería quitarnos algo, en lo cual no iba del todo descaminado. Parecíame, por tanto, tan legítima la defensa como brutal la agresión; y como había oído decir que la justicia triunfaba siempre, no dudaba de la victoria. Mirando nuestras banderas rojas y amarillas, los colores combinados que mejor representan al fuego, sentí que mi pecho se ensanchaba; no pude contener algunas lágrimas de entusiasmo; me acordé de Cádiz, de Vejer; me acordé de todos los españoles, a quienes consideraba asomados a una gran azotea, contemplándonos con ansiedad; y todas estas ideas y sensaciones llevaron finalmente mi espíritu hasta Dios, a quien dirigí una oración que no era Padre-nuestro ni Ave-María, sino algo nuevo que a mí se me ocurrió entonces. Un repentino estruendo me sacó de mi arrobamiento, haciéndome estremecer con violentísima sacudida. Había sonado el primer cañonazo.