Traducciones poéticas (Caro tr.)/Introducción

Nota: Se respeta la ortografía original de la época
INTRODUCCION



Maioris esse semper credidi diligentiae aliena scripta retexere quam nova proprio Marte componere.
Fr. Sanchez (Brocensis), De auctoribus interpretandis.


Esta colección de Traducciones Poéticas varias, á diferencia de la versión seguida que se hace de una obra sola, ó de las obras de un mismo autor, no es producto de labor deliberada y sistemática, sino fruto de mi antigua y constante afición á este linaje de composición literaria.

Para solaz y esparcimiento del ánimo, en medio de enojosas tareas y preocupaciones, bien que no exento de aquella especie de melancólico sentimiento que acompaña á las miradas retrospectivas, formé este Florilegio sobre borradores acumulados lentamente por la mano del tiempo durante veinticinco años. No he anotado al pie de las traducciones las fechas correspondientes, ni hubiera podido hacerlo, sino las raras veces en que el manuscrito conserva este dato; pero para comprobar la extensión del período indicado, bastaráme citar, entre traducciones más antiguas. El Sueño del Soldado, de Campbell, y El Entierro de Sir John Moore, de Wolfe (1862-3); las poesías de Ovidio, Propercio y Tibulo que en este tomo se incluyen y son sólo muestra de una colección intitulada Flos Poetarum (1863-5), que permanece inédita: y entre las más recientes, El Occidente y El Lago, de Lamartine (1884-5), Memorias de los muertos, del mismo, la más esmerada tal vez de la colección, y por último La Alondra, de Shelley, versión terminada cuando ya estaba en prensa este libro, por lo cual figura en la sección cuarta, debiendo acaso haberse incorporado con más propiedad en la primera.

Traducidas en diversas épocas y circunstancias las poesías que en metro castellano ofrece este tomo á los lectores, natural es que en ellas se adviertan notables diferencias por lo que hace al acierto de la ejecución literaria, á las condiciones de la versión misma en cada caso; no, empero, por lo que toca al sistema de traducir, á los principios ó reglas que guiaron la mente del traductor en su tarea; del propio modo que en los manuscritos de una misma persona se nota firme ó trémulo el pulso, mayor cuidado ó absoluto descuido acaso al manejar la pluma, sin que haya por eso mudanza propiamente en el carácter de la letra.

Desde Arjona, traductor de Estacio, y Jáuregui, feliz intérprete del Aminta del Tasso, en el siglo XVI, hasta Bello (modelo el más perfecto en este género), hasta la Avellaneda, Llórente y Mácpherson en nuestros días, nunca faltaron en las naciones hispanas poetas que enriqueciesen la literatura patria con excelentes traducciones, interrumpiendo la monotonía de modas tiránicas, y avivando los ingenios enfermos de amaneramiento, con conceptos, imágenes, y aun modos nuevos de expresar el pensamiento, traídos de fuera, pero acomodados á las condiciones geniales de la lengua de Castilla.

El arte de traducir en verso, á cuya perfección concurren dotes de naturaleza, activo ejercicio y reflexiva observación, no obstante ser ramo importantísimo de la literatura y de la poesía, ha sido de ordinario mirado con menosprecio, como operación servil y mecánica, ó con indiferencia, como entretenimiento enteramente caprichoso. Relaciónase íntimamente esta materia con el arte de versificar, entregada en España al instinto artístico, al oído del poeta, y no explotada por tanto, hasta donde serlo pudiera, por la observación experimental y científica, en época como la presente, en que las artes todas, para competir con ventaja con la acumulada producción de pasadas edades, están obligadas á mayor y más concentrada aplicación, y necesitadas del auxilio prudente de la ciencia.

Raro es el traductor eminente que haya publicado, para común provecho, el fruto de su experiencia en estas labores. Fray Luis de León, que merced al estudio profundo y meditada imitación de los clásicos antiguos, conoció el amor y culto de la simple belleza (á que siempre, con raras excepciones, ha parecido rebelde, en la poesía lírica al menos, el temperamento español, enamorado de la pompa y propenso á lo extraordinario), hubiéranos dejado en sus versiones dechados intachables, si adquiriera más seguro dominio sobre la lengua, todavía algo ruda entre sus manos, falta de flexibilidad y lenta en sus progresos, por razón, en gran parte, de la preponderancia que alcanzó el latín bajo el Renacinaiento como lengua culta universal. El comprendió clarísimamente lo que es y lo que vale, y qué límites reconoce el concepto de la fidelidad, en el cual, bien entendido, se encierra todo el secreto del arte de traducir, y explicóle en varias ocasiones, breve pero felizmente.

De allí en adelante, sin que faltasen á intervalos algunos buenos traductores, no volvemos, sin embargo, á descubrir luz alguna, preceptiva ó teórica, en esta parte, hasta la época literaria á que dio su nombre Carlos III. La reproducción que hizo Sedano en el Parnaso Español (1768) del Arte Poética de Horacio, traducida por Espinel, la publicación de la misma Epístola vertida, ó más bien dicho, parafraseada en desmayados versos y comentada por D. Tomás de Iriarte, y las ardientes y dilatadas polémicas que con tal motivo se ocasionaron, inician el examen de esta materia bajo auspicios desfavorables, con crítica que yerra de una y otra parte en lo que propone y defiende como ejemplo digno de imitación, y sólo acierta por modo negativo en los defectos que señala. Razón tenían Sedano y los suyos contra Iriarte, y teníanla asimismo el insigne fabulista canario y sus amigos contra Espinel; pero ni unos ni otros señalaban el verdadero camino. Y es cosa notable que la decisiva influencia que la literatura francesa alcanzó en el siglo XVIII en España, más sirvió para empobrecer la literatura nacional, robándole su vitalidad propia, que para despertar ideas fecundas y abrir nuevos horizontes. El espíritu investigador y crítico que revelan las discusiones entre Lamotte y Mad. Dacier, las Reflexiones que Bitaubé y otros publicaron, ya "sobre la traducción de los poetas," ya "sobre el estilo," tema éste íntimamente relacionado con aquel otro, no alienta generoso, que yo sepa, en los críticos y polemistas literarios españoles de la época á que me refiero. La agitación era grande, pero estéril, por falta de dirección en los debates, en los cuales se mezclaba lo personal y lo burlesco en excesiva dosis, de tal suerte que podrían bien aquellas contiendas calificarse de "guerra de guerrillas." "Fatigábanse las prensas—dice Quintana hablando de aquel período—y hervían las gacetas en publicaciones de folletos, sátiras y epigramas que se lanzaban unos á otros los ingenios españoles, sin otro objeto que el desacreditarse, desdorando el arte y perdiendo miserablemente el tiempo. Yo no decidiré si el escándalo y perjuicios que esto ocasionaba eran suficientemente compensados con la actividad que estas guerrillas daban al espíritu literario, con los adelantamientos que en ellas se procuraba el arte de la crítica y el raciocinio, con las investigaciones, en fin, y con los descubrimientos que se hacían en el campo de la crítica y de la historia. Aun cuando se concedan fácilmente estas ventajas bajo un aspecto, siempre queda mucha duda de que el arte ganase algo con estos interminables debates."[1] Interminables, por el general extravío de la actividad intelectual; porque, para que la contradicción se resuelva en progreso, forzoso es que marche encauzada; y por entonces resultaba débil, ó talvez viciada, la acción del Gobierno y la influencia de las corporaciones literarias, que tienen la misión, ó ninguna tienen, de educar y dirigir con ejemplos de moderación, de serenidad y recto juicio.[2]

Azara, amante y protector de las artes, comentador de Mengs, editor de Virgilio en Roma, caballero cumplido y letrado formal, salvo sus flaquezas de volterianismo, tocó de paso en el prólogo de la Vida de Cicerón, de Middleton, por él traducida (1790), la cuestión del modo de traducir los clásicos antiguos, y refiriéndose á sus versiones ocasionales de pasajes de Marco Tulio, esparcidas en el texto biográfico, defiende la justa libertad exigida por la elegancia, cual si comentase la diferencia establecida por el mismo orador romano entre la traducción oratoria—ó poética en otros casos—y la interpretación literal.[3] Pero esta misma correcta doctrina, extremada, ó mejor dicho, extraviada, conduciría al abuso de la perífrasis en que solían incurrir los poetas neoclásicos, en su exaltación reaccionaria contra el prosaísmo; y no hallaremos el debido contrapeso ó saludable correctivo que ha de ponerse á aquella desapoderada tendencia, sino en la Introducción de otro libro, de distinta especie, amén de raro—la traducción de Píndaro (1798) por el presbítero Berguizas.[4]

En el prólogo de las obras de Horacio (1S30), traducidas por Burgos, edición que en el estado de postración en que se hallaban las humanidades constituye un acontecimiento extraordinario por la reproducción inteligente del texto latino, por los excelentes comentarios y por la seria labor que supone la versión métrica completa en verso, recomienda el traductor, más, desgraciadamente, con la doctrina que con el ejemplo, la fidelidad y propiedad en la traslación de los epítetos intencionados.

Castillo y Ayensa, en los preliminares de su limpia y elegante edición de Anacreonte, Tirteo y Safo (1830), que contiene el texto griego, y doble versión poética y prosaica (la cual, con el comentario, forma una traducción realmente completa), hizo por primera vez en España, que yo sepa, oportunas aunque rápidas indicaciones sobre dos puntos importantes, á saber: la armonía que han de guardar los conceptos con las pausas de la versificación, torpemente descuidada por Conde en sus versiones de Anacreonte, y la necesidad de vaciar las estrofas originales en autorizado á la vez que proporcionado molde, como es el clásico terceto, para reproducir exactamente, sin estrechez ni redundancia, el contenido del dístico griego ó latino, y el romance de versos octosílabos ó más cortos, con pausas bien marcadas, para reproducir la ligera ó florida anacreóntica. Otras veces sucede que por las geniales condiciones de una ú otra lengua, la perfecta equivalencia métrica se hace inasequible, y Castillo no tocó estas dificultades, porque los autores que tradujo no las ofrecían. Ni ha podido aclimatarse en castellano, ni se aclimatará ya seguramente, un verso largo que corresponda al exámetro greco-latino, cuyo contenido se reproduciría, con bastante exactitud en castellano, en un endecasílabo y medio. El endecasílabo suelto, ó no rimado, propicio á la fiel traslación de los conceptos, sólo se sostiene bien en trozos de poca extensión, en breve agota sus recursos, y á la larga carece de fuerza, variedad y armonía; fuera de que en los trozos en que la poesía original se mueve en una región media, sin adornos líricos ni brillante fraseología, el verso libre, falto de este auxilio, aparece descolorido y prosaico. La silva, mejor que el verso suelto en toda obra larga, alcanza alto grado de armonía, y halaga el oído por la variada y graciosa disposición de las rimas, sin cautivar otras facultades de percepción interna ni recomendarse á la memoria por la regularidad arquitectónica. Hay casos en que es forzoso elegir entre dificultades de versificación grandes, pero no insuperables, y una deficiencia al cabo inevitable.[5] En lo lírico goza el traductor de mayor libertad, en la elección y aun invención de metro y estrofas;[6] pero libertad regida por la obligación—en que resumirse puede, en términos generales, la doctrina de Castillo y Ayensa—de asociar hasta donde sea posible la fidelidad conceptual con la rítmica, porque si las ideas valen mucho, no deja de ser, por otra parte, característica de un poema la especialidad de sus cadencias y movimiento, ó como si dijésemos el danzado. Si se hubiera prestado atención á este principio, en que pocos hoy mismo paran mientes, no tendríamos desde los albores del siglo de oro de la literatura castellana, traducciones de un poema uniforme como las Metamorfoses de Ovidio en la variedad de metros en que las tradujo el Licenciado Viana, ni trozos de lírica hebraica en largas, complicadas y dificultosísimas estancias petrarquescas, que adoptó González Carvajal en la versión de los Libros Poéticos de la Biblia para algunos Salmos de David y Capítulos de Job y de Isaías, si bien en muchos pasajes de la misma obra (1819-28) el castizo poeta andaluz acertó con la forma métrica, no menos que con el lenguaje y estilo adecuado á su atrevido intento, no habiendo sido hasta ahora superado en él ni igualado quizás por otros que quisieron emularle.

A las traducciones, así de poesía sagrada, como de la clásica griega y latina, que como tardío pero sazonado fruto de los buenos estudios, publicaron los citados Carvajal, Burgos, y Castillo y Ayensa, á quienes se considera de ordinario como escritores del siglo anterior, siguióse en la tercera década del nuéstro, bajo el vacuo nombre de romanticismo, un movimiento literario avasallador, de extranjero origen, que no era ciencia nueva, ni saludable reforma, sino protesta de la imaginación sin freno contra toda tradición y toda autoridad, y aun más, contra toda racional investigación. Representantes de la erudición tales como Hermosilla (famoso nombre que debe añadirse á la lista de traductores), servían mal á las amenazadas humanidades con crítica apasionada y estrecha, desacreditando con ella la erudición de buena ley y la tradicional crítica de comentario, la cual, bien entendida, es forma amplia en que cabe todo, desde el análisis filológico hasta el juicio estético y filosófico; crítica que señala no menos los defectos que las bellezas, y que, lo mismo que á los poetas antiguos, debiera aplicarse á los modernos. Esta parte técnica de la literatura, de utilidad indisputable para el que trata de formar su gusto y adquirir estilo, quedó excomulgada y malamente confundida con la rastrera ó virulenta crítica menuda. Al paso que en otras partes se ha salvado la verdadera crítica por la alianza de la erudición y el sentimiento, en las países españoles establecióse funesto divorcio entre elementos que unidos se auxilian y completan, y separados bastardean y se extravían; y hoy mismo campean de un lado el encomio nebuloso, el aplauso idolátrico, la manía de las "síntesis," y de otro el burlesco escrutinio de detalles, sin norma ni principios fijos. Y como el arte de traducir en verso requiere el estudio comparativo de las lenguas y de los escritores, el continuado examen del pensamiento y de la forma que reviste, el conocimiento de los medios de expresión, de los recursos rítmicos, de sus equivalencias y diferencias, no es extraño que este departamento literario ande en lo doctrinal abandonado y desconocido, y cuente en lo práctico escasos cultivadores entendidos.

Lo más luminoso y menos incompleto que en critica de traducciones poéticas, á un tiempo fundamental y técnica, conozco en la moderna literatura castellana, son las observaciones de Bello sobre el Horacio de Burgos, y otras del mismo autor, inconclusas y póstumas, acerca de la Ilíada interpretada por Hermosilla:[7] unas y otras desconocidas casi del todo en España.

El Sr. Menéndez Pelayo, la más brillante personificación española en nuestros días, del feliz consorcio del talento con la erudición, de la rectitud con la libertad de juicio, del estudio progresivo con el fácil y constante ejercicio de la pluma, ha consignado acá y allá, en sus obras bibliográficas ó histórico-críticas, observaciones útiles pertinentes á la materia, aunque sin elucidarla ex-profeso en todo ni en parte. Citaré, por último, aunque escasas sobremanera, las indicaciones consignadas por el docto helenista y eminente Prelado mexicano, Sr. Montes de Oca, en la carta que dirigió á Menéndez Pelayo, impresa al frente de su traducción completa de Píndaro (México, 1882).

Todo lo que se ha escrito en este ramo de la crítica, sobre deficiente é inarmónico, anda disperso y olvidado; y creo que, cualesquiera referencias que á las que acabo de anotar como las más notables que me sugiere la memoria, puedan añadirse (y no dudo que muchas habré omitido por su misma reconditez), no invalidarán en ningún caso la afirmación de que el arte de traducir en verso ha estado y está teóricamente descuidado en España, bastando á comprobarlo el hecho de que los tratadistas de literatura no le consagren una línea, ni figure para nada en el programa de ninguna asignatura literaria.

La preceptiva y la crítica no forman talentos ciertamente, pero sirven para librarlos de deplorables extravíos. Se comprende fácilmente que escaseen las buenas traducciones poéticas por carecer, los que á esta labor se dedican, de las indispensables dotes de naturaleza; mas no por esta radical deficiencia, sino por falta de conocimientos especiales y de reflexivo estudio, podrá explicarse que un poeta como el Sr. Rodríguez Rubí haya desfigurado la oda inmortal de Manzoni, El cinco de Mayo, disolviendo sus aladas estrofas en difusa y altisonante silva; ó que un humanista como el señor Valera, encomie como excelente la traducción en verso, ó mejor diré, la interpretación que de la Ilíada hizo Hermosilla, en la que se reproduce todo lo que hay en el original, y algo más, excepto la magia de la dicción y de la versificación, parte esencial de la poesía; y esto después de correr por el mundo, sobre el modo de traducir á Homero, disertaciones tan interesantes como las que dio á luz Littré, en francés, y en inglés las del eminente crítico Mr. Arnold, recientemente arrebatado á las letras, sin contar numerosos trabajos publicados en Alemania.

Dados tales antecedentes, no sorprenderá que otro docto español que en la segunda década de este siglo publicó una traducción de Juvenal, declare con donosa ingenuidad que principió su versión sin entender bien lo que era traducir[8]. "Y así en dácame estas pajas—añade—volví en castellano dos Sátiras de mi autor; leílas á algunos amigos, merecí sus aplausos, henchíme de satisfacción, holguéme en mi trabajo, y así me creí gallardo traductor como el más pintado." Las observaciones de un sabio amigo y severo Aristarco y la lectura de un pasaje de Gibbon sobre la traducción de la Ilíada por Pope[9], persuadiéronle de "una verdad en achaque de poéticas versiones fundamental y certísima, que para ser acertadas deben necesariamente estar dotadas de fidelidad y elegancia." Esta máxima, que resume exactamente toda la doctrina relativa á las traducciones poéticas, y presupone, por lo demás, una clara explicación é inteligencia de lo que fidelidad y elegancia significan, está por sí sola declarando la gran dificultad de traducir acabadamente á un poeta, comoquiera que exige la conciliación de términos casi incompatibles. Con tal motivo volvió su trabajo al yunque el docto traductor de Juvenal, y si á pesar de sus aciertos, del sabor castizo y nerviosa concisión de algunos pasajes, no salió del todo airoso de la empresa, debióse á que no dió con la proporción debida, extremando la fidelidad con detrimento de cierta lucidez ó claridad necesaria, comprendida en el concepto genérico de elegancia. Faltóle versación ó talento para realizar la armonía del conjunto. Infelix operis summa.

Desde que publiqué en 1873 el primer tomo de mi traducción de Virgilio, varias veces he discurrido en escritos literarios sobre las leyes y atributos de las traducciones poéticas, bien que nunca de un modo completo y como el asunto lo reclama. Creo que, por natural amor á la verdad, procuré siempre la fidelidad, aunque sin confundir la exactitud literal con la formal. Mis estudios y meditaciones han confirmado é ilustrado esta propensión, que, por lo vieja, más me parece ingénita que adquirida. Entiendo que el traducir es dificílima labor mixta de imitación y adaptación, de refundición y correspondencia. El carácter del autor original ha de ser, según la regla del Prof. Egger, la norma fundamental del traductor. Aunque hasta cierto punto "el estilo sea el hombre," no por eso debe desesperar el traductor de reproducir el estilo, identificándose con el autor que traslada. Y el estilo es en parte social, y en parte individual: abraza así el estado de la lengua, en la época en que se produjo la obra original, á que corresponde determinado período lingüístico en el idioma del traductor, como también las peculiaridades del autor respectivo. Virgilio, por ejemplo, es á un mismo tiempo poeta arcaico, como que se goza en reproducir hemistiquios y aun versos íntegros de Ennio y de Pacuvio, y muy avanzado por la perfección inimitable de sus versos, que jamás podrán confundirse con los de su predecesor Lucrecio. Conozco yo mejor que nadie y confieso los defectos en que abundan mis traducciones; sé que, aunque la teoría justa ejerce influencia benéfica sobre la ejecución, esta influencia no es siempre decisiva; y me consta, por experiencia ajena y propia, la distancia que va de la teoría al desempeño artístico. Hermosilla, en un pasaje feliz por la originalidad y exactitud de la observación, enseña que el verso en que se traduce una grande epopeya clásica no sólo ha de ser armonioso, sino heroico; que en los de una traducción de la Eneida, por ejemplo, han de percibirse constantemente al recitarlos, aquel eco varonil, aquel ruido militar, aquel sonido lleno de la trompeta que en cierto modo se oye al leer en alta voz los de la Eneida. Y á pesar de haber asentado esta importante doctrina literaria, en su traducción de la Ilíada, apenas se hallará un verso propiamente heroico. Si un crítico entendido, capaz de comparar y de juzgar, y conocedor de los recursos de nuestra habla y versificación, dijere que en mi traducción de la Eneida tal pasaje carece de vigorosa entonación, ó que este ó esotro arcaísmo, por razones particulares, está mal empleado, á su censura me someto sin reclamar indulgencia con súplicas ni excusas, bien que por otra parte no parezca equitativo juzgar á un traductor en vista únicamente de tal ó cual trozo, cuando una traducción extensa no se hace para ser citada sólo en determinados pasajes, que, destacados, pueden y deben traducirse con particular y mayor esmero. Pero si uno de los profanos que con tanta frecuencia usurpan las funciones del crítico, condena en la misma traducción, en términos absolutos, el uso del metro más difícil y artificioso, así como el más autorizado para la epopeya, y el empleo de arcaísmos, las decisiones del juzgador, como incompetente, dejarán al traductor sin cuidado.

Diversas formas de estilo y de versificación he empleado en las poesías que este tomo contiene, para traducir á Lamartine, v. gr., y á Campbell. Probablemente no habré acertado á reproducir la melódica dulzura del uno, ó la vigorosa entonación del otro; pero admítase en todo caso la necesidad de emplear procedimientos distintos para traducir un sueño romántico y un canto guerrero, punto en que es preciso acordarse, antes de descender á cuestiones de aplicación y al examen de pormenores determinados.

En todo lo que precede me he referido á las traducciones en verso propiamente dichas, las cuales constituyen sólo una, aunque la más preciada, de las formas del traducir. En esta serie de procedimientos cuéntanse, en orden de mayor á menor fidelidad, la literal, que no coincide con otras especies de fidelidad; la versión interlineal; otras versiones en prosa más ó menos ajustadas al texto original; la traducción poética perfecta, que consulta la mayor fidelidad en el conjunto de todos los rasgos característicos; la imitación desembarazada, pero no del todo libre, como las que de Víctor Hugo nos dejó Bello; y por último, una imitación que parte límites con la composición original, sistema que siguieron Horacio y Propercio, renovado en el pasado siglo, en Francia, por el inmortal André Chénier, en algunos de sus idilios y elegías.[10] Todos estos procedimientos cumplen fines propios, y por consiguiente obedecen á leyes especiales; y unos con otros se dan la mano; de tal suerte que para estimarse completa una traducción, ha de reunir, como antes dije, la versión literal y la propiamente poética, ilustradas con comentarios, antiguo método abandonado en nuestros días por incuria y negligencia.

No todas las piezas que en este tomo se contienen traducidas son de igual mérito. El haber resultado el libro formado, digámoslo así, por sí mismo, me exime de la obligación de presentar en él muestras precisamente escogidas de literaturas extranjeras. Por otra parte, las predilecciones de los que hablan la lengua de un autor, difieren de ordinario del criterio de los que á otro idioma le traducen, ya porque el mérito especial de algunas poesías se identifica con cierta magia de expresión, difícil de percibir para el extranjero, y aun más difícil de reproducir, si logra percibirla; ya porque cada lengua tiene su riqueza propia, no sólo de expresiones sino de ideas; y puede bien un poeta sacar del fondo del sentimiento popular conceptos ó puntos de vista que para sus compatriotas son vulgares, y para el alienígena nuevos y originales. Finalmente, poesías hay famosas, que imponen respeto y temor de tocarlas; y otras que, no por mejores, sino por circunstancias especiales, convidan á darles nueva forma. Una excelente revista inglesa[11] se ha quejada de lo mal representada que aparece la poesía inglesa en la Historia Universal de la Literatura por Gubernatis; y cualquier español extrañará la elección que de ciertas poesías hicieron Bryant, Longfellow y otros, para presentar en inglés muestras de poesía castellana. Una es la popularidad nacional, otro el crédito que algunos escritores alcanzan en otras naciones, ó el interés que despiertan en un lector extranjero. Gubernatis reconoce que siendo Young, entre los ingleses, apenas un poeta mediano, hizo popular fuera de su tierra la poesía sentimental, y llevó tras sí legiones de imitadores. ¿Qué mucho, si no sólo en España[12], sino aquí mismo, á principios del siglo, ya traducía el Dr. Gruesso, de Popayán, las Noches, y se hablaba de Young como del más extraordinario poeta del mundo? Y mientras Young, y el fingido Ossián, y Byron, mayor que ellos, y otros meteoros deslumbran el mundo entero, las estrellas fijas de la poesía inglesa quédanse allá alumbrando á las Islas Británicas, sin que llegue su luz á los continentes! Alguna, aunque muy pequeña parte de ella, se ofrece á los lectores en esta colección, en las traducciones de Campbell, de Montgomery, de Wolfe, de Newman, nunca trasladados antes, que yo sepa, en lengua castellana.

De las versiones manuscritas que han servido de base á la colección, han quedado excluídas muchas por inconclusas ó defectuosas; cuáles, como las de Horacio, por pertenecer á colecciones especiales; cuáles, porque hubieran ensanchado con exceso una de las secciones, destruyendo la regularidad de la clasificación adoptada. En cambio, he introducido algunas poesías de reputación universal—El Cementerio, de Gray, el Cinco de Mayo, de Manzoni, El festín de Alejandro, de Dryden—adoptando traducciones ejecutadas con bastante felicidad y de reconocido mérito, precaviéndome así de una peligrosa competencia; y otras, en fin, en parte inéditas, con que algunos compatricios y amigos míos enriquecieron nuestro Parnaso, y con las cuales he aumentado, en beneficio de los lectores, las muestras del nobilísimo poeta americano Longfellow.

¡Oh, y cuan difícil alcanzar una relativa perfección en la que he llamado traducción poética propiamente dicha, la cual al lector enamorado del original debe satisfacer como excelente copia, y á quien la examine en sí misma, sin hacer comparaciones, ha de gustar por sus propias cualidades! Para calcular la dificultad que este trabajo impone, y la gran variedad de medios y formas que en su desempeño caben, bastará cotejar las diversas traducciones que corren de unas mismas poesías célebres; ó bien, suponer que se tratase, no ya de traducir á otra lengua, sino de refundir dentro de la misma en que se escribió, dándole nueva forma métrica, la Canción á las Ruinas de Itálica, de Rodrigo Caro, ó la Silva á la Zona Tórrida, de Bello, supuesto que una buena traducción no es otra cosa que una especie de refundición. Puede, por tanto, aplicarse á esta labor lo que, refiriéndose á los eximios expositores, dijo el Brocense en el pasaje que sirve de epígrafe á esta prefación.

Desgracia grande es para las ciencias morales y políticas—dice Herbert Spencer[13]—que sean á menudo discutidos sus problemas, por personas que no se han tomado el trabajo de aprender sus rudimentos. Lo propio (y ya lo notó Horacio) [14]sucede, con más generalidad y mayor desenfado, en todo lo que á la poesía se refiere, siendo frecuente que califique versos quien no acertaría á decir en qué se diferencian los buenos de los malos, ni siquiera, tal vez, el verso de la prosa. ¿Qué mucho que también los traductores se vean juzgados por gentes que no saben lo que traen entre manos? Y estos mismos caprichosos árbitros, no contentos con la temeridad de sus juicios, se meten á dogmatizar como sociólogos y políticos, á dictar leyes en el Parlamento y en el Parnaso, á componer malos versos y detestables traducciones, añadiendo así á la injusticia de sus fallos, la perversidad de los ejemplos, introduciendo la confusión y el desconcierto, y justificando hasta cierto punto la propensión á juzgar à priori desfavorablemente de todo nuevo ensayo de literatura política ó poética.

"El empleo de traductor—decía ya cierto antiguo y hoy desconocido censor[15] de un libro de traducciones, también y no injustamente olvidado,—el empleo de traductor ha de ser desinteresado, pues la gloria cede comúnmente en el autor que se traduce."

Escaso número de ejemplares compone la edición de este libro, destinada, más bien que al público en general, al especial y disperso público que de tiempo atrás ha favorecido al autor con sus simpatías.

M. A. C.
Bogota, 1888.


  1. Introducción á la poesía castellana del siglo XVIII.
  2. Pruébalo el que el "insigne Jovellanos," uno de los hombres más serios de aquella época, y cuya memoria (raro caso!) ha alcanzado en nuestros días el respeto y veneración de opuestas é intransigentes escuelas, "no creyó—dice el mismo Quintana—desautorizar su carácter y sus estudios, entrando en la palestra y asestando dos romances burlescos á modo de jácaras de ciego, en que hizo burla de sus escritos—de Huerta,—de sus pretensiones y sus combates."
  3. "Converti non ut interpres, sed ut orator," decía Cicerón de la versión que él hizo en latín, y que por desgracia no se conserva, de las oraciones contrarias de Esquines y Demóstenes.
  4. Aunque no es mi ánimo hablar aquí de la versión de los libros sagrados, que se rige por método y reglas especiales, no debo omitir que tanto Scío en la traducción de la Biblia que hizo por orden de Carlos IV, como Torres Amat en la suya, inmediatamente posterior, comenzada en 1808 y publicada por los años de 1826, consignaron en Discursos preliminares juiciosas observaciones muy dignas de tenerse en cuenta. Scío, apegado á la letra de la Vulgata, en ocasiones con exceso, conserva bien en lo general la gravedad y vetustez del estilo bíblico, que Torres Amat, por amor á la claridad, propende á modernizar talvez más de lo justo. La verdad es que á las veces un solo versículo, una frase, una palabra del texto sagrado, contiene un problema múltiple, teológico, exegético y filológico.
  5. El distinguido escritor y crítico cubano señor Piñeyro en su juicio sobre mi traducción de la Eneida (Habana, 1874), incluído en sus Estudios y conferencias de historia y literatura (Nueva-York, 1880), combate el uso de la octava para trasladar la epopeya latina; pero al fin dice: "En cambio otras veces triunfa señaladamente el traductor; y la obra toda tiene un carácter tranquilo, sereno, suficientemente noble, que á la larga encanta y fascina." Lo cual no es otra cosa que el efecto de la disposición simétrica de las rimas y de la marcha regular y reposada de la octava.
  6. Son nuevas algunas combinaciones métricas empleadas en esta colección con el propósito de conservar la intención rítmica del original.
  7. El artículo sobre la traducción de Horacio por Burgos se publicó primero en el Repertorio Americano, tomo III, Londres, 1827, y se halla reproducido en las obras de Bello, edición oficial chilena, Tomo VI, 1883. El precioso, aunque trunco opúsculo, sobre la Ilíada por Hermosilla fué dado á luz, como producción póstuma, por el diligente biógrafo de Bello, finado Sr. Amunátegui, Santiago de Chile, 1882.
  8. Folgueras Sion, Sátiras de Juvenal, Madrid, 1817.
  9. De la cual dice Gibbon que de todas las partes ó condiciones de un acabado retrato está adornada, menos de la semejanza.
  10. No una vez sola explica este sistema en apuntes que después de su muerte vieron la luz pública: "L'idée de ce long fragment m'a eté fournie par un beau morceau de Properce... Mais je ne me suis point asservi à le copier. Je l'ai étendu; je l'ai souvent abandonné pour y mêler, selon ma coutume, des morceaux de Virgile et d'Horace et d'Ovide, et tout ce qui me tombait sous al main, et souvent aussi pour ne suivre que moi." En medio de esta libertad detiénese á las veces el poeta á repetir, á porfía con el autor original, con exquisita diligencia, toques y rasgos felices: "Il me semble qu'il n'est guère possible de traduire autrement ni mieux que je ne l'ai fait ce second vers..." "Ce vers et ceux qui suivent ne valent peut-être pas tous ensemble les deux vers de Properce..." "J'ai imité, autant que j'ai pu, ces vers divins d'Ovide..." "Les quatre vers aprés les des suivants sont traduits de ce bel endroit des Georgiques... Je n'ose pas écrire mes vers aprés ceux-là..."

    En todos estos casos el imitador aparece como escrupuloso y elegantísimo traductor.

  11. Saturday Review, Sept. 1883.
  12. El poema Zaragoza que á los veinte años de su edad compuso Martínez de la Rosa en 1809, y que contiene brillantes trozos sueltos, termina con esta impertinente ocurrencia:
    La cítara de Young, de ébano triste.
    Cabe el opaco Támesis sonando
    Bajo el oscuro encapotado cielo,
    Bastara sólo á pregonar al mundo
    Tan grave ruina, tan acerbo duelo.
  13. Oportunamente citado por Mr. Tevons, en el prefacio de su interesante obra sobre la moneda.
  14. Qui studet optatam cursu contingere metam
    Multa tulit, fecitque puer, sudavit et alsit,
    Abstinuit venere et vino; qui Pythia cantat
    Tibicen, didicit prius extimuitque magistrum.
    Nunc satis est dixisse: " Ego mira poemata pango;
    Occupet extremum scabies; mihi turpe relinqui est,
    Et quod non didici, sane nescire fateri!"

    De Art. Poet. 413-8.

    Y en otro lugar:

    Navem agere ignarus navis timet: abrotonum aegro
    Non andet nisi qui didicit, dare; quod medicorum est
    Promitunt medici; tractant fabñlia fabri;—
    Scribimus indocti doctique poemata passim!

    Epist., ii, i, 114-7
  15. El jesuíta Juan de Verde-Soto Pinto, en los principios de la versión de Juan de Owen por D. F. de la Torre; censura fechada en Madrid, á 6 de Marzo de 1682.